Authors: Christian Cameron
Al sur y al este de Creta pareció amainar el mal tiempo e hicimos un buen varado, y la primera noche que dormimos en una playa todos los hombres besaron la arena. No profiero ninguna blasfemia cuando digo que las furias debieron de tener que perseguir un montón de delitos y de rupturas de juramentos. Quizá algún otro bastardo llamara su atención.
Los cretenses no son como los demás griegos. Los hombres de Creta son adoradores de la guerra y tienen aristócratas y siervos; la mayoría de los labradores no son en absoluto hombres libres, sino algo parecido a esclavos. Solo los aristócratas combaten y algunos de ellos todavía utilizan carros. No tengo buena opinión de su primitiva agricultura. Es una maldición de juventud no saber mantener la boca cerrada y, por eso, en nuestra tercera noche en la gran casa del noble del lugar, Sarpedón de Aenis, me encontré discutiendo con hombres de la localidad acerca de la mejor manera de cultivar trigo y cebada. En el calor de mi enfado ante la intransigencia de un estúpido, utilicé una frase desafortunada —«no los llamamos cretenses gratuitamente»— y este imbécil me retó, pidiendo sangre.
—¿Estás de broma? —pregunté. Había bebido algo de vino.
El me dio una bofetada como una mujer.
—Cobarde —dijo—. Nenaza.
Idomeneo se acercó y me dijo que tenía que pelearme o quedar avergonzado. Yo me eché a reír. No me avergonzaba de nada y tampoco tenía mucho interés por pelear. Pero el noble me lanzó una mirada fulminante y los otros hombres empezaron a gritarme por mi aparente cobardía.
Se llamaba Goras y lo maté. Era un buen luchador, pero estaba medio borracho y no era rival para mí. El único riesgo provenía de la oscuridad y de la bebida; prometí no volver a luchar nunca en tales condiciones. Sus primeros golpes fueron disparatados y, por eso mismo, peligrosos, pero apoyé bien los pies, le metí la lanza por la garganta y cayó al suelo; en el salón se hizo el silencio, Herc movió la cabeza hacia los lados. Me recogió junto con el resto de sus hombres, pagó una indemnización y nos sacó de allí. Por la mañana, navegamos, dirigiéndonos al oeste siguiendo la costa sur de Creta.
—Esto me ha costado el valor total de la mercancía —me dijo por la mañana—. ¿No puedes guardar esa espada en su vaina?
Yo no estaba muy seguro. En aquellos días, matar me traía a menudo una nube negra; tuve que sentarme solo y alicaído. Pero escuché sus palabras y eran sabias.
Mientras costeamos Creta, tuvimos buen tiempo y vendimos nuestro aceite de oliva ateniense y unos hermosos vasos con figuras rojas y negras, con enorme beneficio, en el mercado de Hierápitna y el humor de la tripulación mejoró. Pero no por mucho tiempo.
Herc me llamó aparte después de que nos invitasen a la casa del noble.
—¿Podrás aguantar sin matar a nadie hasta que hayamos terminado nuestros negocios aquí? —me preguntó.
Yo asentí.
—Guardaré silencio como una tumba.
Pero, por supuesto, no fue así.
En realidad, poco podía hacer yo. La noticia de mi pelea había corrido por la costa hasta allí. Y la noticia de la revuelta jónica estaba por todas partes y los hombres se comportaban como hombres, como guerreros. Como ellos no habían participado, tenían que menospreciar a quienes sí lo habíamos hecho. Y, como habíamos perdido, tenían que humillarnos.
He podido observar este patrón de comportamiento en demasiadas ocasiones. Más vino, aquí.
Estábamos en la casa del noble y Herc había enviado a Idomeneo a vigilarme. Yo estaba en silencio, escuchando sin hablar, tratando de ser de esa clase de hombres… bueno, de la clase de hombres como Eualcidas, silencioso y alegre. Los adultos te dicen siempre que ese es el camino a la excelencia, pero se olvidan de decir que es más fácil guardar silencio y mostrarse digno y alegre cuando tienes cuarenta años y has ganado diez batallas. Es como conseguir mujeres: mucho más fácil cuando eres demasiado viejo para disfrutarlas.
¡Ah!, soy un viejo estúpido. Demasiado cierto.
Los escuché mientras menospreciaban a los efesios y a los atenienses, y no dije nada. No dije nada cuando se rieron de la juventud de Arístides. Pero sospecho que mis intentos de dignidad no fueron mucho mejores que las persistentes miradas. Yo era carne fácil. Finalmente, un hombre mayor, un jefe, se acercó adonde yo estaba y sonrió.
Yo le sonreí también; me alegraba que, al menos, alguien se interesara por ser mi amigo.
—He oído que mataste a un hombre en otro lugar de la costa —dijo—. Pero tengo que suponer que lo acuchillaste por la espalda… Me refiero a que no hay más que mirarte. No hay cojones. No replicas a los insultos que te dirigimos. ¿O eres una especie de nenaza? —añadió, y se echó a reír enseñando todos los dientes.
Yo echaba chispas. Aquí es donde se supone que los héroes hacen un buen discurso, pero me cogió por sorpresa y fallé. Me hervía la sangre y, cuando Idomeneo trató de sujetarme el brazo, yo le di un puñetazo en la boca. Después me di la vuelta.
—¿Quieres morir? —pregunté. No recuerdo qué más dije. Solo eso.
El se echó a reír. Y me lanzó un puñetazo, un puñetazo rápido, derecho a mis defensas, y me noqueó, dislocándome la mandíbula.
Yo estaba allí tirado, rabiando de dolor, y él volvió a reírse.
—¿Este es su gran matador de hombres? —preguntó a sus amigos.
Cuando me puse en pie, ni siquiera adoptó una postura de pelea. Hizo una finta y después volvió a la carga y sentí mi sien derecha como si su nudillo la hubiese atravesado.
Todos se rieron; todos excepto los atenienses. Ellos no se reían, pero no sirvió de nada. En el barco de Herc, no estaban todos mis amigos, los hombres que habían combatido a mi lado.
Y el mismo Herc se agitaba incómodo, pero no movió un dedo.
No era cobardía. Solo trataba de ser un práctico hombre de negocios.
Yo me levanté despacio. No pensaba demasiado bien. Y estaba lleno, invadido, del más puro espíritu de Ares. Ares, el dios odioso. Estaba inflamado de odio. Me sentía
traicionado
.
Yo era joven.
Mi torturador avanzó de nuevo y yo tropecé hacia él, y él volvió a reírse. Todos se rieron. Eso es lo que mejor recuerdo: las carcajadas.
La rabia y el odio me invadieron y, con ellos, un plan, y seguí mi plan.
Dejé que me persiguiese por el salón. Me caí sobre los bancos. Acepté la humillación, retrocediendo, retrocediendo siempre, huyendo incluso. ¡Oh, sí! Yo era el cobarde que él me creía, paso a paso, y los hombres rugían a carcajadas al ver mis travesuras.
Excepto Herc. El me conocía y sus ojos iban agrandándose y, cuando estuve cerca de él, me gritó algo, suplicante.
Después, mi cabeza se aclaró. Dos golpes fuertes en la cabeza no te dejan mucho margen en una pelea. Pero, si estás acostumbrado a encajar golpes —y yo lo estaba—, puedes recuperarte, si estás vivo y la sangre sigue circulando por ti. Había estado retrocediendo por el salón unos cinco minutos, y había encajado golpes en mi abdomen, pero tenía buenos músculos, y en los muslos, adonde los otros torturadores me lanzaban sus puños cuando me cogían desprevenido en el pasado.
Cuando tuve la cabeza clara, salté de un brinco un banco y una
klinia
y me coloqué en el espacio abierto en medio de todos los hombres. El vino hacia mí y todavía se reía.
Lanzó su puño, y yo se lo atrapé en el aire, rompiéndole el brazo. El sonido de la fractura de su brazo fue como el chasquido de una rama de un viejo olivo.
Después, le rompí el cuello.
Y todos dejaron de reírse. Yo no dije nada. Los miré allí tumbados en sus divanes, paralizados en el acto de sobar a sus chicos.
Ahora, ellos tenían el furor y yo estaba tranquilo. Vi cómo salía de mí la furia y entraba en ellos. El había sido alguien que les gustaba, alguien que les caía bien. Ahora era carne.
Ellos eran guerreros. Tenían elaborados códigos de honor y no se lanzarían a por mí todos a la vez.
Herc movió la cabeza y todos los atenienses se reunieron. Los cuchillos empezaron a aparecer por el salón, y las espadas.
Yo pasé revista a los cretenses, buscando a un jefe. Me gustaría decir que era como un lobo voraz, o un león que acabara de matar un toro, pero estaba conmocionado por la muerte. Le había roto el brazo; ¿había pensado en todo momento romperle el cuello también?
Sí.
—El me atacó —dije a la sala—. Y me insultó. ¿Cómo tendría que haberle respondido?
Herc me tocó el hombro y yo me estremecí, no de miedo, sino porque estaba tenso, esperando que vinieran a por mí.
—Vamos —dijo—. Antes de que te maten.
Nos dejaron marchar, Todavía me pregunto por qué. No vi miedo en ellos, solo rabia, el mismo enrojecimiento embriagador que yo había sentido.
Después de aquello, no éramos bienvenidos en ningún sitio. Ningún grupo —los cretenses viven en grupos de guerreros, como los espartanos— nos daría de comer y ningún hombre comerciaría con nosotros. Mis compañeros remeros me miraban con miedo y los oía murmurar tras mi espalda desnuda mientras remábamos en el largo barco hacia el oeste, siguiendo la costa sur de Creta. Fue un período negro.
Remamos siguiendo la costa y la noche siguiente acampamos en una playa. Traté de dormir yo solo, pero, en cambio, me senté, despierto, a mirar las estrellas. Entonces Herc se acercó, y con él Cleón, el hombre que iba detrás de mí cuando saqueamos Sardes.
Ellos se movieron y yo me moví. Es difícil explicar cómo unos hombres que pueden luchar y matar en la falange no son capaces de hacer, ¡oh!, muchas cosas, como hablar con un amigo que está actuando mal o conseguir que te mire una chica que te gusta de verdad, Hay muchas maneras de ser cobarde. Así que nos sentamos un rato, mirando las estrellas.
—No puedo seguir teniéndote a bordo —dijo Herc, de repente.
Ya estaba. Todos sabíamos que tenía que decirlo. Yo había esperado algo diferente, pero lo sabía… lo sabía por su denso silencio. Tampoco los había perdonado por dejarme en la estacada. Ni ellos se perdonaban a sí mismos… por eso me lo recriminaban. ¿Ves? Nada es sencillo.
Así que me quedé mirando las estrellas un rato más largo. Pero mi furia murió, en su mayor parte, con el hombre al que le rompí el cuello; por eso, tras una pausa más prolongada de lo que nadie quería, dije:
—Lo sé.
Me encogí de hombros, creo. Pero estaba amargado y era joven.
—Mañana llegaremos a Gortina —dijo Herc—. El reino más rico de Creta. El rey siempre está contratando a mercenarios.
Haré todo lo que pueda por ti… te lo prometo. ¡Por Hermes, el señor del comercio! Pero tú, amigo mío, estás bajo una maldición que pesa sobre tu cabeza, un signo para todo hombre que pueda verlo. Y tu maldición mata. Los hombres deberían amarte. Eres un héroe. En cambio, te temen. Y yo también. No puedo arriesgarme a llevarte a través del agua azul hasta El Pireo. Cualquiera te clavará un cuchillo y te dará como alimento a Poseidón. Una tormenta es lo que haría falta. Te destriparían.
Asentí.
—¡Solo quiero ir a casa! —dije de repente.
Herc desvió la vista.
Cleón me pasó un brazo por los hombros. Nunca lo he olvidado. Cleón no me abandonó. Más adelante, yo no lo abandoné y, si escuchas, lo oirás. Pero dijo:
—Herc tiene razón. Y tú puedes coger un barco a El Pireo en primavera. Quédate aquí un tiempo. Gana algún dinero. Acude a un sacerdote, cuéntale lo que hayas hecho. Purifícate —me dijo. El brazo se tensó—. Deja de matar.
Sí. Creo que lloré.
Herc fue también tan bueno como su palabra.
Gortina está asentada en las montañas, sobre el mar; es, si no bella, una plaza fuerte y descansa sobre la estructura de un castillo más antiguo, asentado sobre rocas colocadas por gigantes y titanes; en Gortina, el pasado te rodea, de manera que, cuando estás en el templo de Poseidón,
Agitador de la Tierra
, puedes mirar hacia abajo, a través de un agujero que está en el suelo de las rocas colocadas por los dioses, hace mil vidas de hombres o más.
La población portuaria se llama Lebena. El señor de Gortina posee todas las poblaciones que están en el tramo de costa y no he estado en ningún lugar en el que la división entre bajo y alto fuese tan profunda. Tan profunda como el mar…, tan alta como las montañas grisáceas que se elevan desde ellas.
Herc supo venderme, en efecto, alardeando de mis destrezas de combate y de mi aprendizaje ante el rey y sus jefes guerreros en el comedor del rey. El monarca tenía un palacio, pero no pasaba ningún tiempo en él; en cambio, vivía con otros nueve ricos aristócratas en un edificio de magnífico mármol en la calle que acababa en el antiguo templo de Poseidón. El edificio estaba recién construido, pero al modo de un
megaron
de estilo antiguo. Los diez hombres tenían sus divanes dispuestos en torno al hogar, y había más esclavos de los que podrías sacudir con un bastón.
Yo me mantuve en silencio mientras Herc me ensalzaba.
—Es un matador de hombres —dijo uno de los aristócratas—. Mató a Laenis en Hierápitna… eso es lo que hemos oído. ¿Qué ocurrió? Tú, muchacho, cuéntalo.
Sacudí la cabeza.
—Los hombres se burlaron de mí —dije—. Se burlaron de mis amigos, se burlaron de los hombres con los que estuve en la guerra. Me encolericé.
El rey se llamaba Aquiles. Era lo bastante mayor para que su cabello fuese sobre todo gris…, gris en pecho y espalda, aunque tenía en el pecho unos músculos como una estatua. El asintió.
—Mi hijo necesita aprender de un matador de hombres. Pero no si el matador no puede controlarse a sí mismo —dijo, y se levantó—. Caballeros, mañana iremos a cazar un jabalí.
Todos asintieron. Cazar es una forma excelente de calibrar la valía de un hombre, e iban a calibrar la mía.
Recuerdo que dormí mal, no por la preocupación, sino por la vergüenza o, mejor dicho, por el miedo. ¿Estaba loco? ¿El dios de la guerra me había robado mi ingenio?
Cansado y con los ojos enrojecidos, salí del
megaron
de huéspedes al salir el sol, encontré un manantial en la falda de la colina y me lavé. Por primera vez en muchos días, quizá más, recé. Recé a Heracles, mí antepasado, y a Atenea, porque ella era la enemiga de Ares y yo ya no quería saber nada de Ares. Después, bajé de la colina adonde se habían congregado cuarenta o cincuenta hombres con lanzas. Desnudos. En Creta, los hombres cazan siempre desnudos. La moda más destacada es tener un cuerpo perfecto. Y, al haber puesto todo de su parte para tener uno, nadie quería cubrir esa obra con ropa.