Authors: Christian Cameron
Después, se aproximaron los carios. Desde mi avanzada edad, sospecho ahora que intentaban atacarnos mientras la caballería machacaba nuestros flancos, pero, como con la mayoría de los planes que requieren que los hombres cooperen en el campo de batalla, lo fastidiaron, de manera que los hombres de Caria avanzaron en solitario.
Arístides vino y dijo algunas cosas. Sonaban bien y lo ovacionamos, pero lo único que veía era el muro de bronce que se nos acercaba y lo
grandes
que eran los carios. No me sentía como un héroe en absoluto. Esperaba que me llegara ese maravilloso sentimiento, pero
no llegó
.
—Cuando lleguen al pie de la loma —dijo Arístides finalmente—, cantaremos y avanzaremos hacia ellos.
Pude ver que esto sorprendió a los hombres que me rodeaban, y eso significaba que sorprendería a los carios. Teníamos una hermosa cota segura y ellos tenían que subir hasta nosotros de cara al sol.
—¡Joder! —dijo Cleón detrás de mí—. Mira eso.
Todos nos detuvimos, atentos a Arístides y él, en cambio, miró al sur. Teníamos una vista soberbia del campo de batalla, por lo que pudimos ver cómo los milesios abandonaban y huían.
En ningún momento llegaron siquiera a alcanzar las líneas persas.
Arístides los miró con indignación.
Los carios habrían hecho mejor dándonos unos minutos. Nos hubiésemos marchado. La batalla había acabado. Nuestro estratego ya había huido.
En cambio, ellos hicieron como se les había ordenado y avanzaron.
—Los derrotamos y luego nos vamos —dijo Arístides. Después, dio las órdenes correspondientes para algo que habíamos practicado pero que, en realidad, nunca habíamos hecho en combate—. ¡Medias columnas traseras! —gritó—. ¡Al frente! ¡Ar!
Formamos un denso muro, lo que los espartanos llaman
sinapismo
, poniendo escudo sobre escudo. Pero la profundidad se había reducido a la mitad: en vez de ocho en fondo, estábamos de cuatro en fondo.
En cuanto formamos en orden cerrado, elevamos nuestras voces y cantamos, y comenzamos a bajar la loma.
En muchos aspectos, este fue mi primer combate en una falange. ¡Oh!, ya sé, era el cuarto o el quinto, pero, en todos los demás, estuve detrás y el combate finalizó rápidamente, o había estado solo, como en el combate del paso.
En esta ocasión, ambos contendientes pelearon como leones.
Cuando estás en primera línea, hay un instante, justo antes de que las líneas entren en contacto, en el que un hombre adiestrado puede herir a su oponente con una lanzada. Cuando chocan las dos líneas no es posible un buen combate con lanza: te limitas a arrojarla con la mayor rapidez y fuerza posibles hasta que se rompe el astil, momento en el que desenvainas la espada.
Yo tenía dos lanzas; la mayoría de nosotros teníamos un par de ellas, equilibradas para tirarlas con largas correas de cuero. Cuando estábamos a una distancia de cinco pasos, avancé el pie izquierdo en el momento del peán y lancé la primera. La mayoría de nosotros lo hicimos, y doscientas lanzas pesadas se estrellaron contra los carios cuando las suyas venían directamente contra nosotros. Si el martilleo de las flechas de los medos había sido como la caída de granizo en mi escudo, la sacudida de una lanza caria era como si te pegasen con un tablón.
Tuve en la mano mi segunda lanza en los tres últimos pasos. Recuerdo haber quedado muy satisfecho con mi primer lanzamiento y lo bien que cambié las manos, y di un paso adelante, planté el pie y la lancé por encima de la cabeza, en diagonal y recta.
Chocamos con su línea de frente y nos pararon en seco. Y nosotros los paramos a ellos.
Mi lanza entró bajo el casco del cario y este cayó al suelo.
Dejé el arma. Estaba bloqueado contra un hombrón y su lanza estaba sobre mi hombro derecho, tratando de matar a Cleón. ¡Ares, aquel agolpamiento era muy compacto! Nos doblaban en número, y nosotros teníamos la loma detrás. Ellos tenían armaduras y tamaño.
Nadie cedía un ápice.
Saqué mi espada de debajo del brazo y golpeé con ella bajo mi escudo, porque las dos líneas estaban demasiado pegadas para poder dar un tajo. La punta rebotó en la protección del muslo y repetí el golpe una y otra vez; finalmente —parecía que los dioses no iban a hacer nada—, hundí la hoja en la pierna en la que se apoyaba, le corté los tendones y cayó.
Levanté la espada por encima de mi cabeza en el suspiro que tardó su compañero de columna en hacer chocar su escudo contra el mío. Le asesté un golpe en el casco y lo derribé, cortándole parte de su penacho y estampándole el casco en la mejilla. El tropezó y yo empujé con fuerza su escudo, y él cayó, tropezando con su compañero, y, en un abrir y cerrar de ojos, mi espada se movió a diestra y siniestra, al nivel de la cintura o un poco más abajo. Le di un tajo en las nalgas y en la parte trasera de sus piernas —tajo atrás, tajo adelante— y después, el de la tercera fila atravesó la maraña y vino hacia mí, y yo le estampé la espada en su casco. No llevaba penacho, su casco resonó y yo lo golpeé otra vez. El tiró su lanza para sacar la espada y Cleón hincó la suya directamente en la
tau
del antifaz de su casco; un lanzazo magnífico.
Yo conocía mi oficio y ahora sentía el poder.
Rugí
y di un empujón para apartar al moribundo; golpeé con fuerza al de la cuarta fila con mi escudo lanzándole un tajo hacia atrás al de la tercera, sin mirarlo siquiera, de tal manera que mi espada se rompió sobre sú casco, pero él cayó al suelo, probablemente inconsciente.
Cleón me pasó su lanza por encima del hombro. Él la soltó y yo empecé a combatir con ella, y debió de conseguir otra de los hombres que estaban detrás de él, porque, cuando se rompió la lanza, me dio otra.
Ahora, los de las filas cuarta y quinta de la hueste caria trataban de alejarse de mí. Ninguno de ellos quería enfrentárseme y comencé a herirlos, golpeándolos en sus muslos y gargantas con certeros lanzazos. Un matador de hombres como yo es más peligroso cuando nadie le hace frente. Nadie concede
tiempo
a un hombre para que planee sus golpes o acabará con toda una fila.
No los maté. Simplemente los herí para que sangraran y cayeran derribados. Nadie es valiente cuando el rojo fluye de una vena abierta.
Detrás de mí, Arístides y Heráclides y todas las columnas a ambos lados de la mía avanzaron por el agujero que yo estaba horadando, y ellos continuaron la ofensiva.
Después, tan repentinamente como había comenzado la tormenta de bronce, finalizó. La presión que sentía en mi pecho se apagó y finalmente desapareció. Se levantó el polvo y yo pinché mi lanza prestada en un hombre cuando se daba la vuelta, golpeándolo y dejándolo tirado, sin matarlo. Cuando di un paso por encima de él, trató de darse la vuelta y levantar su escudo, pero yo metí la punta de mi lanza en el punto no protegido de la parte superior de su espalda, dañando su columna vertebral, y se retorció como un pez arponeado, ya muerto, pero suficientemente vivo para saberlo.
Cleón agarró una de las alas de mi coraza de escamas que cubría mis hombros y me arrastró.
—¡Vámonos! —dijo.
Toda la falange ateniense estaba dando la vuelta en medio de la polvareda. Los carios huían y nosotros también lo hacíamos… no desarticulados, pero sabíamos lo que se nos venía encima.
Yo quería derribar a cada puto cario y matarlo. Debajo de todo aquel bronce, no eran más que hombres, y ahora que el poder estaba conmigo, quería castigarlos por haberme asustado.
Así es como se sienten los hombres cuando el enemigo se descompone; durante un momento, todos son matadores, y muchos esposos y padres mueren antes de recuperar el sentido y percatarse de que el enemigo está huyendo y ellos pueden sentarse y deleitarse con la victoria.
Los hombres son tontos.
Cleón no era ningún tonto, y él me cubrió las espaldas como un campeón de una historia y probablemente me salvara la vida. Por eso, cuando giramos loma arriba, lo seguí y nos movimos aprisa, a través de la polvareda y hasta la cima, bajando después por el otro lado, hacia el norte.
Me detuve en lo alto de la colina y miré al sur. Aun a través de los remolinos ascendentes de la polvareda de la batalla, pude ver que todo el ejército griego estaba huyendo. En el centro, donde Artafernes se había enfrentado con su guardia a los efesios, la gran águila de Persia brillaba al sol y los efesios corrían como chiquillos asustados.
Miré hacia atrás, por encima de mi hombro, y vi la caballería lidia que avanzaba.
Le advertí de ello a Arístides y regresé a mi puesto. Trotamos juntos, descendiendo de la vieja acrópolis y saliendo a la llanura y rodeando después una alberca.
Arístides dio un grito y dimos la vuelta. Hubo un momento de confusión y después encajamos unos con otros nuestros escudos; la caballería lidia se apartó tirándonos lanzas.
Seis veces dimos la vuelta y mantuvimos nuestra posición. La última vez ya había tenido bastante y, cuando se dieron la vuelta para alejarse, salí del frente de la falange y corrí tras ellos. Nos despreciaban y había mucho polvo; atrapé a mi hombre antes incluso de que hubiera emprendido la marcha. Mí lanza mató a su caballo, y después puse la punta en sus ojos mientras yacía bajo el animal. Otro soldado empezó a girarse para volver hacia atrás, y ese fue su error. Arístides cargó contra ellos; toda la falange ateniense cambiando de dirección como un banco de peces, pasando de presa a depredador en un abrir y cerrar de ojos. Los lidios lucharon para controlar sus caballos y debimos de matar a quince o veinte de ellos antes de que salieran huyendo.
El primer lidio al que maté tenía oro en el tirante de su espada, y Cleón me ayudó a quitárselo por la cabeza. Después vi la espada, que era un arma muy fina: una hoja larga y delgada, estrecha, cerca de la empuñadura y ancha y afilada cerca de la punta. Mírala… ahí la tienes, en la pared. Bájala, es la garra de mi cuervo. La hoja se rompió sobre mí más adelante y conseguí una nueva. La vaina es la misma… Es una larga historia, le costó algún tiempo volver a mí, como una esposa enfadada.
Toca esa hoja, cariño. Las vidas de cincuenta hombres acabaron a través de esa punta. Sí, quizá más. Aquel lidio tenía una buena espada y un buen caballo, y más tarde oí que era un buen hombre, un amigo de Heráclito, para más lástima, pero Ares me lo puso al alcance de la mano y yo lo tomé. Creía que estábamos vencidos y él y sus compañeros murieron bajo nuestras lanzas.
Después, regresamos a nuestras filas y salimos de allí a toda marcha.
Hicimos diez estadios como si fuese una carrera, y después paramos. Era media tarde y el sol todavía estaba alto. Bebimos agua; habíamos corrido bastante y estábamos más o menos a salvo.
Los eubeos estaban llorando.
Eualcidas había caído y ellos habían abandonado su cuerpo.
Nunca llegué a saber cómo ocurrió. Debió de haber descendido en los primeros momentos del combate contra los carios, porque es cuando se cometen los errores. Y cuando nos dimos la vuelta para huir, nadie estaba muy seguro de que le hubiesen alcanzado. Los eubeos tuvieron más bajas que nosotros y quizá todos los hombres que iban a su alrededor también hubiesen muerto.
Pero la vergüenza de abandonar a la ruina su cuerpo era más de lo que se podía soportar.
Arístides, con toda su nobleza, no podía entender que estuvieran hablando de ello. Habíamos perdido a un montón de hombres en el combate e íbamos a dejarlos para poder alcanzar rápidamente nuestros barcos. Para Arístides, por vil que fuese, abandonar los cadáveres era el precio de salvar su mando, y nunca fue un hombre que pusiera su honor por encima de auxiliar a sus hombres, que es por lo que lo queríamos.
Pero los eubeos empezaron a gritar, y estaban llorando, como digo.
—¿Aceptarán los medos una tregua para enterrar a los muertos? —preguntó Heráclides.
Arístides negó con la cabeza.
—Somos rebeldes contra el Gran Rey —dijo—. Artafernes no aceptará a un mensajero nuestro.
Los hombres empezaron a mirarme. No sé quién fue el primero, pero pronto un montón de cabezas se volvieron hacia mí, y yo sabía lo que se esperaba de mí. Es el aspecto más injusto de la elevada reputación: cuando escoges ser un héroe, no tienes elección en estas cuestiones.
Probé varias veces la forma de llevar mi nueva espada hasta que me gustó su caída, y levanté la lanza que me habían dejado.
—Iré y lo traeré, pues —dije—. ¿Os parece?
Pude verlo todo a través del rostro de Arístides. Yo no era un ciudadano, no entraba en sus cuentas, Mi pérdida era aceptable. Y, sin embargo, era un hombre verdaderamente noble.
Se me acercó. Mantuvo baja la voz.
—Todos te hemos visto —dijo.
Quería decir: «Todos te hemos visto destrozar a los carios». Sus ojos estaban fijos en los míos. «Di una palabra y te prohibiré ir», añadió. Quería decir que, si yo quisiera, él me facilitaría la excusa. Eso, jóvenes amigas, es nobleza.
¡Demonios!, era un buen hombre. Un hombre que entendía a los que eran como yo. Y recuerdo que él estuvo en primera línea cinco o seis veces, no porque le gustara, sino porque era su deber. Era valiente. Porque no le gustaba. ¡Claro que no!
Pero yo negué con la cabeza.
—Iré —dije—. Dame a dos esclavos que transporten el cuerpo.
Cleón me facilitó voluntariamente a su italiano y los eubeos prestaron al muchacho cretense de su héroe. Estaba llorando.
Hice una profunda inspiración buscando la fuerza del combate, sin encontrarla. Ni siquiera tenía ganas de caminar hasta los barcos, mucho menos de dar la vuelta y desandar diez estadios. No tenía ningún plan ni idea de aquello a lo que me enfrentaba.
Pero ya conocía mi papel… Eualcidas me lo había enseñado. Por eso, me encogí de hombros como si nada.
—Nos reuniremos en los barcos —dije, tratando de parecer tranquilizador, grande y noble.
Había dado tres pasos cuando Arístides me cogió y me abrazó. Nuestros petos, su coraza de bronce y mis escamas, rechinaron al juntarse. Y entonces vino Herc.
—Vete directamente al río —dijo.
—¿Cómo? —pregunté. En realidad, no estaba escuchando; estaba tratando de convencerme de lo que acababa de decir que haría.
El extendió el brazo y señaló la larga pendiente hacia el distante río.
—Haré que mis remeros se muevan en cuanto llegue a la playa —dijo rápidamente—. Vete al sur con el cuerpo. Yo iré a por ti. Lo juro por los dioses.