—Pero has tardado mucho. ¿No te ha visto nadie?
—No he ido a Jackson. He cruzado las montañas en la otra dirección, por la 29.
La carretera 29 llevaba a Lynchburg y Charlottesville, un largo trayecto para comprar unas bolsas de comestibles. Cuando David alzó el rostro, a Sarah le sorprendió su palidez.
—Parece que te he contagiado la gripe. Acércate al fuego.
Le puso una manta sobre los hombros mientras él se desplomaba en el sofá, luego se dirigió a la ventana y miró el camino.
—No he oído el coche.
—Lo he aparcado al final del camino, para poder salir por la mañana.
—¿Piensas ir a alguna parte?
No respondió. Se le ocurrió que quizá David no quería tenerla cerca, después de lo que había presenciado en su casa. Él no le había pedido que fuera a la cabaña y desde su llegada, el tono de David había sido robótico. La limpieza con la pala de los últimos días se le antojaba ahora como el túnel de una escapada.
—Te prepararé un té.
Llenó el hervidor y mantuvo las manos por encima del fogón mientras éste empezaba a brillar. Le dolían de nuevo las piernas y seguía confusa. No quería más que envolverse en una manta y reclamar la otra mitad del sofá, donde el fuego quizá los tranquilizase a ambos. Pero no sabía si David la quería en el sofá, o ni siquiera en su vida.
Cuando el té estaba listo, ella se acercó al respaldo del sofá y le tendió la taza.
—Aquí lo tienes.
La mano de David salió de debajo de la manta y, cuando la sujetó con los dedos, Sarah sintió un dolor agudo en el pecho. Allí, en el cuarto dedo de David, estaba el anillo de boda de su padre.
Tuvo una súbita visión de Nate, de pie en el dormitorio de ella, en octubre, con ese mismo anillo en el dedo. «¿Lo que depara el futuro?», había dicho, riendo con la mano extendida.
Cuando Sarah habló, su voz era apenas un susurro:
—¿Dónde está el hacha?
David no contestó. Sólo encorvó los hombros y bajó el rostro hacia la taza.
—¡Dónde está el hacha!
—Por Dios, Sarah, ¿qué te pasa?
David dejó la taza en la mesa, se levantó y extendió el brazo derecho hacia ella. Al acercarse, el anillo le guiñó un destello dorado y Sarah retrocedió hasta darse con la pared.
—Oh, Dios.
Corrió al baño, cerró la puerta y abrió el grifo. El agua fría, que recogió en las manos y se salpicó después en la cara, le ayudó a tragar la saliva acumulada en la garganta.
David zarandeó el tirador de la puerta.
—¿Sarah? Déjame entrar.
«¿Qué has hecho?», pensó ella mientras oía cómo la voz de David subía de tono. —Por favor, Sarah.
El nombre sonaba como una maldición. «¿Qué has hecho tú?», se dijo ella mientras miraba su mojado reflejo. ¿No era culpa suya, este enfrentamiento entre hermanos? ¿No había ella intuido cómo acabaría todo? Se sabía el final de la historia de Frankenstein, cómo el monstruo, convertido en asesino, mata a los miembros de la familia.
El peligro había sido evidente y ella no se había molestado en detenerlo. Lo que hubiese hecho David, era también en parte culpa suya.
Cuando abrió la puerta, se encontró a David a un metro de distancia, con la boca retorcida, tal y como lo recordaba en el sótano. Él retrocedió mientras ella avanzaba de lado, los omóplatos rozando la pared. Cruzó rápidamente la cocina y rápidamente descolgó el abrigo del perchero que había junto a la puerta.
—¿Qué haces? —La voz de David sonaba apagada, como la de un hombre que hablase dentro del agua.
Ella se arrodilló para atarse las botas.
—Tengo que irme.
—¿Adónde? —La voz más alta, pero todavía espesa y extraña.
Sarah vio las llaves en la encimera de la cocina, junto a las bolsas de la compra. Cuando alargó el brazo para cogerlas, la mano derecha de David se posó en la suya. El anillo tocó la piel de Sarah como una cerilla encendida y ella tiró rápidamente de las llaves.
—¿Qué te pasa? —gritó él.
—¡Tengo que irme!
—Está muy oscuro y sabes que no puedes conducir en la nieve. No llegarás a la tienda.
Sarah abrió la puerta y salía cuando David la agarró del codo.
—¡Suéltame!
Sarah golpeó el codo contra el marco de la puerta, con la mano de David todavía en él. David retrocedió, llevándose los nudillos a la boca.
—¡Joder!
Y luego ella echó a correr, mientras David gritaba desde el umbral:
—¡Estás enferma, Sarah! Tienes fiebre, debes acostarte.
El camino resbalaba; el hilo de luz que salía de la cabaña desapareció cuando hubo recorrido diez metros, sumiéndola en la más absoluta oscuridad. Cada vez que sus pies dejaban la gravilla, pisaba hojas y nieve y viraba de nuevo al camino, como un borracho que se tambalea para mantener la línea recta. A su espalda, oyó que la puerta de la cabaña se cerraba y, cuando se volvió, vio el haz de luz de una linterna. Se apresuró hasta que su rodilla topó con el parachoques del coche. Tanteando ciegamente el metal y el cristal, abrió la puerta, entró en el vehículo y cerró justo cuando David llegaba a la ventanilla.
—¡Sal del coche, Sarah!
Sarah encendió el motor y él corrió al capó, enfocándole la linterna a los ojos.
—¡Sal del coche! —repitió David.
Sarah arrancó y David se apartó de un salto, tropezando entre los árboles que flanqueaban el camino. Girando a la izquierda, ella derrapó de lado hasta la carretera, enderezó las ruedas y pisó el acelerador.
Con la nieve cayendo en los faros, apenas veía más allá de tres metros. Se inclinó, la barbilla justo encima del volante, y limpió el vaho del interior del parabrisas, abriendo una mirilla de doce centímetros. Pasó casi un kilómetro con la cabeza asomada por la ventanilla por si distinguía las huellas dejadas por camionetas o todoterrenos, pero la nieve que le caía en los ojos la cegó aún más. Cerró la ventanilla y se concentró en lo poco que veía por delante del capó, pero cuando la carretera torció a la derecha, giró demasiado tarde y las ruedas traseras resbalaron fuera de la gravilla. Pisó el acelerador y las ruedas giraron, hundiéndose en la cuneta. Tras dos intentos más, supo que nada podía hacer.
Apoyó la frente contra el volante y reprimió las lágrimas. Con los faros todavía encendidos, salió del vehículo, se subió el cuello del abrigo y miró en dirección a Eileen, preguntándose si sería un trayecto de tres kilómetros. Cuando se volvió en dirección contraria, hacia la cabaña, se le cortó la respiración. Una luz bamboleante se aproximaba. Con mucho sigilo, Sarah retrocedió hacia el bosque, apartándose del coche, y se escondió detrás de un gran roble.
Cuando David llegó al coche, abrió la puerta y alumbró el interior con la linterna. Sarah vio cómo tanteaba en busca de las llaves, que ahora ella tenía en la mano, y luego la linterna salía del coche para iluminar el bosque.
—¡Sarah! ¿Dónde estás?
La luz osciló de un lado a otro. Sarah se ocultó de lado para evitar que la luz la rozara. David se dirigió al otro carril y repitió el proceso, enfocando la linterna al norte y al sur.
—¡Sarah! —gritó con todas sus fuerzas, el sonido horadando el silencio del bosque—. ¿Estás bien?
Regresó al coche y lo rodeó, el torso iluminado por los faros y la cabeza sumida en la oscuridad, un cuerpo decapitado. Cruzó la cuneta y fue acercándose a los árboles donde ella se ocultaba. Seis metros, cuatro metros, tres metros, dos.
La linterna volvió a alumbrar la carretera, en dirección a la cabaña. Luego se apagó. Un vehículo se aproximaba. En la oscuridad, Sarah oyó que David se escondía detrás de un árbol situado tres metros a su izquierda.
El vehículo aminoró la marcha a medida que se acercaba, luego se detuvo. Un hombre con barba y una cazadora de camuflaje salió de la camioneta, se acercó a la puerta del coche de Sarah y comprobó su interior. Sarah salió rápidamente de su escondrijo y se situó ante los faros.
—¡Hola! ¿Se encuentra bien? —gritó el hombre.
—Sí.
—Parece que necesita ayuda. ¿Tiene cadenas, o una cuerda?
Sarah negó con la cabeza.
—Siento no llevar nada para sacar el coche de ahí. No esperaba encontrarme a nadie. —Sarah le echó unos cincuenta y cinco años, cabello cano, voz ronca—. ¿Adónde iba usted?
—A Jackson.
—Yo también voy para allá. La puedo llevar y una vez allí ya llamará a una grúa. Texaco tiene un servicio de veinticuatro horas, pero seguramente estarán ocupados en una noche como ésta.
—Le agradecería que me llevase a casa.
—Suba.
Sarah apagó los faros de su coche. Subió después a la camioneta del hombre, cálida, con humo y música country.
—Me llamo Pete.
—Yo Sarah.
—Encantado de conocerla, Sarah.
Cuando llegaron a casa de Sarah, ella abrió la puerta y se volvió para saludar a Pete, que esperaba a que entrase sana y salva. Cuando los faros traseros desaparecieron, Sarah volvió a salir y cerró la puerta. El Subaru de David llevaba siete meses aparcado en la parte trasera del jardín. Sarah retiró una primera capa de nieve del parabrisas con la manga del abrigo. Cuando abrió la puerta, le cayeron pedazos de hielo y nieve en los tobillos.
La primera vez que encendió el motor, éste tembló y se apagó. Cinco veces más chasqueó, tosió y suspiró antes de sostenerse. Sarah encendió el dispositivo antivaho, luego sacó una rasqueta de la guantera y empezó a retirar capas de nieve del techo y el capó. Un círculo del tamaño de una pelota de golf empezó a abrirse en la fina hoja de hielo que cubría el parabrisas, por lo que Sarah dejó que el dispositivo antivaho hiciese su trabajo y fue al sótano a buscar una pala para retirar la nieve.
Mientras desenterraba las ruedas, agradeció que David hubiese insistido en comprar un vehículo de tracción integral. Un médico no podía quedarse atrapado en la nieve, le había explicado a menudo, y tras diez minutos de retirar nieve con la pala, mover el coche y retirar más nieve, avanzó los últimos metros de camino nevado y salió a la carretera rumbo a Charlottesville.
Llegó a casa de Nate a las once y media. Las ventanas no estaban iluminadas y nadie respondió al timbre, por lo que ella entró con una llave oculta en un arbusto.
—¿Hola? ¿Nate?
Encendió la lámpara de la sala. No vio nada fuera de lugar, ninguna silla en el suelo ni manchas siniestras en la alfombra. Dejó las botas y el abrigo en la entrada y empezó a buscar de habitación en habitación.
Dentro de la cocina a oscuras, su calcetín pisó un charco; un líquido cálido le empapó los dedos de los pies. Armándose de valor, recorrió la pared con la mano, en busca del interruptor. Pero no era más que un charco de agua que salía del lavavajillas. Lo limpió con una esponja y luego cruzó el pasillo y entró en el dormitorio de Nate. Las colchas estaban impecables; el armario, vacío. Al entrar en el baño, abrió la puerta de la ducha y encontró un solitario bote de Prell.
No era ninguna escena del crimen, este modelo de pulcritud. Qué locura la suya, haberse imaginado a David como asesino. Sarah cerró la puerta de la ducha, se volvió y quedó paralizada. En el espejo, garabateado en su reflejo, leyó: SÉ LO QUE HAS HECHO.
Estaba escrito con rotulador negro, las letras inclinadas a la derecha con la caligrafía desordenada que David utilizaba en todas sus recetas. Sarah se acercó al espejo y advirtió que las palabras le afeaban el rostro —puntadas negras en la frente, una A en la mejilla—, todo con la intención de desfigurar a Nate, para que, al mirarse la cara, viese la condena de su hermano garabateada en su mandíbula.
Pero ¿en qué pensaba David? ¿Que Nate creería que un fantasma había escrito con rotulador?
Sarah retiró una manopla del toallero, la mantuvo debajo del grifo y borró las letras; lágrimas negras resbalaron por el espejo. Una vez limpio, retorció la manopla bajo el grifo hasta volverla de un tono gris apagado, la tendió y reanudó su circuito por el piso, comprobando todos los espejos, los marcos de las fotografías o cualquier superficie donde David pudiera haber garabateado un mensaje desde la tumba. Cuando hubo terminado, el cerebro le palpitaba dentro del cráneo. Agotada, se metió en la cama de Nate y cerró los ojos.
Por la mañana temprano, Sarah despertó ante una tenue aparición: un Nate sonriente al pie de la cama. Maleta en una mano, ordenador portátil en la otra.
—Esto sí que es una sorpresa. —Dejó la maleta en el suelo y se acostó a su lado—. He visto el coche de David fuera. Me pareció raro. ¿El tuyo no funciona bien?
Ella asintió con un gesto.
—¿Dónde has estado?
—En Washington, por trabajo. ¿Cuándo has llegado?
—Anoche.
—¿Sin llamar primero?
—Lo hice sin pensar.
—Me gusta eso de no pensar. —Le acarició el cabello—. ¿Por qué duermes con esa ropa?
—Estaba agotada.
—Estás horrible.
—Gracias.
—¿Por qué has venido, si te encontrabas mal?
—Quería ver si estabas bien.
—¿Por qué no iba a estarlo? —dijo con una sonrisa. Sarah observó los dedos de Nate, sin anillos, cuando él los retiró del cabello.
—¿Qué has hecho con el anillo de tu padre?
—¿A qué te refieres?
—¿Dónde está?
—¿Cómo voy a saberlo? Tú eres quien se lo llevó. —Nate se echó a reír al verla palidecer—. Te vi, cuando pasaste aquí la noche, en enero, después de nuestro viaje de Año Nuevo. Te levantaste en plena noche y empezaste a deambular a oscuras. No quise molestarte, pues me habías hablado de tu sonambulismo. Vi que te dirigías a mi armario y sacabas el suéter de lana de David. Luego fuiste a la cómoda y sacaste el anillo de papá del primer cajón. ¿No te acuerdas?
Sarah negó con la cabeza.
—Bueno, entonces sí que estabas sonámbula. En cualquier caso, saliste fuera en camisón, abriste el maletero de tu coche y dejaste los dos objetos en una caja. Lo vi desde la ventana. Estaba algo preocupado porque hacía mucho frío y tú ibas descalza. Cuando volviste a la cama, tenías los dedos como carámbanos. No dije nada por la mañana, porque creí entender tus motivos.
—¿Qué motivos?
—Tengo demasiadas cosas de David.
Todo parecía verdad, pero ¿cómo no iba a acordarse de haber andado descalza una noche helada de enero? Y, si no era capaz de recordar eso, ¿qué más había olvidado?
—Me gustaría que me devolvieras el anillo —continuó Nate—, es lógico que ahora lo tenga yo, ya que era de nuestro padre.