Sé que estás allí (13 page)

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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

BOOK: Sé que estás allí
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Siguió una larga pausa, ambos escuchándose el uno al otro.

«Ven al río, Sarah». Y la máquina se cortó.

Sarah guardó silencio hasta que el recuerdo de la voz se evaporó, luego se recostó en las almohadas e imaginó montañas verdes y doradas, con gotas rojas de arce.

La mañana siguiente, alargó el brazo y pulsó «reproducir», intentando evocar la voz de David a la luz del día, pero no había mensajes nuevos. Qué extraño, no recordaba haber borrado el ruego de David, pero sí recordó otra cosa: David no tenía teléfono. Era un sueño. Todo eran sueños.

Era el momento de llamar a un terapeuta, pensó ya en la cocina, mientras ponía agua a hervir. Era el momento de llamar a Margaret y confesarle toda la historia de su marido resucitado. Las dos irían a la cabaña, buscarían el fantasma de David en los armarios y debajo de las camas. Y, tras no encontrarlo, podrían planear el futuro de Sarah, una estrategia para amarrar su mente a este mundo.

No, no podía llamar a Margaret. Si David era real, ella no debía delatarlo y, si no lo era, ¿para qué avergonzarse ante su amiga? Un rápido viaje a la cabaña confirmaría o disiparía todos sus delirios. Entonces ¿por qué dudaba?

Sarah se sentó a la mesa durante media hora, intentando leer las hojas del té del fondo de su taza. Conocía las razones de su miedo, aunque no las decía en voz alta. No era que David pudiera ser una alucinación; esa idea era casi reconfortante, por el poder que confería a su imaginación. No, ella temía algo más oscuro, algo entre la vida y la ilusión. Lo que la incomodaba era la posibilidad de que lo que había regresado la noche de Halloween fuese un espíritu errante, un medio vivo atrapado en un estado expiatorio.

Sarah siempre había creído en los espíritus. Había creído en ellos de niña: pedía disculpas a los fantasmas de los pájaros y los topos que había matado su gato y enterraba sus frágiles cadáveres en sábanas o pinocha. Había creído aún más en la adolescencia, junto a la tumba de su abuela en la isla de Kiawah, en un cementerio donde los espíritus parecían susurrar en las brisas atlánticas. Pero su primera visión real había tenido lugar en aquella misma casa, cuatro días después de la muerte de su madre. Había despertado, pasada la medianoche, y había visto una figura borrosa sentada a los pies de su cama, pálida y traslúcida, ni mujer ni hombre, apenas un rostro, pero en cierto modo maternal. No había despertado a David, intuyendo que el visitante estaba ahí sólo por ella, y la visión se había desvanecido a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Sin embargo, se lo había contado a David por la mañana, obteniendo tan sólo un gesto indulgente. David, en todos sus años de disecciones en la facultad, años de búsquedas en gargantas, oídos y ojos, nunca había encontrado algo tan amorfo como un alma.

Qué extraño sería que David, el incrédulo, se hubiese convertido ahora en un fantasma. Qué extraño y qué terrible. Porque Sarah no sólo creía en los fantasmas, sino que los temía. Le horrorizaba su soledad, su nostalgia y su desencanto. Según su experiencia, los fantasmas siempre parecían querer algo, algo que nunca se les podía dar.

Pasaron veinte minutos y Sarah se doblegó ante su inercia. «Un cuerpo en reposo permanece en reposo», pensó mientras llevaba un bagel a su mesilla de noche y se arrastraba bajo la colcha, los mapas meteorológicos resplandeciendo, verdes y azules, en su cara. Le llegaba el sueño, se iba, cuando oyó de nuevo el teléfono, uno… dos… tres tonos. El contestador se disparó y Sarah se dispuso a oír las sílabas persuasivas de David.

—¿Sarah? ¿Estás ahí?

El conciso acento bostoniano de Judith Keen fue como el chasquido de unos dedos de hipnotizador.

—¿Hola? ¿Judith? Estoy aquí, voy a apagar el contestador.

—Me alegro de haberte encontrado. —Judith no hizo ninguna pausa—. He estado pensando que tendríamos que vernos y clasificar la obra de David. Faltan menos de tres semanas para la exposición, pero Tom Bradley dice que puede enmarcar la mayor parte de las pinturas si se las hacemos llegar a principios de la semana que viene. Me preguntaba cómo tienes la agenda para el lunes.

—Mi agenda es inexistente.

—Bien, entonces de acuerdo. ¿Qué te parece si me paso a las diez por tu casa para empezar a elegir las obras?

—Muy bien.

—Perfecto. Nos vemos entonces.

Eso lo decidió. Sarah se levantó de la cama y abrió el armario. Tenía un cometido y un plazo que la obligaba a ir a la cabaña. La mitad de las pinturas de David estaban allí; algunas de sus mejores piezas colgaban de aquellas paredes. Armada de una razón práctica para su visita, podía enfrentarse a él con dignidad, no como un pez al que él hubiese atraído con una bonita mosca. Allí, en presencia de David, ella sabría si era alguien real o si podía traspasarle el pecho con la mano y decir adiós a una columna de humo.

Capítulo 16

En las estribaciones de los Apalaches, Sarah notó el viento empujando las puertas del coche. Húmedas hojas rojas revoloteaban ante el parabrisas y, de una voltereta, subían al capó. Los árboles se habían reducido a un encaje que a su derecha dejaba entrever el Shannon, bordeado por acantilados rocosos que se extendían por la orilla opuesta. Cuando la carretera doblaba a la izquierda, el río desaparecía; pero Sarah siempre volvía a él, seguía su curso a través de estratos y estratos de cordillera Azul.

Al cabo de media hora alcanzó la ladera oriental de la montaña Hogback, donde un conjunto de casas de madera blanca, una iglesia baptista y una diminuta estafeta de ladrillo formaban la aldea de Eileen. Torciendo a la derecha por Possum Run, pasó la tienda que había abastecido a David; la mesa de picnic y la máquina de bebidas se mostraban mudas y conspiratorias. Adornaban la carretera unos árboles arqueados que proyectaban sombras en el capó del coche. El asfalto dio paso a la gravilla, de la que partían caminos particulares cada trescientos metros. Habían comprado la cabaña por su invisibilidad. Hasta en invierno, con los árboles desnudos, no se veían otras casas ni se oía el rumor de carreteras lejanas. No había carteros, ni basureros, ni evangelistas. Sólo un macizo de laurel y rododendros señalaba el inicio de su propiedad.

Al doblar por el camino, advirtió cómo lo habían maltratado las lluvias de verano, dejando largas zanjas que rozaban los bajos del coche a medida que se acercaba al río. Cuando se detuvo a un lado de la cabaña, le decepcionó que nadie saliera a recibirla. Había imaginado a David esperando en la ventana, pero quizás eso era un destino de mujer. En cualquier caso, el sonido del primer vehículo que llegaba desde hacía meses tendría que haberlo atraído desde cualquier rincón de la casa o del jardín.

Al salir del coche, vio las hojas que obstruían los desagües y la pinocha del sendero. Probó la puerta y la encontró cerrada. Alzó un ladrillo oculto tras un acebo, sacó la llave y entró.

La cabaña parecía igual a como ella y Margaret la habían dejado. A su derecha estaba la cocina abierta, su fórmica verde pino despejada y limpia, con un trapo colgando del grifo plateado. A la izquierda tenía el respaldo del sofá, de cuadros verdes, blancos y menta, cubierto con la manta azul marino de ganchillo que había tejido en la universidad. Había una alfombra de cuerda ante el sofá y una mecedora con respaldo de mimbre junto a una chimenea de piedra que llegaba hasta las vigas de cedro del techo. A la derecha de la chimenea, el caballete de David todavía sostenía su cuadro inacabado, los pinceles en remojo en botes acres.

Dejó el bolso en la barra de la cocina, donde tres taburetes de madera estaban pulcramente colocados en su sitio. Cinco pasos más y se plantó ante la brillante mesa de pino con sus cuatro brillantes sillas, resplandecientes por la luz que entraba desde las puertas acristaladas de la terraza. Sarah las abrió y salió. Examinó los cojines mohosos, el cobertizo cerrado a su izquierda y el embarcadero vacío al pie del jardín. El río la tentó; bajó la escalera de la terraza y anduvo por la hierba.

El embarcadero tenía que repararse. La madera astillada formaba sonrisas sarcásticas y la barandilla estaba escorada a babor. Caminó con cautela por los maderos hasta cubrir los cinco metros del muelle. Cuando volvió la vista, la cabaña le pareció pequeña y triste, sus ventanas cerradas, un par de ojos dormidos. «Él no está aquí —pensó—. Nunca ha estado aquí».

Las ramas de un árbol flotaron a la superficie desde las profundidades del río, lo que le hizo preguntarse cómo sería ahogarse. No en el sentido metafórico —ya sabía un poco de eso—, la sensación de oscuridad cada vez mayor, el oído embotado, la opresión en los pulmones. La mitad de las personas que la rodeaban parecían ahogarse a diario, en sus preocupaciones, sus trabajos, sus excesos incontrolables. Pero no todo en la vida era metafórico. Había ríos de verdad, lagos de verdad, pulmones de verdad que respiraban agua de verdad. No había nada pacífico en ahogarse de verdad.

Cerró los ojos, levantó la cara y dejó que sus mejillas absorbieran la poco habitual calidez de noviembre. Pronto el tiempo se enfriaría tanto como su ánimo, pero el día de hoy conservaba un resquicio del verano. Ante ella, el río había crecido hasta formar una poza lo bastante profunda para lanzarse de cabeza. A su izquierda se estrechaba hasta formar un rápido suave, donde el agua saludaba a las rocas en un idioma ancestral. Sus chasquidos y consonantes vibrantes formaban conjuros y Sarah se unió mentalmente al hechizo, repitiendo tres palabras, una y otra vez: «David Robert McConell».

Unos minutos después, el chasquido de una rama le hizo abrir los ojos. Alguien caminaba por la orilla, las hojas crujían bajo sus pies. Sarah escudriñó los árboles y vio una sombra que se movía, apenas humana, una mancha de oscuridad en movimiento. Al mirar con más detenimiento, la figura adquirió piernas, brazos y dedos y, con cada nuevo apéndice, creció su pavor.

¿Qué había conjurado en el bosque? Salió corriendo del embarcadero, midiendo la distancia que le faltaba para llegar al coche. Había sido una estupidez, una absoluta estupidez, venir sola al bosque invitada por un muerto. Nada bueno podía salir de aquello.

A su izquierda, la figura ganaba altura, cabello y ropa, y cuando Sarah se volvió para mirar la linde del bosque, donde los árboles daban paso a un claro, vio un hombre completamente formado, con una caña de pescar en una mano y un cubo en la otra. Era David, que aún vestía su camisa de franela verde.

Cuando él la vio, una sonrisa tranquilizadora apareció en su rostro. Se acercó un metro, dejó el cubo y la caña en la hierba y se limpió las manos en los bajos de la camisa.

—Gracias por venir.

¿Qué era este nuevo mundo feliz, donde los muertos regresaban con sonrisas y los brazos abiertos? David avanzó unos pasos para abrazarla, pero ella retrocedió.

—No he venido por ti. He venido por tus cuadros. —David bajó los brazos—. Judith quiere hacer una exposición de tu obra.

—¿Una exposición póstuma?

David sonrió, y por reflejo ella iba a devolverle la sonrisa, pero se detuvo en seco.

—En tal caso… sígueme —suspiró David.

Cuando se arrodilló para recoger el cubo, Sarah vio dos truchas de ojos vidriosos flotando en agua sanguinolenta.

Dentro, David colocó el pescado en una tabla para cortar y entró en el dormitorio.

—Quiero enseñarte algo.

Sarah lo siguió. La cama estaba perfectamente hecha, tal y como ella la había dejado tres meses antes, pero David sacó de dentro del armario unos bocetos al carbón y tiza que ella nunca había visto. Volvió al pasillo y abrió la puerta del segundo dormitorio, donde había media docena de óleos apoyados en la pared: representaciones detalladas del paisaje que los rodeaba.

—Has trabajado mucho.

—Se me han acabado casi todos los materiales; esperaba que pudieras conseguirme más.

Claro, su chica para todo. Hacerle los recados, comprar material de pintura, facilitarle las cosas. Eso lo haría feliz, al muy egoísta. Sin embargo, cuando se arrodilló para estudiar los paisajes, parte de la amargura empezó a desvanecerse. Eran mejores que nada de lo que había pintado en los últimos diez años. Tres meses de soledad le habían permitido concentrarse minuciosamente en las telas y experimentar con el color, la luz y la textura.

—Son preciosos —dijo ella, impresionada por el cuidado trazo de cada pluma de ganso.

En el segundo dormitorio, hojeó los bocetos al carbón, deteniéndose en la última obra. Sus propios ojos, oscuros y tristes, le devolvieron la mirada. Estaba echada en la cama entre las sábanas deshechas, algo vuelta hacia el observador, con expresión somnolienta y ensoñadora. La luz se filtraba por las cortinas que había junto a la cama, iluminándole mechones de cabello que le rodeaban el pecho. El efecto era tierno, nostálgico y profundamente ajeno.

David la observaba desde la puerta.

—Elige lo que quieras. O, aún mejor, llévatelos todos. Pero quédate a comer.

Sarah se sentó a la mesa en la habitación principal y observó a David, que limpiaba el pescado. Cortó la cola, las aletas y la cabeza con precisión quirúrgica y las apartó a un lado de la tabla. Luego abrió el vientre de la trucha, extrajo los órganos, los tiró a la basura.

—Me he convertido en todo un pescador —dijo mientras retiraba la espina—. Es el único alimento fresco que por ahora puedo conseguir. En verano, la tienda vende fruta, verdura y huevos. Pero ahora sólo tiene patatas fritas y perritos calientes.

Ella observó en silencio cómo se limpiaba la sangre de las manos.

—Vi el anuncio de la exposición en el periódico —continuó David—. ¿Cómo pasó?

—Judith vino a casa a darme el pésame. Vio algunos de tus cuadros y se quedó muy impresionada. Así que la llevé al sótano y dejé que lo mirase todo. Dijo que no sabía que tuvieses tanto talento.

David rio.

—Supongo que eso es halagador.

Sarah volvió la cara al río. Él no tenía ningún derecho a estar tan satisfecho, un hombre que había escapado de sus responsabilidades, que entraba a hurtadillas en las casas a escuchar conversaciones ajenas.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó ella—. ¿Vas a volver?

David cerró el grifo, sacó dos cervezas de la nevera y dejó una ante ella.

—No sé si, en este punto, sería capaz de volver. Sé que no podría recuperar mi empleo. No querrían a un médico que se toma tres meses sabáticos sin preguntar a nadie. Y no sé, respecto a los vecinos. Supongo que podríamos decirles que sufrí una especie de crisis nerviosa. —Desenroscó el tapón y tomó un largo trago—. Pero tú ya has cobrado la póliza, ¿verdad? ¿Y la indemnización de la universidad? Tendríamos que devolverlo todo. Podrían acusarnos de fraude.

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