—Sí, sería lo lógico —repitió ella.
Él le rozó el brazo, intentando atraer sus pensamientos hacia sí, pero Sarah siguió distante.
—Voy a preparar algo para desayunar, ¿te apetece? —preguntó él, levantándose de la cama.
—Sí. Algo para desayunar.
Nate se detuvo en el umbral.
—¿Cómo quieres los huevos?
Ella casi replicó «hechos por los dos lados», pero la pregunta y la respuesta se le antojaron demasiado familiares.
—No quiero huevos, sólo zumo y tostadas.
Pasados diez minutos, cuando ella entró en la cocina, Nate estaba sentado detrás de The Wall Street Journal y el plato de Sarah con las tostadas con mantequilla reposaba pulcramente en un mantel individual. Sarah tomó un sorbo del zumo de naranja y miró la columna de noticias internacionales: preocupaciones presupuestarias, bombas en cunetas y motoristas atrapados en tormentas de nieve.
—Creo que deberíamos dejar de vernos —dijo Sarah a la página de noticias. Los titulares bajaron un poco.
—¿Qué?
—Creo que no debemos vernos más.
Nate bajó el periódico y la miró a los ojos.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
—Sí.
Nate suspiró y dobló el periódico.
—Bueno, sabía que no duraría para siempre. Me refiero a que no es que fuéramos a casarnos. —Nate rio de un modo extraño y estudió los ojos de Sarah en busca de confirmación. Ella asintió—. Qué raro. Suelo ser yo quien termina las cosas.
Sarah sintió vergüenza.
—¿Quieres saber lo que pienso?
—Por supuesto.
—Creo que deberías pedirle a Jenny que se casara contigo. Dile que pasaréis una luna de miel de tres años. Un tiempo para viajar todo lo que ella quiera y para establecer un hogar. Pero prométele que, cuando cumplas los cuarenta, tendréis hijos. De este modo, ella será esposa a los treinta y madre a los treinta y tres. ¿Qué más puede pedir?
—No creo que sea tan sencillo.
—Tan sencillo como tú lo hagas.
Él posó una mano en la suya.
—Pero ¿nos seguiremos viendo?
—Sigo siendo tu cuñada.
—Y podría verte en un plano profesional. Quizá necesites un asesor financiero para manejar tus activos. —En efecto.
E, inesperadamente, Sarah se echó a reír. Porque al final era sólo otra clienta potencial, una viuda que había heredado una pequeña fortuna y necesitaba asesoramiento financiero. Quizá Nate siempre la había visto así. Si ése era el caso, a ella no le importaba; la idea vació su separación de toda emoción. Sarah no temía herirlo, ni se sentía culpable.
De todos modos, cuando él se inclinó para besarla en la mejilla, la abrumaron las dudas. La menor de las resistencias hubiera hecho que se echase atrás, se arrastrara a la cama de Nate y se quedase allí para siempre. «Discute conmigo —pensó—; dime que estoy equivocada. Dime que tenemos un futuro en común». Pero Nate ni la miró siquiera. Se terminó el zumo de naranja, llevó su plato al fregadero y salió.
Al llegar a su casa a media tarde, Sarah observó, desde la ventana de la sala, cómo una grúa arrastraba su ranchera calle arriba. Qué humillado parecía el coche, la parte trasera en volandas, el guardabarros delantero lleno de barro y arañazos.
—Usted será Sarah McConell —dijo el conductor de la grúa cuando ella salió, chequera en mano.
—Lo seré.
—Tiene que reajustar las ruedas. Por lo demás, el coche está bastante bien.
Sarah se arrodilló para sacar unas hojas de la calandra del coche.
—Gracias por traerlo de vuelta.
Cuando el hombre se hubo marchado, Sarah se armó de un cubo, un trapo y la manguera para limpiar el resto del barro; pensó que había pasado todo el día ejecutando acciones de borrado.
Esa noche durmió inquieta y despertó pasadas las tres con la certeza de que alguien la observaba. Había una tenue figura sentada al pie de la cama, un eco de su madre, años atrás. Pero no había nada maternal en esa forma, y mientras sus ojos se adaptaban a la luz del baño (que siempre dejaba encendida en noches como ésta), distinguió el contorno de David.
—Sabía que vendrías —dijo Sarah, apoyándose de nuevo en las almohadas.
—Tenía que hacerlo. Estabas enferma y como loca cuando dejaste la cabaña. Y te fuiste con ese desconocido.
—Temía que hubieras hecho algo terrible… Vi lo que escribiste en el espejo de Nate. —David bajó la cabeza, como si el nombre de su hermano fuese una pesada carga—. ¿Qué habrías hecho, si lo hubieras encontrado en casa?
David se encogió de hombros.
—No iba a hacerle daño, si eso es lo que temes. Sólo pretendía darle un buen susto. Recordarle que el Gran Hermano siempre le observa. Quizá dejar que viese mi cara en la ventana.
—Ése es tu modus operandi.
—No estás en posición de ponerte crítica. —El tono de voz de David se había endurecido.
—Ni tú tampoco —replicó Sarah.
Guardaron silencio, los dedos de David recorrieron la colcha.
—Es difícil volver aquí, después de la última vez. Sarah se alegró de que la oscuridad ocultase su sonrojo. —Todo eso se ha acabado. Ayer me despedí de Nate. No nos volveremos a ver. David negó con la cabeza.
—¿Quién puede decir lo que volverá o no volverá a pasar?
Recorrió la habitación con la mirada, como en busca de algo. Añadió:
—Me iré pronto. He decido que quiero ir a un sitio donde siempre haga calor.
Sarah sintió la presión de la mano de él en su pierna.
—Ven conmigo, Sarah. Viajaremos unos meses, iremos al oeste, veremos los cañones y todos los sitios que siempre quisimos visitar. Encontraremos una ciudad pequeña con algunas galerías de arte y una facultad donde puedas dar clases. Si vendes la casa y la cabaña, tendremos suficiente dinero para comprar otro sitio sin necesidad de hipotecas. Entre nuestros ahorros y tu seguridad social, no tendremos que trabajar si no queremos. Sólo pintar, escribir y leer.
Asombroso, pensó Sarah, cómo todas las frases de David eran un reflejo de sus propios sueños, o al menos de lo que eran sus sueños tres meses antes. Pero muchas cosas habían cambiado a lo largo de las últimas semanas.
—No lo sé —dijo ella.
—No me des una respuesta ahora mismo. Piénsatelo. —David se levantó y se dirigió a la puerta—. Ya sabes dónde encontrarme.
Una vez sola, Sarah no durmió. Puso el canal del tiempo y contempló cómo la primavera llegaba en gráficos intermitentes de copos de nieve y rayos de sol. A las seis de la mañana, el cielo iluminado con un azul purpúreo, descorrió las cortinas y vio los azafranes encogidos por la escarcha matinal.
Durante los días que siguieron, no hizo más que leer y pensar. Tan sólo salió de casa porque Margaret insistió en que fuese a tomar el té. Su ritual de los viernes estaba algo abandonado desde hacía unas semanas, por los viajes, las enfermedades y las imprecisas excusas de Sarah. En esta ocasión, Sarah preparó sus disculpas y una hogaza de pan de plátano.
Cuando llegó a la puerta de Margaret, el hervidor sonó como el silbato de un tren que la incitaba a subir a bordo.
—Vi tu coche, la semana pasada —dijo Margaret—. Una grúa lo arrastraba calle arriba. ¿Estás bien? Sarah le quitó importancia.
—Derrapé en la cuneta durante la nevada. No pasó nada. —Al ver otra pregunta en el ceño fruncido de Margaret, se apresuró a cambiar de tema—. La última vez que te vi, estabas en el cine.
Margaret sonrió.
—Sí, qué película más horrible.
Sarah recordó a las maestras de la escuela de primaria siguiendo el avance de Nate en su hombro.
—Supongo que disfrutaste de un espectáculo mejor.
Margaret llevó las tazas a la mesa y se sentó.
—La vida real siempre es más interesante que las películas.
—Bueno, Nate y yo ya no montaremos más espectáculos. Me despedí de él la semana pasada; le dije que arreglase las cosas con su antigua novia.
—En tal caso… ¿debo darte el pésame o felicitarte?
—No hubiéramos durado.
—Y eso, ¿por qué?
Sarah sonrió.
—Él es republicano.
—Dios nos libre. —Margaret rodeó la taza con los dedos, para calentarlos—. Y ahora, ¿qué?
Sarah se concentró en el remolino de leche de su té.
—No estoy segura… quizá viaje una temporada. Puede que vaya a algún lugar más cálido.
—Aquí cada día hace más calor.
—Sí. El tiempo está cambiando.
—¿Entonces quieres ir a una playa? —preguntó Margaret.
—Puede que a la playa, puede que al desierto. Margaret tomó un sorbo de té.
—Tengo que darte un recado. Adele celebra la próxima reunión de viudas y me ha preguntado, con mucho interés, si irás. Es este domingo por la noche y yo pienso ir.
Al otro lado de la ventana, Sarah vio que una hilera de junquillos había florecido junto al camino del jardín.
—Adele es una anciana encantadora.
Margaret asintió.
—Pero no quiero convertirme en una habitual.
Margaret negó con la cabeza.
—Supongo que podré ir, una última vez.
El domingo por la noche, las dos fueron a casa de Adele en el coche de Margaret. Lo habitual es que hubiesen ido andando; Adele vivía a poco más de un kilómetro de distancia; pero se había producido una helada tardía y el hielo resplandecía en las aceras. Los junquillos de Margaret inclinaban la cabeza hacia el suelo, a modo de súplica.
En la sala de Adele, el papel pintando se asemejaba al envoltorio de los regalos de boda: color almendra con flores blancas y plateadas que se entrelazaban hasta el techo, donde una araña de luces sostenía doce velas eléctricas, con platillos de cristal en la base, para recoger la cera imaginaria. La luz que emitían se fundía con las llamas de una inmensa chimenea de metro y medio de altura enmarcada por columnas dóricas, su repisa, cubierta de fotografías sepia de bebés de labios rosados con ropas de bautizo y sombríos hombres uniformados, con las mejillas coloreadas de rosa.
Adele presidía desde un sillón de orejas; llevaba una blusa amarilla con volantes en el cuello, como los pétalos de un narciso. Cuando Sarah entró, le indicó el diván de la derecha con unos golpecitos.
—Me alegro de que hayas venido.
Bandejas con cuadraditos de limón y brownies cubría la mesa de centro y Sarah cogió un mostachón de una bandeja que pasaba.
—De haber sabido que todas traíais dulces, habría preparado algo.
Adele le quitó importancia con un gesto, como si apartara un mosquito.
—El grupo siempre insiste en traer comida a mi casa. Parecen ser de la opinión que hornear pasteles es demasiado trabajo para una anciana. ¿Vas a colaborar en la recogida de alimentos de Pascua?
—No sé nada de eso.
—Creo que te gustaría. El sábado antes de Pascua preparamos unas grandes cestas de comida para los adultos, otras con conejos de chocolate y juguetes para los niños Las repartimos esa misma tarde; esperaba que me ayudara con el coche.
—Lo haré, si estoy en la ciudad.
—¿Piensas irte de viaje?
—Es posible.
A su alrededor, las viudas se contaban novedades, la conversación, un talismán en movimiento que cada una de la mujeres tenía que tocar. El hijastro de Ruby había retirado el pleito; a cambio, ella le legaba la casa a su muerte. Ella esperaba que «el muy hijo de puta la asesinase» en cualquier momento. Entretanto, la viuda del esquiador acuático acababa de volver de Florida. Había empezado a nadar de nuevo, permitía que sus hijos navegasen en barquitos de vela y catamaranes, nada rápido ni con hélices peligrosas.
Cuando la conversación alcanzó a Sarah, ésta intentó que pasara de largo —«no tengo mucho que contar»—, pero eso no satisfizo a la socióloga.
—¿Has visto a tu marido últimamente?
—Sí. —Sarah titubeó al sentir que todas las miradas se posaban en ella—. Pero no es feliz conmigo. No le gusta lo que he hecho últimamente.
—Eso es típico —dijo la catedrática—. He leído relatos de fantasmas de los últimos siete siglos; historias auténticas, no Edgar Allan Poe. Y, desde el siglo XVII en adelante, las apariciones más habituales son las de fantasmas que no aprueban lo que hacen sus viudas, o con el dinero o con sus hijos.
—¿De qué se preocupaban los fantasmas antes del siglo XVII? —preguntó Sarah.
—Principalmente el purgatorio. Querían que sus viudas les rezasen o donaran mucho dinero a la iglesia para comprarse el camino al cielo. —La socióloga mordió un brownie—. Y, claro está, también hay fantasmas que no aprueban la vida sexual de sus viudas, como sería el caso del Rey de Hamlet.
Sarah se sonrojó por la afinidad entre ella y la Gertrude de Shakespeare, mientras Margaret, sentada cerca, se levantaba para poner otro leño al fuego.
—Bueno —dijo Ruby, volviéndose hacia Sarah—, yo no sé nada de maridos descontentos, sólo de hijastros odiosos. Pero, en mi opinión, es tu vida. Que se joda.
Adele tosió con desaprobación y la conversación siguió por otros derroteros. Sarah se concentró en su mostachón hasta que sintió el ronco susurro de Adele en su oreja.
—Sabes, querida, me encantan las visitas de Edward. No las dejaría por nada del mundo. Pero yo soy bisabuela y mi vida está en el pasado. Tú tienes gran parte de tu vida por delante. Si tu marido no te hace feliz, quizás ha llegado el momento de dejarle marchar.
Sarah le dio unos golpecitos en la mano.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo.
Cuando Margaret se detuvo ante la casa de Sarah esa noche, apagó el motor y puso las manos en el regazo.
—Hay algo que me ha estado preocupando.
—¿De qué se trata?
—Lo que has dicho de David. Que no aprueba lo que haces con tu vida.
—Tendría que haber dicho que no creo que lo aprobase.
—El problema no es el tiempo verbal. —Margaret alzó las manos y sujetó el volante—. Hay algo que tengo en la cabeza desde hace tiempo y que nunca creí que debía mencionar.
—Adelante, dímelo.
Sarah se preparó, mientras Margaret hacía una pausa, mirando por el parabrisas.
—¿Te acuerdas de cuando fuimos de compras a Charlottesville, hace tres años? Compramos vestidos nuevos para el baile que organizamos; queríamos recaudar fondos para la clínica gratuita. Tú elegiste un vestido rojo con hilo dorado, ¿lo recuerdas?
—¿El vestido de cabaretera? —Sarah se echó a reír.
—A mí me parecía precioso —replicó Margaret.