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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (40 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Maté a hombres.

Ningún hombre me mató a mí.

No lo supe en el momento, pero fui uno de los dos hombres que alcanzaron su muro. Lo logramos y me dijeron después que perforamos unos huecos en su muro de escudos como un gran punzón de hierro que pinchase en el bronce.

La falange nos seguía de cerca y ninguna flecha cayó sobre ella. Bramaban, aunque yo no lo oí. Estaba en un mundo no mayor que el suelo empapado de sangre que tenía bajo mis sandalias y los límites de mi casco, Recuerdo que los golpes caían sobre mi casco como el martillo de
pater
sobre su yunque, y más golpes rebotaban en las escamas de mi espalda y acuchillaban la parte exterior de mis muslos y mi brazo derecho, pero me negué a parar. Recuerdo eso. Recuerdo que decidí que seguiría adelante a su través y vería qué pasaba después. Empujé, pisoteé y maté, y no recuerdo haber combatido contra los lanceros, sino solo haber matado a arqueros, destrozando sus rostros y sus arcos y avanzando, avanzando siempre, y el dolor de los golpes en mi espalda y en mi casco, y después, más rápido de lo que puedo contarlo, había llegado al otro lado. Me encontraba ante la roca del paso y me di la vuelta. Mis dos lanzas habían desaparecido —los dioses sabrán dónde— y saqué mi espada, puse la espalda contra la roca y rajé a todo persa que avanzaba hacia mí.

Eran valientes. Unos cuantos de ellos, de las filas traseras, hombres sin experiencia, me rodearon. No tenían escudos ni lanzas y no eran gran cosa mano a mano; me cercaron torpemente y, a pesar del ruido que me llenaba la cabeza, los maté. No a todos, los justos para que el resto se detuviera y dudara.

Después, llegó la presión, la clase de presión que sufres en una pesadilla, y me encontré aplastado contra la roca, y el
aspis
contra mi garganta y mis muslos, y grité por el dolor que me causaba.

Entonces, llegaron unos hombres gritando mi nombre, y se acabó todo.

Eualcidas fue el primero que me abrazó. Se echó atrás el casco sobre la frente; estaba temblando de la cabeza a los pies y tenía una flecha que atravesaba limpiamente su casco.

—¡Por Ares! —dijo—. ¡Sabía que eras hermoso!

Y en aquellos cinco minutos, en el tiempo en que los relojes de agua dan a un hombre para decir lo que piensa en la asamblea, yo ya no era un hombre.

Me había convertido en héroe.

La mayor parte de los otros ocho hombres que corrieron con nosotros estaban muertos o malheridos. Solo Eualcidas y yo llegamos a la línea del enemigo. Y habíamos causado daños importantes a los medos, matando a quince y dejando fuera de combate a otros veinte. Teníamos cautivos.

Yo estaba tan aturdido que estaba enfermo. Vomité sobre las rocas y Heráclides me recogió el pelo. Después, bajamos del paso al lugar de donde partimos. Los esclavos enterraron a nuestros muertos y nosotros esperamos al sol. Bebí el agua que me dieron los hombres y después vacié el agua y el vino de mi cantimplora.

Eualcidas se me acercó.

—Si vuelven, ¿lo harás de nuevo? —preguntó.

Sonreí.

—Por supuesto —dije.

Era como la locura, el olor del buen vino o el momento en que una mujer deja caer su peplo antes de que puedas tocarla.

¿Quieres saber lo que hace diferente a Aquiles de los demás hombres entre los nobles aqueos? Homero debió de conocer a algunos matadores de hombres. El nos conocía. Porque un hombre —un buen hombre, y el mundo está lleno de ellos— puede mantenerse firme en un buen día. El fija su actitud: o está encolerizado o es simplemente joven. Y se mantendrá firme y matará, combatiendo sus miedos y a sus enemigos a la vez. Nosotros honramos a esos hombres.

Pero los matadores de hombres
siguen vivos
cuando no queda nada, sino ese miedo y la urgencia del espíritu, cuando todo lo de tu vida cae y
estás
al filo de tu espada y en la punta de tu lanza. Los matadores de hombres combaten a diario, no en un buen día. Eualcidas era serio. Sabía que podíamos tener que entrar de nuevo corriendo en la tormenta de flechas… y, ahora que me había tomado la medida, quería que corriese con él.

Y, por supuesto, yo quería ir.

No, eso no significa que no tuviese miedo. Estaba aterrorizado. Pero tenía que sentir ese terror una y otra vez.

Pero ellos no volvieron, y una hora después de anochecer, marchamos en la oscuridad, a la luz de una antorcha, descendiendo el resto del paso, hacia la llanura.

14

A
rtafernes nos siguió hasta la llanura, pero ahora tenía la caballería lidia y a algunos medos, y ellos hostigaron nuestra retirada. Le habíamos comprado a Aristágoras un día solo para que lo derrochara como el idiota que era. Y por eso, justo dos días más tarde, mientras mis heridas todavía no habían sanado y los dolores del combate en el paso eran aún fuertes, nos obligó a combatir.

Aristágoras nos formó. Por aquella época, detestaba a los atenienses y estaba visiblemente asustado; era un traidor en una revuelta que llevaba las de perder. Eualcidas no ocultaba su desprecio, y Aristágoras respondió como cualquier insignificante tirano, poniéndonos a la izquierda y cuestionando nuestro valor. Puso a sus milesios a la derecha, frente a los medos, y colocó a los efesios en el centro, con los quianos y los lesbios. Formó las líneas a la vista de Artafernes. El sátrapa respondió moviendo su mejor infantería —los carios, que más tarde se unieron a la revuelta— contra nosotros. A diferencia de Aristágoras, Artafernes nunca creyó su propaganda. Sabía que los atenienses y los eubeos eran los más peligrosos.

Aristágoras estableció nuestras líneas al final de la tarde del segundo día después del combate en el paso. Estuvimos en nuestros puestos hasta que las sombras se alargaron, y después volvimos a nuestras hogueras y comimos. Yo no tenía ningún esclavo, pero el de Cleón, un hosco muchacho italiano, me hizo un estofado y recibió mis monedas con un placer cuidadosamente ocultado.

Eualcidas y yo nos sentamos juntos después de comer. La mayoría de los hombres pensaban que éramos amantes. Quizá si las cosas hubiesen discurrido de otra manera, podríamos haberlo sido, porque él era Patroclo en todo lo que importaba y quizá yo fuese Aquiles. En todo caso, nos sentamos y hablamos y otros hombres vinieron y se sentaron con nosotros, no solo atenienses y eubeos. Vino Epafrodito con algunos hombres de Lesbos, y también estaban en torno a la hoguera algunos quianos e incluso milesios. Bebimos vino y el cantor de Eualcidas —tenía un rapsoda— nos declamó unos mil versos de la
Ilíada
. Su hijo cantó otro poema y Estéfano vino, me estrechó la mano y bebió vino conmigo.

Los hombres me trataban de forma diferente. Me gustó; me gustaba ser
señor
. Era un héroe y los demás héroes me aceptaban como tal. Nos tumbamos en pieles de ovejas, escuchamos la
Ilíada
y bebimos vino; la vida era buena.

Te digo una verdad,
zugater
. la guerra es dulce cuando eres uno de los héroes.

Más tarde, por la noche, vino Arquílogos. Se puso a la luz de la hoguera hasta que lo vi. Me levanté y fui a abrazarlo, pero él interpuso sus manos entre nosotros.

—No somos amigos —dijo.

Recuerdo haber asentido. Entonces comprendí, por primera vez quizá, que no era posible que fuésemos amigos y que él mantuviese su lugar en el mundo.

—He oído que has conseguido el nombre de héroe —dijo—. Que diste muerte a diez medos en combate.

Asentí.

El sonrió, pero solo un momento.

—¡Por todos los demonios, Doru! ¿Por qué te follaste a mi hermana? ¡Podríamos haber sido hermanos! ¡Mi padre te quiere!

De nuevo me acerqué, pero él desvió la cabeza.

—Pater
pretende perseguirte ante los tribunales —dijo—. Aristágoras hace como que no sabe lo que ocurrió, pero ha sugerido que revoquemos o neguemos tu manumisión y que se te tome como un esclavo escapado. Ni
pater
ni yo lo aceptaremos —añadió, y se cruzó de brazos—. ¿Por qué? —me preguntó y, de repente, se encolerizó. Había venido a hablar, pero yo había arruinado su vida, o así lo creía.

Sabía que un encogimiento de hombros podía desencadenar una pelea.

—No lo sé —dije con mucho cuidado.

—¿Fue a causa de Penélope? —preguntó, con su cara mirando a la luna nueva.

Traté de acercarme a él.

—La… la primera vez, creí que
era
Penélope.

Eso le hizo darse la vuelta.

—Ni siquiera sabía que Penélope y tú estuvieseis… nada —dijo.

—Sí lo sabías. Lo olvidaste… porque tú eras el amo y yo, el esclavo —dije. Después me encogí de hombros—. Penélope te quiso más. Y, como todos nosotros, quería su libertad.

—Está embarazada —admitió—. Yo la liberaré. Y me ocuparé de que tenga un empleo.
Mater
la tomará para tejer.

—A ella le gustará —dije.

—La puta de mi hermana se casará con Aristágoras. ¡Oh, es un gusano! —escupió Arqui.

—Ella… planea. Hace planes y después los lleva a cabo —respondí, pero decidí que cualquier cosa que yo dijera empeoraría las cosas. Estábamos manteniendo una conversación, pero era algo frágil, como una telaraña en un río.

—¿Por qué quiere casarse con él? —preguntó Arqui.

Yo hice de nuevo una pausa. Quizá fueran los tres días con Eualcidas, pero quería medir cuidadosamente mis palabras.

—Parte de ella cree que no merece nada mejor —dije—. Parte de ella quiere a un hombre que pueda
controlar
.

—¿Y eso eras tú? —preguntó. Ahora estaba airado. No le había dado la respuesta correcta.

—Ambas cosas —admití.

El hizo una inspiración profunda.

—Si vencemos mañana… —dijó, y mis esperanzas aumentaron. Porque, a pesar de todas mis conversaciones con tus refinadas personas sobre el heroísmo, lo que realmente quería era volver con mi familia, aquella casa de Efeso, y a las lecciones diarias con Heráclito.

—¿Sí? —pregunté.

—Huye —dijo—. Huye lejos. Y no dejes que te atrape Aristágoras —añadió, echándose la clámide sobre el hombro—. Me alegro de que estuvieras allí… en el paso.

—Yo también —respondí. Eso es todo lo que pude decir. Era verdad. Conocía a mi antiguo amo. El también lo llevaba en su alma. El habría corrido directamente hacia los medos o muerto en el empeño.

Se marchó.

Yo lo dejé marcharse.

Aún pienso en ello. He modificado aquella conversación un millón de veces, dicho cosas mejores, lo he seguido y me he peleado con él en el suelo.

No obstante, no es eso lo que ocurrió.

Quizá, si lo hubiese hecho, podría haberse evitado mucho dolor.

Nunca te prometí una historia feliz,
zugater
.

Por la mañana, formamos pronto. Ahora, yo estaba en primera línea y, por primera vez, podía ver todo el ejército. Los atenienses estábamos en una pequeña elevación, con las ruinas de una antigua población a nuestros pies. Yo apoyaba mi escudo en el borde de una antigua pared sepultada en el suelo. Este había sido un pueblo con una pequeña acrópolis hacía mil años, yo lo vi. Después miré al sur, a lo largo de nuestras líneas, y pude ver que éramos un ejército que no valía nada.

Cada contingente formaba por separado, a excepción de los enemigos hereditarios de Atenas y Eubea. El resto de ellos se agrupaba en pequeños regimientos, y sus líneas no eran de un nivel uniforme. Aristágoras había puesto a sus milesios ligeramente adelantados, para mostrarnos a todos lo valientes que eran, y cada vez que otro contingente trataba de acoplar sus escudos con los de ellos, él hacía que se adelantasen unos pocos pasos.

Arístides nos colocó sobre nuestra pequeña colina. Situó a Eualcidas y a sus hombres a nuestra derecha. Tuvieron una conversación y después Arístides se nos acercó y señaló detrás de nosotros.

—Si el ejército se disgrega —dijo—, nos vamos al norte. Podemos marchar durante toda la noche y alcanzar el estuario por la mañana, y dejar a los medos que atrapen a los locales —añadió, y se encogió de hombros.

Heráclides apuntó a la caballería lidia, que estaba acercándose a la izquierda de Artafernes, de manera que vendría hacia nosotros.

—¿Por qué no nos marchamos ahora mismo? —preguntó.

Arístides negó con la cabeza.

—Para que nadie diga que los atenienses huyeron primero.

Detrás de mí, Cleón escupió.

—Moriré sabiendo que di mi vida para que mi ciudad tenga una buena reputación ante los putos jonios —dijo—. Ellos ya nos odian. Dejemos que sean los moribundos.

Estos sentimientos eran compartidos por muchos, pero Arístides los ignoró y mantuvimos nuestros puestos mientras llegaban los carios y formaban frente a nosotros.

Ellos relucían. No por casualidad los medos los llamaban los
hombres de bronce
. Iban más acorazados que cualesquiera otros hombres que yo hubiese visto, y cada hombre de primera línea llevaba una coraza y grebas de bronce, y la mayoría tenían piezas para cubrir los muslos y brazaletes, y algunos llevaban puños de metal e incluso armadura para los pies que les cubrían las sandalias. Sus escudos tenían el frente de bronce y ellos eran
hombres grandes
. Yo siempre había detestado combatir contra hombres que fuesen más grandes que yo.

Artafernes recorrió su línea de un extremo a otro y lo ovacionaron, aunque era el señor extranjero. Apostaría que había más griegos jonios en su ejército que en el nuestro.

Aristágoras no hizo ninguna arenga. Estuvimos allí toda la mañana y entonces, inmediatamente antes del mediodía, los milesios cantaron su peán y avanzaron.

El resto de los rebeldes también avanzaron, pero lo hicieron con vaivenes, y la izquierda se quedó atrás. Arístides no parecía tener prisa en que dejásemos nuestra colina.

La caballería lidia avanzó al trote ligero, decidida a flanquear nuestra falange y apartarnos. Yo observaba la caballería y la temía. Los griegos no tienen mucha caballería y no siempre saben enfrentarse bien a ella.

Pero Arístides había hecho su trabajo y, por el flanco de nuestra colina, había huertos y viñas pequeños, pero vallados, y todos nuestros esclavos y
skeuoforoi
estaban dentro de esos recintos. Ellos atacaban los flancos de la caballería con hondas y jabalinas, y los lidios no se paraban a combatir. Daban la vuelta y se marchaban. Siempre he pensado que el defecto fatal de la caballería es la facilidad con la que abandona el campo.

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