—A mí también.
—¿Por qué no te lo pusiste, entonces? —Margaret se volvió hacia Sarah—. Llegaste con una falda negra y una blusa blanca de satén. Lo recuerdo muy bien. Después de todo lo que habíamos hablado de divertirnos con el vestuario. Nunca dije nada, pero siempre tuve mis sospechas.
Sarah lo recordaba también; cómo, la noche del baile, ella se había arreglado antes de que David volviese del trabajo. El nuevo vestido la había inspirado: se pintó las uñas de rojo y llevaba pintalabios color frambuesa. Le parecía que los colores se complementaban con el cabello oscuro; cuando sonrió al espejo, era una mujer en llamas.
David había entrado en el dormitorio cuando ella se ponía unos pendientes de oro.
—¿Qué te parece? —preguntó, volviéndose de manera que el vestido flotó por encima de las rodillas.
David titubeó un segundo de más.
—Estás fabulosa te pongas lo que te pongas.
Bien podría haberle dicho que parecía la meretriz de Babilonia; la diplomacia no surtía efecto alguno en un ego como el suyo, fino como el papel.
—¿Supongo que el vestido es excesivo? —preguntó ella, forzando una sonrisa.
—Sí —dijo David, claramente complacido de que coincidieran—. Lo mismo pensaba yo. Pero ¿qué sé yo de modas? Deberías ponerte lo que te guste.
Cuando Sarah volvió a mirarse en el espejo, vio que más que una llama semejaba un camión de bomberos. Sus labios y sus dedos parecían ensangrentados.
—Quizás en otra ocasión.
Y se había retirado al baño en busca del quitaesmalte de uñas.
—No fue culpa de David —explicó Sarah a Margaret—. Él me dijo que llevase lo que me gustara.
—Pero no estaba como loco con el vestido.
—Para nada.
—¿Y qué hiciste con él?
—Lo di a la beneficencia dos días después.
Margaret suspiró.
—Imaginaba algo así. —Cerró las manos en torno al volante—. Sabes que David me gustaba mucho. Lo admiraba; todos lo admiraban. Pero debía de ser difícil estar casada con un hombre con tanta personalidad.
—¿Crees que cedía demasiado ante él? ¿Que me sometía demasiado a sus opiniones? —Sarah sonrió débilmente.
—Creo que todavía lo haces.
Sarah sintió que si se quedaba en el coche un minuto más, se derrumbaría, lo confesaría todo, se hundiría bajo el peso de los últimos cinco meses.
—Mensaje recibido.
Abrió la puerta del coche y salió.
—La última fase del luto es la separación —dijo Margaret en voz baja, como si hablase para sí.
Sarah asintió con la cabeza.
—Como la última fase del matrimonio.
A mediados de marzo, Sarah hizo su última visita a la cabaña. El tiempo era seco y soleado, lo que ella solía considerar de buen augurio, pero en cuanto la gravilla alzó nubes de polvo, sintió una leve aprensión. Aquí estaba la cuneta donde sus ruedas se habían hundido tres semanas antes; aquí estaba el árbol que la había ocultado de la mirada de David. Aquí estaba la larga extensión de tierra donde la linterna de David se había bamboleado como el farol de un fantasma.
Ante esos oscuros recuerdos, la naturaleza era su única aliada. Al pie del camino, los rododendros le ofrecieron ramilletes de color púrpura; cuando se detuvo ante la cabaña, vio la forsitia en el jardín de atrás, lanzando chispas amarillas.
Dentro, la cabaña olía a cerrado, como era habitual; nadie había tocado la chimenea. Pero cuando salió a la terraza y miró el río, distinguió a un hombre vestido de franela verde al final del embarcadero.
—¡Hola! —gritó.
David se volvió. Se acercó caminando sobre montículos de césped sin cortar doblados por las semanas de nieve, y se detuvo ante el tulipero para meter la alambrera más profundamente en la tierra. Al pie de la escalera, se detuvo y la miró, en una postura muy similar a la de Halloween.
—Tenemos que hablar —dijo ella. Abrió la puerta y David entró en la cabaña.
Se sentaron a la mesa de pino, el uno frente al otro, Sarah estrujándose las manos en el regazo.
—He estado pensando en lo que dijiste, lo de irnos, y sabes cuánto me atrae la idea.
Un levísimo atisbo de sonrisa cruzó los labios de David.
—Pero no podemos irnos juntos —continuó ella—. Es imposible. Eso nunca ha sido más que un sueño mutuo. Ha llegado el momento de que siga con mi vida.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó David.
—Ayer llamé al director de nuestro departamento y le dije que quería volver al trabajo este otoño. Se va a tomar un año sabático, por lo que dice que puedo hacerme cargo de todas sus clases, las que quiera. En su mayor parte es literatura británica, de Shakespeare a Dickens. Tendré que leer mucho los próximos meses. También he decidido vender la casa —continuó Sarah—. Primavera es el mejor momento, así que la pondré en venta el mes que viene. Y esta cabaña. Demasiados recuerdos.
David hizo un gesto de asentimiento.
—Margaret me ha invitado a pasar una temporada en su casa. Al menos hasta que encuentre otra. Creo que es una buena idea, para evitar estar tan aislada.
—Pareces tenerlo todo bien planificado.
—Y hay algo más. —Sarah miró fijamente el grano de la madera de la mesa—. Voy a intentar adoptar un niño de otro país. No ahora mismo. Me llevará un tiempo organizar todos los detalles; pero sí en los próximos años.
Al alzar la vista, le sorprendió que David tuviese los ojos empañados.
—Me hubiera gustado criar un hijo contigo. —David retiró la silla y se levantó—. Las cosas nunca salen como piensas.
Miró a su alrededor, hasta que detuvo la mirada en el caballete.
—No he terminado tu retrato… No necesito que poses, pero me sería de ayuda que estuvieras por aquí, para poder ver tu perfil, tus manos y tu cabello. No tardaré mucho.
«Está ganando tiempo», pensó Sarah. Todavía no estaba dispuesto a dejarla ir. Ella se levantó y se dirigió al caballete, para mirar su yo inacabado. Los rasgos carecían de expresión, las manos acrílicas estaban borrosas. Al otro lado de la ventana pintada, el mundo aún no se había formado.
—Puedo quedarme unos días. Sólo hasta que hayas terminado.
Y se quedó en la cabaña tres días, sentada en el embarcadero, meciendo los pies en las frías aguas. Por las tardes, David pintaba mientras ella leía en el sofá en una posición que le permitiese verle la cara y el color del cabello. Era extraña la lentitud con que avanzaba el retrato. Salieron dedos de las manos, uñas de los dedos. Los cristales de la ventana se llenaron de árboles y nubes, pero su rostro permaneció inexpresivo, inmune al paisaje.
Entretanto, el tiempo se movía a un ritmo geológico. Al otro lado del río, los acantilados de caliza se alzaban formando garabatos grises y marrones, cada capa, otro monumento a la sequía o a la riada. Contempló el barro que el agua arrastraba hasta los peñascos y sintió el peligro verdadero de dejarse llevar nuevamente por los sueños. Recordó las cigarras que habían reaparecido años atrás, su breve intermedio de actividad tras años de descanso, las mudas marrones abandonadas colgando en los árboles. Qué bien comprendía el impulso de encerrarse, de vivir a trompicones y pasar largos periodos de retiro. Pero tenía que resistir, mientras la resistencia fuese posible.
El final llegó la cuarta mañana. Sarah se levantó a las nueve y media y, al entrar silenciosamente en la sala, descubrió a David ante el retrato, borrando los ojos y la boca con un bastoncillo húmedo. Sarah observó cómo sus iris y sus labios se difuminaban hasta convertirse en una nube borrosa, y pensó: «No veas ninguna maldad; no digas ninguna maldad».
—Aún no está bien —explicó David cuando la vio en la habitación.
—Nunca lo estará.
Sarah se acercó por detrás, le pasó los brazos por el cuello y posó los labios en el cabello de David.
—Nos hemos quedado aquí demasiado tiempo.
David puso su mano derecha sobre la de Sarah y se la llevó al pecho. Ella apoyó la mejilla en su cabeza hasta sentir que el cuerpo de David dejaba de estremecerse para respirar larga y profundamente. La respiración fue haciéndose cada vez más lenta, hasta que ella ya no acertó a saber si él respiraba. Entonces David se tensó. Un vehículo llegaba por el camino.
Sarah retiró las manos y se dirigió a la ventana.
—Oh, Dios. Es un coche de policía —murmuró.
Se volvió hacia el caballete, pero la habitación estaba vacía. Fuera, crujió la escalera de la terraza.
Sarah respiró hondo y abrió la puerta.
—Hola, Carver.
—Hola, Sarah. ¿Te importa que pase? —Carver se quitó el sombrero al entrar—. Llevo un par de días intentando localizarte.
—¿Te dijo Margaret dónde podías encontrarme?
—Fue idea mía; pensé que seguramente estarías aquí.
—¿Por qué?
Carver se apoyó en la isla de la cocina.
—¿Conoces a tu vecino Rich Haskins? Juego a póquer con él una vez al mes y el pasado noviembre le pregunté cómo te iban las cosas. Me dijo que le habías pedido que conectase de nuevo la electricidad de la cabaña. Le pareció raro. No creía que quisieras venir por aquí en invierno.
Sarah notó que se ruborizaba. No había pensado en Rich.
—Vivimos en una ciudad muy pequeña. —Carver echó un vistazo a la habitación—. Yo también estuve aquí el pasado verano, poco después de la desaparición de David. ¿Lo sabías?
Sarah asintió.
—Te dije dónde encontrar la llave.
—La verdad es que la llave no estaba donde me dijiste. Pero la puerta no estaba cerrada y encontré la llave en la encimera, donde David debía de haberla dejado.
—Creo que voy a sentarme. —Sarah acercó una silla a la mesa.
—Eso es una buena idea. —Carver se detuvo ante el caballete de David—. Me fijé en el cuadro de David la última vez que vine.
—Lo pintó hace tres años —dijo Sarah rápidamente—, cuando pasamos un mes juntos aquí.
Carver no respondió. Se sentó junto a Sarah y ambos contemplaron el río.
—Ésta es la parte más difícil de mi trabajo —dijo él.
—No te preocupes. Te estaba esperando.
Carver se metió la mano en el bolsillo y colocó algo sobre la mesa: un objeto de piel marrón, maltratado por los elementos y con una esquina rota.
—¿Qué es esto? —preguntó Sarah.
—¿No lo reconoces?
Ella negó con la cabeza.
Carver alzó el objeto.
—Unos adolescentes encontraron un cuerpo hace cuatro días. El río lo había arrastrado hasta un bosque, a unos trece kilómetros de aquí. Está muy descompuesto, pero lo que queda del chaleco concuerda con la descripción que nos diste el pasado verano. Y encontramos esto en el bolsillo.
Carver dejó la descolorida cartera ante los dedos de Sarah. Ella la abrió muy despacio, sacó las tarjetas de plástico y las ordenó como si fuera a jugar una mano de póquer. Una imagen desvaída de David le sonrió desde el carné de conducir.
—Me gustaba mucho David —dijo Carver—. Era un buen hombre.
Le falló la voz y Sarah vio que tenía las manos cerradas, los dos puños sobre la mesa. Le sorprendió su propia tranquilidad, una sensación casi de alivio; una parte de su vida terminaba para que otra pudiese empezar. Posó la mano sobre la de Carver y murmuró:
—¿Crees en los fantasmas, Carver?
Él se secó los ojos.
—¿A qué te refieres?
—Sólo es una pregunta. ¿Crees en los fantasmas?
El policía ladeó la cabeza, como si esperase una broma.
—Pues la verdad es que sí.
—¿Qué dirías si te contase que he estado viendo el fantasma de David aquí, en esta cabaña? ¿Que vengo aquí a hablar con él y a pasar tiempo con él, y que él se sienta en la misma silla donde estás sentado ahora? ¿Dirías que estoy loca?
Sarah acabó con una carcajada, pero Carver tenía una expresión atenta, la estudiaba en silencio.
—Diría que no eres la primera en contar tales cosas… Pero yo, en tu lugar, no lo hablaría con nadie.
Sarah hizo un gesto de asentimiento.
—Te diré algo más, algo que sólo saben otras dos personas. —Carver se inclinó levemente hacia ella—. Estaba con mi padre en el hospital cuando murió, hace cuatro años. Tenía ochenta y dos años y una buena neumonía, por lo que yo sabía lo que iba a pasar. Pero cuando murió, sentí algo, como que su espíritu se desplazaba por la habitación, y hasta el día de hoy juro que noté una mano en mi hombro. —Se levantó y se tocó el hombro izquierdo—. Él siempre me ponía la mano en el hombro de aquel modo, desde que yo era niño, y noté su peso en esa habitación de hospital. Después la sensación desapareció. Pero sé lo que sentí y nadie podrá decirme que no fue real.
Sarah sonrió.
—También es real para mí… pero después me parece que lo he soñado. —Sarah miró el río—. Ahora está ahí fuera. Tengo que ir a hablar con él.
Carver se removió, inquieto.
—No me gusta la idea de dejarte sola ahí fuera.
—No tardaré. —Sarah se levantó y abrió la puerta—. Si esperas a que termine, te seguiré con el coche de vuelta a la ciudad.
David estaba sentado al final del embarcadero, sacando una larga astilla de la barandilla que tenía al lado. La arrojó al agua mientras Sarah se sentaba a su lado.
—Carver ha traído tu cartera. Han encontrado tu cuerpo. Supongo que habrá un funeral, ahora que hay algo que enterrar.
David arrojó otra astilla al agua.
—Prefiero incineración. Arroja las cenizas al río.
Sarah observó los pedacitos de madera que se alejaron flotando río abajo.
—¿Recuerdas lo que me dijiste que habías visto en el fondo del río, cuando te ahogabas? Habías visto que te llamaba, que te pedía que volvieses a casa. Creo que eso es cierto, creo que quería que volvieses para poderme disculpar por los últimos años de nuestro matrimonio.
David negó con la cabeza.
—No tienes que disculparte de nada.
—Siempre hay algo de lo que arrepentirse. —Trazó las letras P E R D Ó N en el dorso de su mano izquierda—. Pasé mucho tiempo enfadada. Enfadada con el mundo, por no darme todo lo que yo esperaba. Enfadada contigo, que seguías con tu carrera mientras la mía no iba a ninguna parte… Nunca hiciste nada malo: ni bebías, ni tenías aventuras, ni flirteabas con tus alumnas. Creo que yo quería que hicieses algo mal, para ponerte a mi nivel.
—Hice muchas cosas mal… —objetó David, pero Sarah lo detuvo.
—¿Conoces el último acto de Las brujas de Salem? ¿Cuándo Elizabeth Proctor habla con John? Él está decidiendo si confesar, es una cuestión de vida o muerte, y ella piensa en su matrimonio. Elizabeth le dice: «Era una casa fría la que yo cuidaba». Ésa es la frase que recordé cuando desapareciste: «Era una casa fría la que yo cuidaba».