Llamó a la camarera y pidió la cuenta, después se volvió hacia Nate:
—Después de la inauguración, Judith quiere que vayamos a celebrarlo a un bar. Habrá una banda de zydeco. Podrías venir.
—Gracias.
—Y puedes quedarte a pasar la noche. Seguramente habrá mucho que beber y no querrás conducir a medianoche por las montañas.
Nate asintió con un gesto.
—¿Qué te parece si dejo mi bolsa en tu casa el viernes por la tarde y vamos juntos a la inauguración?
—Muy bien. Hasta el viernes, entonces.
El viernes llegó con Sarah sentada en la cocina de Margaret, exprimiendo un cuarto de limón en un filete de salmón frío. El salmón estaba en una fuente de plata, enmarcado en tomates cherry cortados como tulipanes en miniatura rellenos de crema de queso y olivas negras picadas. Margaret removía un cazo de salsa de cacahuete que tenía al fuego mientras tomaba una copa de Pinot Noir.
—¿Puedes echar un vistazo a la parrilla? —preguntó, y Sarah cogió una bandeja de la encimera y salió a la terraza.
Noviembre se había apoderado de Virginia; los árboles estaban desnudos y el aire olía a hojas quemadas. Alzó la tapa de la parrilla y se inclinó para calentarse la cara. Dentro había dos docenas de pequeñas brochetas de pollo, un poco chamuscadas, para comer con salsa saté. Las volvió con unas pinzas que colgaban a un lado de la parrilla, apartó las que ya estaban hechas y las sustituyó con tiras crudas de una bandeja cercana. Chisporrotearon y silbaron al tocar la parrilla. Llevó la bandeja a la cocina y volcó los pinchos en un gran cuenco de madera para ensalada.
—¿Cuántos crees que tenemos? —preguntó Margaret.
—Unos cuarenta y cinco.
—Necesitamos el doble.
Sarah se sirvió una copa de vino, después se apoyó en el fregadero mientras recorría con la vista la habitación. El día anterior se había reunido con Margaret para pasar la tarde cocinando con algunas amigas de ambas, y ahora la encimera estaba repleta de
brownies
de menta, fresas recubiertas de chocolate y tartaletas de lima.
—Esto es más complicado que mi boda. —Sarah tomó un sorbo de vino y lo paseó en la boca.
Margaret se acercó y brindó con la copa de Sarah.
—No haría esto por cualquiera.
—Eres un sol.
—La exposición será estupenda —dijo Margaret—. Pasé por la galería ayer para comprobar la cocina y elegí un cuadro para mí, un paisaje con nubes de tormenta sobre un granero. Tendrás que ayudarme a decidir dónde lo cuelgo.
—Tendrías que ponerle un marco más bonito. David sólo clavó unas piezas de madera negra a los lados.
—Los marcos pueden ser una distracción —replicó Margaret encogiéndose de hombros.
Volvieron a los fogones mientras Sarah apuraba su vino.
—Dime qué más hay que hacer —dijo a su amiga, sirviéndose otra copa.
—Si cortas las
baguettes
, creo que lo tendremos bastante bien. —Margaret puso una tabla de cortar en la mesa y tres grandes bolsas de la panadería al lado—. He comprado una docena.
Sarah sacó un cuchillo de sierra de un cajón de debajo del microondas. Sabía dónde encontrar todo en esa cocina: los cazos, los cuchillos mondadores, las tacitas de bebé antiquísimas que Margaret guardaba para sus futuros nietos.
Margaret trasladó la salsa de cacahuete a una fiambrera y luego se sentó a la mesa.
—¿Has visto a David últimamente?
Sarah titubeó, el cuchillo suspendido sobre el pan. Qué bonito sería decirle la verdad, dejar que el peso de las últimas semanas se desenmarañase en una larga frase.
—Lo vi la noche de Halloween, en un sueño. Se sentó a la mesa de mi cocina y me contó todo su viaje en kayak. Dijo que estaba bien y que no me preocupase. Se ha convertido en una especie de naturalista, un amigo de los pájaros y los árboles. Y ha vuelto a pintar. Su cielo está lleno de pintura.
Margaret hizo un gesto de asentimiento mientras se servía más vino.
—Yo aún sueño con Ethan. Suele estar en el jardín, es primavera y el manzano está en flor. A veces nos echamos juntos debajo y miramos entre las ramas. Pero en cuanto intento tocarlo, despierto helada.
Se abrió la puerta de la entrada y Judith entró como una exhalación.
—Bien, señoras, he comprado todas las galletas saladas que había en Jackson. —Hizo un gesto hacia sus copas de vino—. Veo que ya habéis empezado la fiesta.
Margaret alzó la botella.
—¿Te apetece una copa?
—No, gracias. Tengo mucho que hacer. Todo lo que has pedido está en el maletero de mi coche. Tengo camareros estudiantes organizando las bebidas. ¿Qué puedo llevarme ahora?
Margaret abrió la nevera y cargó a Judith de bolsas de espárragos tiernos congelados. Judith y Sarah hicieron viajes al coche cargadas con terrinas de crema de cangrejo, de espinaca y agria con limón y eneldo. Margaret les dio cucharones de plata, cuencos de cerámica y dos manteles bordados, planchados y plegados en perchas.
—Es el mejor banquete que hemos tenido en una inauguración. —Judith sonrió mientras Margaret le tendía una rueda de Brie cubierta de almendra—. Deberías pensar en dedicarte al
catering
. Eres mucho mejor que los tipos que suelo contratar, y les pago una fortuna.
Margaret puso una nota en el Brie, con las instrucciones para calentarlo.
—Cocinar es un acto de amor. No lo hago para desconocidos.
Sarah sostuvo la puerta del coche mientras Judith colocaba una última bandeja de gambas en el asiento del copiloto.
—Dile a Margaret que volveré por el resto de la comida dentro de unos veinte minutos. Y, Sarah, tienes que vestirte. Eres nuestra invitada de honor.
Sarah esperó a que el Lexus de Judith desapareciese calle abajo, después volvió a la cocina y limpió su copa en el fregadero.
—¿Necesitas algo más?
Margaret espolvoreaba azúcar glas en los postres; una suave nevada caía del tamiz.
—Estoy bien. Puedes irte.
De vuelta en casa, Sarah entró en la habitación de invitados, donde los espejos aún reposaban en la cama. Acercándose a las colchas, miró en el
collage
de cristal y vio tres ángulos de su cara, los ojos tapados por el cabello. Levantó un espejo estrecho de cuerpo entero y lo apoyó contra la cama. Era la primera vez, desde hacía meses, que examinaba un reflejo completo de su persona, y tuvo la impresión de que había perdido peso. Tenía los pómulos más pronunciados de lo habitual, los hombros, más frágiles. Las comidas se habían vuelto muy irregulares estas últimas semanas. Había días en que no probaba bocado hasta las tres o las cuatro de la tarde, y se conformaba con un plato de sopa y unas tostadas con mantequilla. Otras mañanas se regodeaba en una glotonería indiscriminada y después se asqueaba. Había tantas migas en el sofá que se sentía como si hubiese dejado un rastro para encontrar el camino a casa.
Llevó el espejo a su dormitorio, lo apoyó en la pared y empezó a desvestirse. Llevaba días preocupada por lo que se pondría en la inauguración, recordando a la enviudada Scarlett O'Hara con su vestido rojo. A la sazón, el negro era obligatorio el primer año del luto; luego venían los grises, los malvas, los blancos, los collares confeccionados con dientes de los hombres muertos y los camafeos con cabello de niños. Admiraba el gusto de los Victorianos por lo mórbido y le hubiera gustado rendirles homenaje con un toque de crespón o bombasí. Pero no tenía cofia ni velo, sólo una peineta de marfil con forma de sauce similar a un árbol de su jardín familiar. La sacó del joyero y la llevó al cuarto de baño. Dos dedos de gel para el cabello frotado en las manos fue suficiente para hacerse un moño que sujetó con un par de horquillas chinas. Inclinó la cabeza a la izquierda y colocó la peineta de marfil de manera que el sauce llorase sobre su oreja derecha.
La verdadera cuestión era la ropa. Tenía dos vestidos negros de cóctel que llegaban por encima de la rodilla, bastante apropiados para una viuda. Pero ella no era una viuda, sino una siniestra imitadora. Extendió los vestidos en la cama y retrocedió unos pasos para estudiarlos. Los tirantes muy finos no servían. La falsa viuda necesitaba, como mínimo, un sujetador. El segundo vestido era ceñido, con mangas hasta el codo que colgaban por detrás de los hombros. Con medias negras y tacones parecería más seductora que afligida, pero sus únicas otras alternativas eran vestidos floreados que llegaban hasta los tobillos.
El Mercedes de Nate se detuvo ante su casa mientras se probaba el vestido por encima de los pechos. Se envolvió en una toalla, dio unos golpes en la ventana y le indicó que entrara. La ropa interior de encaje negro combinaba con el vestido, y también el collar de rubíes de cristal y pendientes a juego que caían como gotas de sangre resplandeciente. Alzó los frascos de perfume y dejó que la luz brillase a través del cristal dorado y zafiro. Allure, Obsession, Tender Poison. Se perfumó el cuello, las muñecas y el cabello con Vanity. Entró en el baño y abrió el armarito de pared.
Allí estaban Prozac y Lunesta, esperando su momento. Los apartó y extrajo una caja plateada que llevaba casi un año sin tocar. La dejó en el tablero, alzó la tapa y empezó a rebuscar entre el rímel, lápices de ojos y pintalabios viejos. Un matiz de «resplandor ahumado» le pareció adecuado para sus mejillas, así como una capa de «bruma caoba» en los párpados. Resaltó la frente con un sutil toque de dorado y utilizó un lápiz escarlata para el contorno de los labios, que coloreó con Beaujolais Nouveau.
De nuevo en la habitación, buscó en los cajones hasta encontrar un bolso de terciopelo negro. Unos pañuelos de papel, un peine, cuarenta dólares y cerró el broche dorado del bolso. Se miró en el espejo, se frotó las mejillas con las palmas de las manos y suspiró. No se podía hacer más.
Nate esperaba en el sofá, concentrado en un libro ilustrado de pinturas de Kandinsky. Llevaba un jersey de canalé blanco de cuello alto y una americana oscura informal, lo que le confería el aspecto de un elegante capitán de barco.
—Ah del barco —dijo Sarah al entrar en la sala.
—Vaya, estás fantástica. —Nate cerró el libro y se puso en pie. Metió la mano en la chaqueta—. Tengo algo para ti.
Los dedos se abrieron, mostrando un capullo de rosa roja con una punta de helecho.
—Qué bonito. —Sarah rio mientras se prendía la rosa en el pecho—. Me siento como si fuera a un baile.
Nate cogió el abrigo de Sarah del armario y lo sostuvo mientras ella pasaba los brazos. Luego abrió la puerta e inclinó la cabeza.
—Después de ti.
Llegaron a la galería con quince minutos de retraso y ya la encontraron a rebosar; una oleada de ruido los recibió cuando abrieron la puerta. Sarah no había estado cerca de una multitud desde el día del funeral y la presencia de tantos cuerpos en un único espacio se le antojó antinatural, pero la retirada no era posible. Las cabezas se habían vuelto; los amigos se acercaban.
El primero en alcanzarla fue el catedrático de inglés, un hombre mayor que le tomó la mano entre sus dos cálidas palmas.
—Querida mía, es una exposición preciosa. Una maravilla.
Después llegaron un par de enfermeras entusiasmadas con los cuadros, que insistieron en cuánto echaban de menos a David. Tras ellas Sarah vio a los Foster, los Warren, los Dove, Carver y su hijita y la socióloga pelirroja del grupo de viudas de Margaret.
Cuando Nate le retiró el abrigo de los hombros, Sarah se sintió completamente expuesta. Su vestido era demasiado corto, los tacones, demasiado altos, su cuello, demasiado pálido y desnudo. Pero Judith, gracias a Dios, apareció entre la multitud con una blusa transparente que dejaba entrever un sujetador de encaje negro y unos pechos pecosos.
—¡Menuda entrada espectacular! Habéis iluminado la sala.
Mientras Nate se dirigía al guardarropa, Judith tomó a Sarah del brazo:
—La asistencia es increíble, y les encanta la obra.
Sarah echó un vistazo a la sala. Éstas eran las personas del funeral, cuyos repetitivos pésames la habían llenado de desprecio. Entonces había estado sumida en el aislamiento del luto y no quería más que estar en la cama, con su gato y una botella descomunal de Chardonnay. Pero ahora sentía consuelo en este regreso de los fieles. La fricción eléctrica de tanta seda y cachemir destilaba la extraña impresión de que la vida continuaba.
Sarah inclinó la cabeza.
—¿Eso es Bach?
Judith la tomó del codo.
—Ésta es mi sorpresa, ven a ver.
Junto a la ventana en el saledizo que daba al jardín, Judith había dispuesto un dúo de flauta y guitarra. Sarah reconoció a la guitarrista: era la estudiante que había cuidado de su casa el verano anterior. La chica sonrió y saludó con un gesto antes de concentrarse en sus dedos, que golpeaban los trastes como acompañamiento de percusión.
—El mérito es de Margaret —explicó Judith—. Me dijo que habías tocado la flauta en tus años de universidad y que a ti y a David siempre os había gustado la música clásica.
Sarah asintió mientras escuchaba el aliento que revoloteaba sobre la melodía del flautista.
—¿Os traigo algo para beber? —Nate había vuelto a su lado.
Judith le tendió su copa.
—Otro vino blanco para mí.
Nate sonrió a Sarah:
—¿Vodka con tónica y lima?
—¿Cómo lo sabías?
—Diecisiete años de reuniones familiares. —Nate desapareció entre la multitud.
—El presidente Wilson está aquí con su esposa. —Judith alejó a Sarah de la música—. Tienes que hablar con él. Está pensando comprar algo para el vestíbulo de Cabot Hall.
Un hombre alto de cabello gris estaba de pie en un rincón, rodeado por un pequeño grupo de profesores. A su lado había una mujer ataviada con un vestido rojo de botones dorados, perfecto para un té republicano. Dos chicas estudiantes con corbatas negras ofrecían tentempiés en bandejas de plata y la mujer de los botones dorados se deshacía en elogios con una gamba al coco. Se volvió cuando Sarah y Judith se acercaron.
—Oh, Sarah. —Extendió una mano cargada de anillos—. Es un homenaje encantador. Echamos tanto en falta a David…
Sarah se preguntó si Myra Wilson era capaz de recordar la cara de David; la única ocasión en que le había hablado era en busca de consejo por su sinovitis del codo. Entretanto, Jim Wilson estaba quince centímetros por encima de su esposa; su postura permanentemente rígida debía de ser una exigencia del trabajo.