Sé que estás allí (23 page)

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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

BOOK: Sé que estás allí
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—Qué cerca —murmuró Sarah—. La única vez que vine con David, nos sentamos en las butacas baratas.

La mención del nombre de David abrió un silencio entre ellos, y Sarah abrió el programan en busca de algo que decir.

—¡Oh, mira! Colleen Britain es la soprano.

—Magnífico. Un placer para la vista, además de para el oído.

—Tiene la voz perfecta para esto. Melodiosa, clara y joven.

—Bien. Aborrezco escuchar a sopranos corpulentas que ya han pasado de los cuarenta cantando versos de vírgenes adolescentes.

El concierto empezó con unos pocos preludios orquestales del siglo XX. A continuación, entre roces de telas y pasos, entró el coro a derecha e izquierda; un coro de jóvenes en el centro, contraltos y tenores a los lados, sopranos y bajos arriba. Los aplausos señalaron la entrada de los solistas. Primero apareció Colleen, que se deslizó por el escenario vestida de terciopelo púrpura que resplandecía en contraste con su piel color café. La siguieron una contralto con un vestido dorado hasta los tobillos y un tenor y un bajo con modestos esmóquines. Todos sonrieron y se inclinaron. Permanecieron de pie ante sus sillas mientras el joven director subía al escenario, los brazos extendidos hacia los músicos. Se volvió al público, se inclinó de modo que el largo cabello negro le rozó las mejillas. Se incorporó con brusquedad y subió al escenario, mientras el coro abría sus partituras y los solistas tomaban asiento.

El director levantó la batuta y a la izquierda del escenario, en una imagen refleja, el timbalero alzó la baqueta a igual altura. Siguió un momento de silencio exquisito, ambos brazos inmóviles, y después la batuta y la baqueta cayeron al mismo tiempo, el grave golpe del timbal sonó cuando la batuta del director llegó al punto más bajo, y al subir el brazo todo el coro y la orquesta estallaron en un coro
fortissimo
:

O Fortuna velut Luna statu variabilis

Mantuvieron la última nota mientras el director se mantenía con ambos brazos alzados, agitando las manos, hasta que el sonido cesó tan bruscamente como había empezado. Los metales y la percusión callaron, la sala todavía vibrando de la impresión, mientras el coro y las cuerdas iniciaban un susurrante
pianissimo
. Murmuraron sobre la crueldad del destino, la rueda de la fortuna, cómo la felicidad se tronca en tristeza mientras la luna crece y mengua. Los fagots y los chelos mantuvieron un pulso bajo, dejando que los violines avanzaran en agitado
pizzicato
, y el tercer verso de la música brotó de nuevo, con un gong retumbando en cada compás.

Mientras el coro sostenía la última nota, se produjo un breve frenesí orquestal, un estruendo de címbalos, un redoble de timbales y las trompetas iniciaron un
staccato
que aterrizó en una larga exhalación, interrumpida por el golpe de batuta del director.

Ésa fue la primera canción. Quedaban veintidós más. Sarah se asentó en un marco medieval, imaginó una época de caballeros y damas vagando por oscuros castillos.

Un barítono cantó con voz de muchacho
Omnia sol temperat
y ella abrió su programa de notas: «
El sol todo lo templa /puro y sutil… el alma del hombre / se entrega al amor
». Ahora el coro se hizo eco: «
De ánimo miserable es aquel que no vive / ni goza / bajo la protección del verano
», y pronto la música empezó a bailar, mientras el idioma cambiaba del latín al alemán: «
Wol dir Werlt / daz du bist I Also freudenriche!
». Doscientos cantantes saludaron al jubiloso mundo, entregándose a todos sus placeres, con Sarah lista para unirse a ellos. Pero primero escuchó la triste advertencia desesperada del barítono:

Ávido de placeres

Más que de la salvación

A la carne me abrazo

Y del alma me olvido.

La primera parte termina en una taberna, donde un coro de hombres canta en alabanza a Baco:

Bebe la abuela, bebe la madre,

Bebe ésta, bebe aquél,

Beben cientos, beben mil.

—Creo que quiero una cerveza —le susurró Nate en la mejilla, pero Sarah estaba sumida en un estado mudo, sublime.

Le parecía que cada verso se había escrito expresamente para ella; lo arbitrario del destino, el consuelo del alcohol, la necesidad desesperada de compañía. Sobre todo en el cortejo amoroso, cuando Colleen cantó con un coro de muchachos, su voz elevada y dulce:

La muchacha sin amante

Carece de todo placer

La noche oscura Mantiene oculta

En lo profundo del corazón;

Es el destino más amargo.

Qué bien conocía Sarah esa sensación de placeres perdidos, la noche oscura del alma, extendida, en su caso, a tres años de hiél enconada. Y ahora la soprano se perdía en una visión extática: «
Stetitpuella / rufa túnica
»:

Había una muchacha con una túnica roja si alguien la tocaba,

la túnica crujía, ¡Ay!

Cada exclamación era una melodía dulcemente descendente. El barítono la tentaba: «
Ven, ven, oh ven
», y Colleen cedía con una serena nana: «
ofrezco el cuello al yugo / me someto al dulce yugo
».

Colleen, la voz dos octavas más alta para el climático «
Dulcissime!
», hizo bajar el verso por un pequeño tramo de escalas tonales. Entonces, de pronto saltó a un tono aún más alto: «¡
Ah!¡Toda entera me entrego
!», y poco después la música concluyó, regresando al retumbar del gong, la rueda del destino, y los aplausos del público.

Sarah permaneció sentada cuando el público se levantó de sus asientos. Se preguntó si Nate conocería el texto; no había leído la traducción. Se preguntó si él sabría que toda la pieza era una prolongada llamada al amor, construida hasta alcanzar el orgasmo de una mujer. Pero claro que lo sabía. ¿Qué era este día, más que una larga y minuciosa seducción?

A Sarah no le importaba. Le gustó estar sentada en un auditorio con un hombre guapo, que su brazo desnudo rozase la americana de cachemira de él. Le gustó, en el vestíbulo, deslizar los brazos en su abrigo mientras Nate se lo sostenía. Y le gustó aún más que, después del concierto, tomaran un taxi a un café de Georgetown y compartieran una
mousse
de chocolate, sus cucharas de plata tintineando cuando se inclinaron sobre la mesa.

«
La muchacha sin amante carece de todo placer
—pensó mientras cruzaban del brazo el vestíbulo del Mayflower—.
La noche oscura / mantiene oculta / en lo profundo del corazón
». Cuando Nate le dio las gracias por la velada y se volvió hacia la puerta de la otra habitación, ella le tomó las manos y las llevó a su espalda. Alzó sus uñas carmesí y le deshizo la corbata, dejándola colgando del cuello de la camisa. Lentamente, desabrochó la camisa de 180 dólares y lo besó en el cuello, el torso, el vientre. Se acabó el recato, se dijo. Fin de la renuncia. Se consagraría a los placeres del momento. «
Ofrezco el cuello al yugo / me someto al dulce yugo
».

Capítulo 26

El hedonismo era fácil en una habitación de hotel, en una ciudad con diez mil Sarahs, donde nadie conocía su historia ni a su marido. Dentro de este moderno Mayflower, Sarah se vio capaz de navegar al Nuevo Mundo, de convertirse en una mujer distinta, una mujer fértil, una mujer con un amante que se demoraba en sus dedos, su vientre y sus labios con una ternura infinita. Y, a fin de cuentas, ¿no era Nate el hermano que ella siempre había querido? ¿O era sólo que esta habitación, con su moqueta neutra, paredes beis y arte anónimo hacía que toda identidad se desvaneciera en una bendita bruma?

El domingo por la mañana temprano, cuando el sol empezaba a filtrarse por Connecticut Avenue, Sarah se levantó y cerró bien las cortinas. Quería prolongar el momento, antes de dejar la habitación al mediodía. Las doce llegarían como la medianoche de Cenicienta, pero durante las cinco horas que faltaban estaba decidida a ser feliz.

—¿Qué hora es? —murmuró Nate desde la cama.

—Aún no es de día —mintió ella, volviendo a sus brazos.

Esa noche, cuando llegó a su casa y encendió las luces, cada fotografía de David fue una reprimenda silenciosa. Caminó de habitación en habitación retirando fotografías del piano, la nevera y la mesita de noche. No quería enfrentarse a su mirada acusatoria o detectar, en sus labios, el menor atisbo de amenaza. Al tomar a Nate como amante había cruzado una línea imperdonable y habría un juicio. Siempre lo había.

Sarah guardó las fotografías en un cajón de la habitación de invitados. Había llegado el momento de concentrarse en sí misma, no en las imágenes de David. Tomó uno a uno los espejos de la habitación de invitados y los devolvió a las paredes vacías del pasillo y los dormitorios. Para terminar, encontró un destornillador y volvió a montar su tocador, luego se sentó ante el polvoriento espejo y evaluó su cara. Por primera vez en muchos meses, le gustó lo que vio. Al sonreír, parecía más joven: tendría que sonreír más.

Mientas se miraba en el espejo, Sarah intentó elaborar un plan de doce pasos para alcanzar la felicidad; algo que la animara cuando Nate no estuviese. El primer paso era evidente: comida, gloriosa comida. Durante meses, en casa sólo se había alimentado de barritas o cuencos de cereales. Las comidas equilibradas se daban únicamente en compañía, como si una mujer solitaria no se mereciese un estómago lleno. Pero ahora se moría por comer carne roja, verduras y salsas cremosas. Quería atiborrarse de helados de Oreo.

La mañana siguiente temprano se dirigió a Safeway, donde montones de comida la esperaban en altas torres de plástico. Abrió un grifo plateado y medio kilo de arroz basmati cayó en su bolsa. Luego almendras, luego nueces, luego pipas de girasol tostadas con miel. Retorció, anudó y lo pesó todo, colocando las bolsas en fila en la parte trasera del carro.

A continuación vino el pasillo de la pasta, donde pasó de los fideos y las pajaritas de su infancia, plumas y prendas ofrecidas en inglés normal y corriente. A su lado había un mundo inexplorado:
campanelle, cavatappi, cellentani, conchiglie
. Un festín de sílabas exóticas, como los nombres de villas toscanas. Aquí el espagueti no menguaba hasta convertirse en cabello de ángel; engordaba hasta trocarse
enperciatelli
, gruesos como los cables de un estéreo. Alzó una bolsa de
orechiette
, sólo para admirar los círculos cóncavos con forma de lentes de contacto. Al carro fueron, junto con otros impronunciables, coronados por una bolsa de estrellitas, para espolvorear en sopas o ensaladas.

De ahí pasó a la sección de encurtidos, con su prosaica variedad en el idioma local. Había pepinillos grandes, pequeños y enanos, en vinagre, al eneldo y agridulces, encurtidos enteros, en rodajas y en virutas, sazonados con un toque de sensacionalismo yanqui:
zingers, snackers
y
munchers
.

Colocó un tarro de pepinillos al eneldo junto a las
orechiette
, mientras pensaba que en doce años sólo había probado una parte minúscula de las existencias de ese establecimiento. Nunca había probado las olivas rellenas de chiles muy picantes, nunca había comprado carambolas o naranjas sanguinas. Ir a hacer la compra siempre había sido un asunto rutinario en que el éxito se medía por la rapidez. Pero ahora decidió que compraría algo nuevo en cada visita.

Una vez en casa, tardó veinte minutos en descargar el maletero. Lata a lata, llenó los armarios hasta arriba y, estante a estante, llenó la nevera hasta abajo. Alimentó los tarros vacíos con harina, arroz y azúcar, hasta que toda la cocina rezumó promesas. Luego se echó en el sofá con sus viejos amigos Ben & Jerry y, mientras comía el helado, consideró el siguiente paso.

También era fácil: saldría a comprar a lo loco, sin reparar en gastos. A fin de cuentas, era Navidad y en toda la ciudad había luces, adornos y Papa Noeles de nariz roja en los jardines de las residencias universitarias. El consumismo era la receta estadounidense para lograr la felicidad, y ¿quién era ella para criticar el pasatiempo nacional? Esa misma tarde caminó kilómetro y medio hasta la tienda de café y pidió medio kilo de Colombia Supremo para Nate, envuelto con un lazo dorado. Para Margaret, examinó las hileras de cajas de cedro para el té, donde las bolsas reposaban en cuadrados de fieltro, como si fuesen pendientes. Demasiado extravagante para una británica que guardaba el té en una fiambrera de plástico.

Tomó un capuchino y fue a la puerta de al lado, la panadería, donde los hombrecitos de jengibre con botones de menta compartían espacio con las barras de chocolate. Para el viernes (su siguiente cita con Nate) encargó un pastel de zanahoria de dos capas con nueces, pasas y glaseado de crema de queso. Antes, sólo había encargado pasteles una o dos veces al año, para el cumpleaños de David o alguna celebración navideña. Pero ¿por qué no una vez al mes? ¿O al menos cinco veces al año?

Compró un pan de masa fermentada y arrancó pedacitos del cálido centro mientras recorría tres manzanas hasta la tienda de artículos de cocina. Allí, entre los cazos y los manteles, estaban todos los artículos que ella solía reservar para regalos de boda. Una ensaladera de teca con cubiertos a juego tallados como esbeltas jirafas marrones: perfecto para Anne. Y, para Margaret, una fuente para el horno pintada a mano en Polonia, con flores de color azulón y amarillo intenso. Escogió un mantel bordado a mano para ella, haciendo caso omiso del precio de la etiqueta con sus siniestros ceros, luego se detuvo en la acera para ajustarse la bufanda antes de emprender el largo regreso a casa. Algo en las bolsas rojas con asas blancas hizo que se sintiera una mujer de recursos.

El segundo día lo dedicó a la ropa. Por costumbre, empezó en la tienda de segunda mano, llena de vestidos de cóctel de universitarias usados una única vez. Los nombres de las etiquetas, —Liz Claiborne, Donna Karan— le parecieron un círculo de amigas ricas a cuyas fiestas nunca había asistido. Pensó que, en las guarderías, los nombres de los niños se escribían en las etiquetas de los abrigos. Ahora todos los niños se llamaban Eddie, Ralph o Giorgio.

Una hora después salió de la tienda con una blusa de rayón y una falda por debajo de la rodilla, pantalones de
sport
, bufandas y gruesas pulseras de oro. Dos puertas más abajo, entró en una tienda decorada con tutus y cascanueces. En la entrada había una gran cesta con guantes tejidos a mano, con caras de ovejas, vacas y ranas en las puntas de los dedos. Introdujo los dedos en una carnada de perritos y vio cómo meneaban las orejas. Con qué rapidez estas sonrisas estarían mugrientas y rotas, con las manos de los niños agarrándose a árboles y rocas. Pero le gustó el concepto y eligió un tema planetario para sus sobrinas: estrellas plateadas, lunas azules y dorados cometas en llamas.

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