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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (17 page)

BOOK: Sé que estás allí
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Capítulo 20

Al cabo de dos horas, Sarah despertó sola en una habitación vacía. Se apoyó en el cabezal con un estremecimiento y se arropó los hombros con la manta. Su mente tardó varios minutos en reconstruir la situación: cómo había huido de Nate y había venido aquí en busca de su marido y para recuperar su sensación de equilibrio. Mientras pensaba en las manos, los ojos y el cabello de David, de la cocina le llegó el aroma a beicon y él apareció en el umbral con una taza de té.

—El desayuno está casi listo. ¿Cómo quieres los huevos?

—Hechos por los dos lados.

Él se acercó y Sarah aceptó la taza que le ofrecía, dejando que el vapor ascendiese por su palma.

—Me alegra que hayas venido —dijo David.

—Tenía que contarte lo de la inauguración. Fue todo un éxito.

Sarah describió las luces y la flauta y las flores, la blusa de Judith y la
bruschetta
de Margaret, y el talante poético del rector Wilson.

—Todo está vendido. Y era evidente que no compraban por educación; estaban realmente impresionados con tu obra. —Tomó un sorbo de té—. Jim Wilson compró el cuadro más grande, el paisaje invernal que pintaste hace cinco años. Lo va a colgar en el vestíbulo de Cabot Hall. David sonrió.

—Ven y cuéntamelo todo. Tengo algo al fuego.

Cuando él se hubo marchado, Sarah abrió el cajón del tocador y rebuscó entre las ropas viejas que dejaba allí para sus visitas ocasionales los fines de semana: algunas camisetas,
shorts
cortados, un par de vaqueros y una sudadera extra–larga que se pasó por la cabeza.

—¿Tienes más ropa? —preguntó Sarah cuando entró en la estancia principal.

David negó con la cabeza.

—Hace siete días que llevo esta camisa. Suelo lavar la ropa en el lavabo y tenderla fuera, pero ahora hace demasiado frío para que se seque deprisa.

—Tendré que traerte algunas cosas.

A Sarah le sorprendieron sus propias palabras. ¿Era la culpabilidad o el amor lo que inspiraba esta generosidad?

David llevó a la mesa platos de beicon y tostadas; luego observó a Sarah, que hundía el cuchillo en un pedazo de mantequilla.

—Cuéntame más de anoche.

—Margaret montó una bandeja de plata de cuatro pisos para los postres. La llenó de pastelillos de limón, mostachones y tartaletas de lima, y arriba había un ramo de azucenas que colgaban en zarcillos, de manera que parecía un gigantesco pastel de bodas.

David volvió a los fogones y regresó con la sartén en una mano y una espumadera con un huevo en la otra. Sarah señaló su tostada con mantequilla con la punta del cuchillo y él deslizó el huevo encima.

—Todos decían cuánto te echaban de menos y que eras un médico magnífico. Y escucha la gran noticia. —Hizo una pausa para dar más efecto—: Judith va a exhibir algunas de tus obras en su galería de Washington.

Vio que David se quedaba boquiabierto. Devolvió la sartén al fogón, luego cruzó la habitación hasta la pared donde tenía el caballete y levantó un óleo apoyado en la ventana.

—Deberías enseñarle éste.

Una garza gris vadeaba el río, rodeada de juncos y achicorias. Un negro ribete egipcio resaltaba la comisura del ojo y las plumas mojadas del pecho colgaban como púas de puercoespín.

Sarah lo examinó con escepticismo.

—Supongo que puedo decirle a Judith que encontré más cuadros en el desván.

—Sí. —David observó el cuadro que sostenía en los brazos—. Creo que encontrarás muchas cosas en el desván a lo largo de los próximos meses.

Apoyó el lienzo en el sofá y se reunió con ella en la mesa.

—Así que me han ascendido a primera división. —Dio un bocado a su tostada—. Nunca habría pasado si supieran que estaba vivo.

—Eso no lo sabes. Judith no se lleva cuadros a Washington por compasión. A nadie en DC le importa si estás vivo o muerto.

Las palabras fueron más duras de lo que Sarah pretendía, pero David simplemente asintió.

—Hace un día precioso, tendríamos que dar un paseo. ¿Puedes quedarte?

Sarah pensó en su casa. Ahora Nate se estaría levantando, la buscaría, leería la nota. Seguramente se comería un
bagel
, se daría una ducha, encendería el televisor. Tal vez se acomodara en el sofá y decidiese esperarla. —Sí —respondió—, puedo quedarme.

Veinte minutos después, cuando salían de la cabaña, David extrajo el hacha de mango largo del montón de leña que había junto al hogar. Había estado clavada como un sujetalibros entre los bloques de madera, y ahora su curva de pino pulido reposó en el hombro de David.

—Pareces Paul Bunyan, el leñador de leyenda.

—Nos será útil.

Los últimos grillos de la estación los acompañaron saltando de hoja en hoja mientras bajaban por el jardín. Sarah pasó los dedos por la hierba.

—¿No piensas cortar esto?

—Se supone que debe parecer que nadie vive aquí y, por cómo viaja el sonido, me temo que un cortacésped llamaría la atención. Pero podrías hacerlo tú, cualquier día que vengas.

—Sí, supongo que podría.

David se detuvo junto a un pequeño árbol, de poco más de un metro de altura, con un tronco no más ancho que la muñeca de Sarah.

—¿Te acuerdas del tulipero que planté hace unos años?

—Lo compraste porque a Jefferson le gustaban. Los vimos en Monticello.

—En efecto. ¿Y sabes por qué no crecía? —David señaló unos arañazos en la base del tronco—. Si te fijas, verás que una marmota ha estado mordiendo la corteza.

Sarah se arrodilló para tocar las marcas.

—En Monticello envolvían los semilleros con alambrera.

—Exacto. Es evidente, pero nunca me había fijado. Eso es algo que sólo ves cuando vives más despacio.

Sarah pasó los dedos por la corteza, pensando que su propia vida ya iba bastante lenta. Le gustaba este árbol esmirriado con ramitas que ascendían a un cielo vasto e inalcanzable. Lo que necesitaba era acelerar. Dar un estirón, en la madurez. Con sol, agua y el cuidado de unas manos cariñosas.

Sarah se puso en pie y miró el río.

—Hay que arreglar el embarcadero.

David asintió.

—Necesito unos tablones de cinco por diez.

—Necesitas un coche.

—No. No quiero un coche. Aún no.

Los arbustos de la orilla se movieron y una bandada de grandes aves correteó colina arriba, hacia el bosque. Parecían diminutos faisanes grises de cuello raquítico, que se inclinaban hacia delante en ángulo pronunciado, con las alas pegadas a los costados.

—Estos bosques están llenos de pavos salvajes —explicó David mientras la última de las aves desaparecía entre la maleza. Dio media vuelta y se dirigió al límite del claro, donde la alta hierba se encontraba con una línea de árboles—. Sigamos el río.

Se volvió a mirar a Sarah, ladeó la cabeza a modo de invitación y luego se internó en la oscuridad.

Qué extraño, pensó Sarah, cómo se había desvanecido por completo, como si sólo existiera cuando sus ojos podían percibirlo. Se dirigió a la línea de árboles, donde una rama caída delimitaba la frontera entre la luz y las sombras. Diez metros por delante, una sombra pasó por detrás de unas rocas altas, pero ella dudó si debía seguirla. Sus recelos eran indefinibles; en parte, era el bosque con su aura amenazante —zorros, serpientes y muertos con hachas afiladas—; pero, más que eso, intuía que no debía seguir a David para siempre.

Lo había seguido durante diecisiete años, de Nueva York a Jackson, y ahora en esta nueva existencia nebulosa en la cabaña. Y no le parecía bien, estar siempre a la sombra de un hombre. ¿Cuándo, si no a los cuarenta, iba a ser independiente, dejar que David partiera a su propia aventura mientras ella emprendía un viaje igual de transformador?

—Ven —dijo la voz de David desde la oscuridad, y ella apartó una rama y se internó en la penumbra. David seguía el río corriente abajo, deteniéndose de vez en cuando para abrirse camino a hachazos entre las zarzas y las telarañas. Sarah lo alcanzó en un remolino tranquilo donde un zanate cobrizo se había detenido a bañarse; se mojaba la cabeza en las frías aguas y agitaba las plumas para secarlas. Por encima de ellos, un gavilán colirrojo montaba guardia en un roble.

—Hermosas aves —dijo Sarah.

—Son mi mejor compañía. Sigamos. Quiero enseñarte algo.

David iba delante a paso ligero, el hacha brillando como un péndulo en su hombro. En una ocasión, ella le gritó que aminorase el paso, pero él continuó sin detenerse hasta llegar a un claro soleado donde el río se bifurcaba brevemente en dos ramales, uno ancho y otro más estrecho.

—Descansaremos aquí.

La condujo a un bosquecillo de árboles jóvenes próximo a la orilla y señaló unas puntas afiladas que se alzaban medio metro del suelo. Formaban la avanzadilla de una aldea liliputiense, estacas reducidas a puntas de lápiz para empalar las cabezas de diminutos enemigos.

—¿Castores?

—Sí.

David señaló río abajo, a una montaña de palos, hojas y barro que bien podía confundirse con los despojos de la riada. Se agachó y le indicó que hiciera lo mismo. Cuando ella musitó una pregunta, él replicó llevándose un dedo a los labios.

Por encima de sus cabezas, decenas de estorninos alzaron el vuelo desde un sicómoro. Se movían como una nube de langostas, zigzagueando de árbol en árbol hacia el sur. Sarah observó sus virajes hasta que desaparecieron y luego se volvió al agua, donde la nariz de un castor temblaba justo por encima de la superficie. Dibujó un círculo y se sumergió, lo que le trajo a la memoria los últimos submarinistas que había visto en el río. Pasó otro minuto y el castor emergió de nuevo y se deslizó sobre una roca, erguido y resplandeciente. Sarah contempló el matiz anaranjado de los dientes del animal, sus diminutas zarpas humildemente curvadas, la atención que prestaba a una amiga que se acercaba flotando silenciosamente. El castor de la roca se deslizó de nuevo al agua en pos de su compañera, luego se sumergió.

—Al anochecer sale toda la familia —explicó David—. Al menos he visto a cinco.

Permanecieron arrodillados unos minutos, contemplando la superficie intacta del agua, hasta que David se puso en pie para señalar unas rocas río abajo, donde la ribera se alzaba en una pared de más de quince metros.

—Me gustaría subir ahí y enseñarte la vista.

Sarah evaluó los salientes de la roca y los finos pinos en diagonal. Típico de David, desafiarla de aquel modo. No le bastaba un fácil paseo, no se contentaba con seguir el curso del río y saltar de piedra en piedra. David siempre quería subir cimas más altas e insistir en que lo siguiera, cuando ella hubiera sido feliz caminando kilómetros junto al agua.

Suspiró, mientras sopesaba el recortado acantilado.

—No te prometo nada.

El ascenso inicial fue fácil, pues la cresta ascendía en una retorcida escalera de caliza. Pero a medida que el acantilado se empinó, los guijarros empezaron a resbalar bajo las zapatillas de tenis y Sarah se detuvo, alzando los brazos a la roca en señal de rendición. Inclinó la oreja izquierda hacia el acantilado, como si escuchase el pulso de la montaña; luego miró hacia abajo, calculando una caída de nueve metros.

Observó el saliente de arriba, tras el cual David ya había desaparecido.

—¿David? —gritó, pero él no apareció—. ¡David! Ni rastro de él.

La había abandonado, el muy cabrón. Probablemente la había atraído hasta allí con el propósito de que se despeñase. Eso es lo que siempre quieren los muertos: compañía. Y qué sencillo sería, dejarse caer por esas rocas, echarse hacia atrás y que la gravedad siguiera su curso. A fin de cuentas, una mujer no debe sobrevivir a su marido. Una viuda era, según criterios históricos, una abominación. Sarah cerró los ojos y pensó en la Julieta de Shakespeare con la daga ensangrentada, las viudas japonesas y romanas dejándose caer sobre las espadas de sus maridos y todas las pobres viudas de la India, quemadas vivas en las piras funerarias de sus esposos.

Pero ella no era del tipo que se sacrificaba. Alzó un pie y lo apoyó en el tronco de un pino joven. Era una licenciada de Barnard, por Dios. Extendió el brazo hacia el saliente más próximo y luego otro, y otro. A apenas un metro de la cima, se detuvo a recobrar el aliento y sólo entonces reapareció David.

—¿Necesitas ayuda?

—No. Puedo yo sola. —Se encaramó al saliente, se sacó el polvo de los pantalones y se incorporó—. Continúa.

Siguió a David hasta la cima, donde una roca plana ofrecía una vista despejada en todas direcciones. De pie a su lado, Sarah vio los bosques que subían y bajaban por las estribaciones mientras el río aparecía y desaparecía formando hilos plateados.

—Es una vista asombrosa —reconoció Sarah.

—Lo abarca todo. —David abrió los brazos y se volvió muy despacio hacia el norte, noreste—. Mira allí.

Señaló dos torres de piedra reducidas a la altura de unos palillos, que se alzaban del agua como chimeneas de una ruina carbonizada. Sarah reconoció las compuertas del canal.

—Ahí es donde volqué.

Sarah miró fijamente aquel punto e imaginó la cara de David emergiendo del lecho del río:
perlas son ahora sus ojos
.

—Me cambió —añadió, y Sarah asintió con la cabeza.

Todo él en mar se ha transformado.

Y es todo hermoso, y es todo extraño.

Un disparo atravesó el silencio. Se agacharon instintivamente, mientras reverberaba en el aire.

—Temporada del ciervo —dijo David. Se oyó otro disparo al norte y ambos saltaron de la roca.

Sarah echó a andar río arriba.

—Será mejor que volvamos antes de que alguien nos mate.

En el camino de regreso, hablaron deliberadamente en voz alta e hicieron tanto ruido con sus pisadas, que las ardillas subieron corriendo a las copas de los árboles. Sarah recogió astillas para el fuego mientras David cortaba una gran rama caída que colgaba de un arce. La arrastró por el bosque, abriéndose camino a hachazos siempre que el sendero se estrechaba. Cuando llegaron a la cabaña, se detuvo ante un ancho tocón de roble, lo que quedaba de un hermoso árbol abatido por un rayo años atrás. Arrastró la rama hasta el tajo, retiró las hojas y las ramitas y empezó a cortar la madera en secciones de treinta centímetros. Entretanto, Sarah entró, se echó en el sofá y se concentró en los primeros capítulos de
Guerra y paz
.

A las cuatro y media, cuando el sol se había sumergido detrás de los árboles, Sarah supo que se quedaría a pasar la noche. Su propia casa la seguía intimidando y el gran fuego que David había encendido caldeaba la cabaña. Ella preparó una cena temprana. Abrió una lata de alubias y un tarro de compota de manzana. Un poco de carne picada de la nevera bastó para preparar tres hamburguesas que frió en la sartén. Cortó un pedacito para comprobar si estaban hechas y escupió en el fregadero.

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