Pero no había miseria en la calle de las residencias universitarias, donde las verjas blancas resplandecían como dentaduras bien cuidadas. La residencia Phi Kappa Epsilon tenía escaleras simétricas que se curvaban en vastos paréntesis y acababan en una amplia veranda. Sarah arrastró los dedos por la barandilla hasta llegar a la doble puerta de la entrada: doce paneles de roble macizo y una media luna brillando en el dintel. Alzó la aldaba de metal y la dejó caer una vez, lo bastante para convocar a la supervisora de la residencia, una mujer de unos sesenta años con una falda plisada de tenis a juego con las arrugadas mejillas. Sarah explicó que había venido a ver a un estudiante de último curso que iba a ayudarla en la campaña de recogida de alimentos. La mujer le señaló la sala.
—Siéntese en la salita mientras lo compruebo arriba.
La «salita» era una habitación de diez metros de largo con techos altos, suelos de madera y una inmensa alfombra oriental. Su intrincado trenzado de rojos y azules parecía perfecto para esconder décadas de barro, cerveza y vómito pero los muebles eran menos piadosos y mostraban manchas en la tapicería de
chintz
y muescas en las sillas de nogal. Tanta riqueza descuidada… Unos muebles de plástico de jardín habrían sido más apropiados.
Se recordó estando en una habitación así diecisiete años antes, cuando ella y David eran novios. Habían ido a visitar a Nate en su último año de universidad y asistir a la fiesta de Halloween que celebraba su fraternidad. David se había disfrazado de Frankenstein y ella era su terrible novia (una parodia de los muertos vivientes, ya por aquel entonces); llevaba un cardado extravagante sobre el cráneo, como un gigantesco estropajo metálico. Ambos habían ido de habitación en habitación en busca del guapísimo hermano; lo habían encontrado en una sala como ésta, con alfombras persas, cristaleras y sofás de cuero con arrugas blancas.
Nate era un joven conde Drácula con círculos negros alrededor de los ojos azules. Estaba repantigado en un sofá y acercaba la boca al cuello de cualquier chica que se pusiera a su alcance, y todas se ponían como víctimas serviciales, como si Nate fuese un obispo ofreciendo la Comunión. Marcaba todas las gargantas con un gel viscoso que le salía de la punta de los colmillos.
Sólo el cuello de Sarah permaneció intacto porque, cuando vio a su hermano, Nate se sacó los colmillos y se levantó con una sonrisa benévola.
—¿No me quieres chupar la sangre? —le había preguntado ella cuando Nate le dio la mano.
Aún recordaba su respuesta:
—En otra ocasión.
Sarah se volvió al oír un ruido en el vestíbulo. La supervisora había regresado, seguida de un muchacho larguirucho con pantalones militares arrugados y cabello que asomaba en todas direcciones.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Sarah.
—Éste es Zack —respondió la mujer—. Le será de gran ayuda.
Destinó esta última frase al estudiante que bostezaba con una caja repleta de botes en los brazos.
Fuera, mientras bajaban la escalera curva, Sarah admiró la elasticidad de las piernas de Zack y la facilidad con que deslizó la caja al fondo de la furgoneta. Cuando se volvió para mirarla, Sarah se ruborizó.
—Agradezco tu ayuda.
Zack se encogió de hombros con un solo hombro, y se apartó el cabello de la cara.
—Nuestra residencia está a prueba. Todos tenemos que hacer cinco horas de servicios a la comunidad antes de poder celebrar otra fiesta.
—Comprendo. Eres un dechado de altruismo.
Recorrieron juntos la calle de las residencias universitarias, de puerta en puerta y por aceras apenas protegidas por unos árboles esqueléticos. Casi todas las casas eran estructuras de cemento con columnas blancas y porches cubiertos. Fachadas respetables, pensó Sarah, para paraísos de depravación. Con frecuencia, al entrar en las residencias encontraban una caja vacía esperando en el vestíbulo, donde Sarah la había depositado tres semanas antes. Entonces Zack era especialmente útil: acorralaba a cualquiera que encontraba repantigado ante el televisor.
—¡Eh! —Agitaba la caja vacía como si fuera un manifiesto de cartón—. ¡Gilipollas, no habéis dejado comida para los pobres! ¡Moved el puto culo y buscad algo en la cocina!
Y cuando un muchacho azorado regresaba con unas latas:
—¡No les deis mierda! ¡Nadie quiere comerse eso!
—Tienes estilo —dijo Sarah, lo que hizo sonreír a Zack.
En la residencia Sigma Nu, mientras Zack acorralaba a unos alumnos de primero, Sarah se quedó en un rincón mirando por la ventana. La noche de Halloween, Nate había bailado en un espacio como éste: un suelo de madera, un ventanal, altavoces de un metro de altura. Ella había esperado que gravitase hacia las chicas más guapas, que se reservara para compañeras que remedasen su perfección. Pero no, Nate bailó con una payasa de cabello rosa cuya cintura era el doble de la suya. Bailó con hadas, bailó con fantasmas, bailó con una Elvira de labios rojos y medias de red. Muchachas de tez oscura, de tez pálida, pecosas y con colorete. Nate, totalmente universal en sus gustos, se inclinó ante un trío de brujas que lo rodearon con las varitas en alto.
Pero nunca bailó con Sarah. Y ahora, mientras ella miraba las hojas que aplastaban los coches al pasar, recordó cómo se había sentido ese distante Halloween, cómo había querido que Nate cruzase la habitación y tendiera la mano para llevarla a la pista de baile con las puntas de sus largas uñas de plástico. De algún modo, la presencia de David siempre la había hecho intocable. Había esperado diecisiete años para bailar con Nate.
—¿Estás lista?
Zack estaba en el umbral, con una torre de paquetes de pasta.
Visitaron juntos las residencias femeninas, los edificios administrativos y los despachos académicos. Llenaron tanto la furgoneta que se hundió al nivel de un coche de chasis bajo. Luego condujeron hasta el sótano de la iglesia católica local, donde unas puertas dobles de color rojo daban paso a un almacén de alimentos, miles de latas apiladas en una hilera tras otra. Había estantes de concentrado de tomate, estantes de alubias verdes, estantes de guisantes, de maíz, de remolacha. Un completo sistema decimal Dewey de hortalizas, con una sección de referencias de cereales.
Aquí estaba el contrapunto práctico al mundo de las bibliotecas que Sarah había ocupado desde el instituto. Sonrió ante la expresión de asombro de Zack y señaló a una mujer de cabello cano que aguardaba en lo alto de una escalerilla.
—Molly era bibliotecaria en un colegio antes de jubilarse.
Zack hizo un gesto de asentimiento.
—Mola.
La mujer los examinó a través de sus gafas de media luna.
—Hola, Sarah. Veamos qué me has traído.
Fuera, cuando abrían las puertas de la furgoneta, un lujoso Lincoln blanco aparcó delante de ellos y un hombre calvo de unos cincuenta años se apeó del asiento del conductor. Abrió la puerta del pasajero y ayudó a salir a una anciana vestida con abrigo morado y sombrero rojo de lentejuelas. Sarah reconoció a Adele, del grupo de viudas de Margaret.
—Estás preciosa —dijo Molly mientras Adele se alisaba el abrigo.
—Hoy me reúno con las señoras de la Sociedad del Sombrero Rojo —explicó Adele.
Su chófer abrió el maletero. Contenía cajas de cartón repletas de tarros de conservas, cada uno coronado por un paño de cuadros verdes y una cinta roja.
—Éste es para ti. —Adele le dio un tarro a Molly.
—Adele hace la mejor mermelada de fresa —dijo Molly.
—Este año es de frambuesa. Soy una caja de sorpresas.
—Adele guiñó el ojo a Sarah y le dio un tarro. Después señaló al conductor: —Es mi sobrino Fred. Ésta es Molly, y ésta es Sarah.
Fred se tocó el gorro, cargó dos cajas del maletero y las llevó dentro.
Adele tomó a Sarah del codo:
—Acompáñame, querida. Debemos dejar la carga y descarga a los hombres.
En la habitación trasera, revestida de madera e iluminada con fluorescentes, ciento veinte cenas de Acción de Gracias metidas en cajas de cartón esperaban en hileras de mesas plegables. Sarah examinó las pechugas de pavo envasadas y los rígidos cilindros de salsa de arándanos, botes de boniatos de marca blanca y cartones de veinte centavos de macarrones y queso. Fred dejó las cajas con la mermelada en una mesa junto a la pared. Y Adele empezó a sacar los tarros uno a uno, introduciéndolos cuidadosamente en cada cena.
Sarah se entretuvo admirando la etiqueta caligrafiada de un tarro.
—¿Has hecho todo esto tú sola?
—Oh, no. —Adele reprimió una risita—. Somos seis. Vamos a recoger las frambuesas juntas, con muchos nietos que nos ayudan, y jugamos al bridge mientras hervimos la mermelada.
—¿Hacéis esto cada Acción de Gracias?
Adele asintió.
—Nos gusta que las cenas tengan un toque personal. Las judías verdes de bote pueden ser muy deprimentes.
Sarah introdujo un tarro entre los cartones que contenían el relleno.
—He pensado que debería hacer más trabajos de voluntaria. Salir más de casa, y de mis pensamientos.
Adele sostuvo un tarro a contraluz y enderezó el paño de cuadros.
—Tardé cuatro meses, tras la muerte de Edward: salir de casa, volver a la ciudad. Y es importante. De lo contrario, te quedas aferrada al pasado. —Sonrió a Sarah—. Deberías venir aquí por Navidad. Preparamos comidas para tres celebraciones y necesitamos muchos conductores. Yo no conduzco. —Señaló a Fred, que entraba con otra caja—. Tengo la vista demasiado borrosa.
Cuando Fred se hubo marchado, Adele posó sus dedos artríticos, resplandecientes de anillos, en la mano de Sarah.
—¿Has visto a tu marido últimamente?
Sarah se esperaba la pregunta.
—Lo vi en Halloween… Apareció en casa y hablamos largo rato… Y supongo que lo veré mañana, día de Acción de Gracias.
—Oh, sí. —Adele sonrió—. Siempre vienen en las fiestas. Mi Edward hace una aparición anual por Navidad. El año pasado apenas lo llegué a ver, andando por el pasillo. Pero por lo general se para a charlar, y puedo ver las costuras del uniforme y la expresión de sus ojos.
Sarah contempló las pupilas turbias de Adele.
—¿Nunca crees que es un sueño?
—Claro. A mi edad, todo es posible. Pero también lo vi cuando yo era más joven. Aparecía siempre que me sentía muy desesperada. Tuvimos un hijo que murió en Vietnam, ¿sabes?
Sarah negó con la cabeza.
—No lo sabía.
—Tengo una hija en Charlotte y un hijo en Richmond. Cinco nietos y un bisnieto. Pero nuestro hijo menor murió en Vietnam en 1969 y en una ocasión, cuando estaba desconsolada, sentada en la cocina, sentí que Edward estaba detrás de mí. Me envolvió en sus brazos como este gran collar. —Adele se llevó los torcidos dedos a la garganta—. He leído que es más probable que una persona sienta la presencia de espíritus cuando está emocionalmente vulnerable. Y así fue para mí. No lo vi ese día, pero sentí el peso de sus brazos y fue como si me diese calor por todo el cuerpo. Me tranquilizó.
Se quedó inmóvil, con las manos suspendidas en el cuello; como si se estuviese estrangulando, pensó Sarah. Menudo par, dos viudas solitarias alimentando sus extravagancias privadas.
—Aún me siento totalmente confusa —murmuró Sarah.
—Acabas de enviudar, querida. —Adele le dio unas palmaditas en la mano—. Dale tiempo.
El día siguiente, Sarah preparó sus propias donaciones, ropa, libros y música para su necesitado marido. Había reservado ocho cajas de cartón cuando organizó la campaña de recogida, para llevarse la mayor parte de las pertenencias de David a la beneficencia. Ahora las cajas estaban sobre su cama como un nido de polluelos boquiabiertos.
En el vestidor de David, hizo caso omiso de los pantalones y las americanas, las camisas de hilo y las corbatas de seda, todos los pertrechos de su carrera médica. Lo que necesitaba ahora eran camisas de franela, vaqueros y ropa interior de abrigo. Gran parte del vestuario de invierno de David era un homenaje a la tienda L.L. Bean: jerséis de Polartec, chalecos de forro polar, un anorak tratado con teflón. En el fondo del vestidor encontró una parka amarilla de Gore-Tex con pantalones amarillos a juego. Ella se había estremecido al ver ese conjunto, que Helen había enviado como regalo de Navidad; le había parecido la versión gigantesca de un chubasquero con patitos para niño. Pero ahora el color se le antojó un escudo perfecto contra los cazadores. Lo metió en una caja vacía, luego añadió todos los recuerdos de lana de la juventud de David: calcetines, gorras y bufandas, algunas tejidas a mano por su madre. Lamentó que Nate se hubiera llevado el suéter escocés preferido de David, pero lo compensó con un voluminoso jersey nepalés, grueso como una piel de búfalo.
Abajo, en el sótano, empaquetó el material pictórico de David: pinturas, tiza, carbón y una inmensidad de pinceles. Encontró unos lienzos en blanco grapados a sus bastidores; los envolvió en las sudaderas de David y los trasladó a la ranchera. Finalmente, rebuscó entre las herramientas del garaje.
La sierra mecánica sería la primera en irse; ella nunca se atrevería a usarla. La siguió el cortacésped, que le dejaría en préstamo durante unas semanas. En cuanto a la grapadora industrial, tardó unos segundos en decidirse, antes de colocarla junto al soplete. Llenó media caja con llaves inglesas, martillos, tornillos y clavos, papel de lija y masilla. Una indirecta no muy sutil de que la cabaña necesitaba unos arreglos.
Arriba, se detuvo ante los estantes de la sala y planificó una lista de lecturas para el largo invierno de David. La estancia de Dante en el infierno parecía adecuada para un hombre muerto; Thoreau, Ammons y Dickey eran buenos compañeros para el bosque; Thurber iluminaría una oscura noche de invierno y Ruth Rendell siempre era bienvenida. Coronó la montaña de libros con los
Poemas completos de Robert Frost
, antes de volverse hacia el estéreo.
Sarah eligió los CD como si organizase una cata de vinos: unas gotas de fusión, un toque de blues, un dejo de Osear Peterson. Siguiendo el tema de la naturaleza, eligió la
Pastoral
de Beethoven, Las
Cuatro estaciones
de Vivaldi y la
Primavera apalache
de Copland. Los metió en una caja junto con un reproductor portátil de compactos y se lo llevó todo al coche, felicitándose por su ingenio temático. Pero cuando se detuvo ante la puerta abierta del maletero a admirar las cajas de libros y música, comprendió que no había hecho más que reunir sus propios favoritos. Eso no era una ofrenda a los muertos, sino una colección para pasar su propia estación oscura, sin pensar en David más que de forma tangencial.