Sangre guerrera (36 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Ninguno de ellos se percató de mi presencia, pero discutieron mucho entre ellos,
zugater
. Si hubiese sido la mitad de veterano de lo que me creía, habría olfateado el problema como lo hizo Arístides.

Arístides los observaba con desprecio y Arqui estaba preocupado e inquieto. Hiponacte veía cómo miraban a su hija y Briseida capeaba la ola de su deseo como un diestro piloto.

No fue una fiesta agradable y yo no debía haber estado allí. Ellos bebían y se peleaban y cada uno de ellos se creía Agamenón o Aquiles. Al sexto cuenco de vino, Diceo el eretrio levantó la copa.

—Tu hija se mueve como una bailarina. ¿Pueden hacer sus labios la flauta que hacen las chicas? —preguntó.

Los hombres lanzaron una carcajada… y después se produjo un silencio sepulcral. Hiponacte se levanto de su
klinia
y parecía dispuesto a matar.

—Sal de mi casa —dijo.

Diceo se echó a reír.

—¿La vistes como a una puta, la traes a una fiesta y luego te ofendes cuando digo lo que piensan todos los hombres? Vosotros los orientales sois blandos y vuestras mujeres son putas —dijo, y se bebió el vino.

La copa sonó como un gong contra el suelo, y su cabeza dio en el suelo un momento después. Sonó hueca, como una calabaza. Estaba sin sentido.

Yo lo había puesto fuera de combate, y ahora lo levanté —entonces era fuerte— y lo llevé al patio; después lo tiré en la calle, en el estiércol. ¡Oh, qué fácil es crearse enemigos!

Darkar evitó que volviese a entrar en la fiesta. Así que me fui a la cama y, más tarde, fui a ver a Briseida, y ella me abrazó con un vigor que me asustó.

—Me encantó cómo lo dejaste sin sentido —dijo—. ¿Qué flauta hacen las chicas?

Le expliqué, con algún rubor, lo que hacían. Ella se echó a reír.

—Eso no es bastante para mí —dijo—. ¿Qué placer sacan las chicas? —añadió, y nos reímos juntos.

La mañana siguiente, corrí seis estadios con Arqui y él nos ganó a todos. Lanzamos jabalinas y combatimos con lanzas. Después de entrechocar escudos y magullarnos mutuamente durante una hora, vino Agasides y nos ordenó bajar a la playa. Los mensajeros estaban gritando en el agora y en las escalinatas de todos los templos, y todo el ejército se estaba reuniendo por primera vez.

La playa era una visión del caos. Estábamos reunidos una muchedumbre de unos siete mil hombres, y Aristágoras colocó sus contingentes en la falange. Puso a los atenienses a la derecha de la línea, en el lugar de honor. Los efesios estaban en el centro, hacia la izquierda.

Cuando Agasides tuvo su lugar en la columna de batalla, escogió a los hombres para la primera línea. Escogió a Hiponacte, pero no a mí ni a Arqui. Pocos hombres de Efeso me conocían y, a pesar de mi excelente armadura y mi victoria en los juegos, los efesios no me consideraban como un ciudadano; no lo era. Agasides, por supuesto, me conocía como uno de los hombres que habían herido a su hijo y como antiguo esclavo.

A Arquílogos y a mí nos pusieron juntos, en la quinta fila. Sin la menor duda, éramos los dos mejores atletas de la ciudad y, probablemente, los mejores hombres de armas, pero Efeso había conocido tres generaciones de paz y Agasides situó a los hombres de acuerdo con sus filias y sus fobias y sin considerar la falange como una máquina de combate, Hiponacte había luchado varias veces contra los piratas y, a pesar de su fama de poeta blando, era una buena elección, Pero todos los demás ocupantes de la primera fila eran compañeros de bebida, compañeros de negocios y aliados políticos de Agasides.

Fuimos uno de los últimos contingentes que formó y presentábamos un aspecto malo. Otros comandantes de contingentes vinieron y nos miraron mientras nosotros rezongábamos y cambiábamos de lugar sin parar. Un hombre reclamó ocupar un puesto de primera línea —formulándolo siempre en términos políticos— y Agasides se mostró indeciso, sopesando unos intereses frente a otros.

Cuando, al final, ocupamos nuestros puestos, vino Aristágoras y se dirigió a nosotros; a pesar de todos sus defectos, tenía unos pulmones de metal. Nos dijo que el ejército marcharía hacia el interior del país, a Sardes, por los pasos de las montañas y que todos los hoplitas y sus esclavos tenían que concentrarse en dos días, después de la fiesta de Heracles —es la fiesta que celebran en Efeso, nada parecida a nuestras fiestas beocias—. Dos días, y partiríamos.

Fue la primera vez que la mayoría de los hombres oyeron que atravesaríamos el país y se oían muchas quejas.

Hablé con los hombres que tenía a mi alrededor y me di cuenta de que ninguno de ellos había estado en un muro de escudos ni combatido con bronce o hierro. Eran como un pelotón de vírgenes que fuesen a hacer el trabajo de chicas flautistas. Yo solo tenía diecisiete años, pero había visto tres batallas campales y había matado.

Después de la llamada a asamblea, Arqui me llevó aparte.

—Tienes que dejar de hablar tanto —dijo—. ¡Vas a desmoralizarnos! A veces, lamento que seas libre. No puedes dirigirte a los prohombres de la ciudad como si fuesen bobos.

Me encogí de hombros.

—Arqui, son estúpidos, y los hombres van a morir. Yo he combatido en una falange. Ninguno de estos hombres lo ha hecho. Yo debería estar en primera línea.

Arístides tenía su casco sobre la frente. Estaba apoyado en sus lanzas, escuchándonos, y después se acercó. Miró a Agasides y escupió.

—¿Estabas allí cuando tu padre detuvo a los espartanos? —preguntó.

Yo asentí.

—Yo estaba allí —dije. No mencioné que era un
psilos
que tiraba piedras.

El asintió.

—Entonces, deberías estar al mando. Estos chicos —dijo, y señaló a Arqui con la cabeza— morirán como chivos expiatorios si nos enfrentamos a los medos.

Arqui se ruborizó.

—Yo mantendré mi posición —dijo.

Arístides se encogió de hombros.

—Entonces, morirás solo —dijo.

Volví a la casa y dediqué unas horas a poner un par de cuervos sobre la protección nasal de mi casco. Suavicé el metal trabajado templándolo, y después tuve que dar golpes más cortos para trabajar desde el interior de la campana del casco, pero el trabajo quedó bastante bien. Sentado en un taburete pequeño frente al yunque, dale que te pego en mi trabajo, solo en el cobertizo, estaba a salvo de la cólera que había despertado en la asamblea.

Había empezado a poner una banda de hojas de olivo en la frente cuando algo tapó la luz que venía de la puerta.

—¡Estoy trabajando! —dije sin volver la cabeza.

—Ya veo —dijo Heráclito. Entró y yo me levanté rápidamente.

—Quédate donde estás. Pensé que te encontraría aquí —dijo, y miró alrededor, examinando mis piezas de práctica—. Pareces encaprichado con los cuervos —dijo con una sonrisa.

—Mi familia somos los Corvaxos —dije—. Los cuervos.

—¡Ah! ¿Y por qué? —preguntó.

Le conté la historia de los cuervos y la Daidala, y después le hablé del pelo negro de mi hermana y de cómo mi padre colocaba el cuervo sobre sus obras.

El filósofo que era quería ver cómo se trabajaba el metal, por lo que arranqué una hoja de olivo del interior del casco y refiné y pulí la obra, trabajándola desde fuera. Le mostré cómo el bronce quedaba endurecido gracias al trabajo.

Vio cómo templaba la parte trasera de la corona y me recordó al viejo Empédocles, el sacerdote de Hefesto, cuando se refirió al tubo de bronce que utilizaba para elevar el calor del fuego de la fragua.

—Ya había visto antes el fuego y el metal juntos —dijo—. Supongo que ya sabías que el fuego ablanda y el trabajo endurece —añadió, y sonrió. Después frunció el ceño—. Con el hierro, el fuego se endurece.

Negué con la cabeza.

—¡Eres el hombre más sabio que conozco, pero no eres herrero! El fuego ablanda el hierro. Para endurecerlo, se apaga en vinagre cuando está caliente.

—El agente es el fuego —dijo—. El agente del cambio siempre es el fuego.

No podía discutírselo.

Miró las hojas nuevas alrededor de la frente del casco.

—¿Ganaste la corona de olivo en los juegos de Quíos? —me preguntó.

Sonreí con orgullo.

—Sí —respondí—. Ahora las llevaré para siempre.

Dio una vuelta en torno a mi obra y yo le expliqué cómo aplanar el metal para suavizarlo y endurecerlo. Después le enseñé cómo fundía el bronce y lo vertía sobre pizarra. El jugó con el tubo de bronce, como lo había hecho Empédocles, y sopló a su través, haciendo que el fuego se avivase, y rio gozoso.

—Todas las cosas son un intercambio igual con el fuego, y el fuego para todas las cosas —dijo—. Mira cómo usas el carbón para hacer fuego, y el fuego funde el bronce. Tú te limitas a intercambiar el carbón por el fuego, igual que los hombres de los muelles cambian oro por una carga.

Yo asentí porque eso tenía sentido para mí.

—Así ocurre con la cólera y con la guerra —dijo—. La cólera es para los hombres lo que el fuego es para tu fragua. Y, si erradicamos esa cólera, podrían suceder muchas cosas.

Yo me encogí de hombros. El me cogió por el hombro.

—Tú estás lleno de cólera —dijo—. La cólera da fuerza, pero al precio del alma. ¿Sabes lo que estoy diciendo?

Dije que sí, como un chico. En realidad, le había oído, pero no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, es decir, qué significaban sus palabras para mí. Él había bajado del templo para decirme precisamente aquello, pero yo era joven y estúpido.

Lo abracé y él me dejó; después acabé mi obra.

Aquella noche, me fui a dormir pronto, pensando en levantarme e ir con Briseida, pero estaba cansado y dormí durante toda la noche. Después, al día siguiente, teníamos una asamblea de armas e hicimos ejercicios elevando y bajando nuestros escudos y formando a la izquierda, de manera que bajamos a la playa y formamos un frente sobre los atenienses, desde una columna en una línea profunda.

Arístides decía que era horrible. Yo no tenía ni idea. Este tipo de ejercicio era ajeno a mi limitada experiencia de la guerra.

Por la tarde, leí Tales a Briseida. Ella me sonrió.

—Estuve sola la noche pasada —dijo, y yo di un respingo, porque lo dijo delante de Penélope.

Por eso, aquella noche atravesé la cortina de cuentas, entrando en su habitación. Hicimos el amor y estuvo muy bien. Después comenzamos a hablar de mi marcha a través del país.

Yo quería que me dijera que me amaba y que me echaría de menos. Pero ella solo estuvo juguetona y, cuando buscaba una expresión de cariño, ella agarró mi miembro y me besó hasta que yací con ella de nuevo.

Estoy haciendo que os ruboricéis. Pero el tiempo del rubor se ha terminado y ha llegado la parte más dura.

Estábamos acostados juntos en su
klinia
después de la segunda vez. Ella estaba tumbada encima de mí, y su peso —concedo que no era mucho— caía sobre mis caderas. Ella estaba lamiendo ociosamente el cardenal de mi hombro cuando oí unas pisadas fuertes en el vestíbulo. Tuve tiempo de quitármela de encima.

Las cuentas se abrieron e Hiponacte irrumpió en la habitación.

Tenía una espada.

Detrás de él estaba Darkar, y detrás de ellos, Arqui con Penélope a la zaga, con sus ojos aterrorizados.

Hiponacte levantó la espada. Dudó, creo que sin saber a quién de los dos matar primero.

Yo le quité la espada con la misma facilidad con que le quitas una cuchara a un niño. Después me interpuse entre él y su hija.

¡Oh, las furias debían de estar riéndose!

Lo que más daño me hizo fue la mirada de dolor en el rostro de Arqui.

Hiponacte estaba llorando. Me pegó con el puño, sin pensar que yo tenía una espada… tan encolerizado estaba.

Yo tiré la espada, en vez de matarlo con ella. Y él me pegó de nuevo. Yo caí al suelo.

Cuando me volví hacia Briseida, ella tenía la espada. Me miró… con desprecio.

—¡Parad esto! —dijo Briseida. Tenía dieciséis años y, sin embargo, su voz paró en seco la guerra que dominaba la habitación.


¡Puta
! —gritó su hermano. Sonó como si sufriera un dolor físico.

—¿Cómo has podido…? —comenzó a decir su padre. Sollozaba—. ¿Qué maldición pesa sobre las mujeres de esta casa?

Briseida estaba allí de pie, desnuda, con la espada en la mano. La sostenía con pulso firme y, cuando su padre fue a acercarse a ella, ella le pinchó en el pecho con la punta.

—No te acerques más —dijo—. Mi virginidad nunca ha sido tuya para que la canjeases.

—¿Qué? —preguntó Hiponacte—. ¡Tira la espada!

Ella negó con la cabeza.

—Vete a la cama. Ya hablaremos de esto por la mañana.

Hiponacte inspiró, estremeciéndose, y explotó.

—¡Tú, perra infiel! —bramó—. ¡Y yo permití que tu hermano y esta basura atacaran a Diomedes! ¡El tenía razón! Te venderé en la calle… Te venderé a un burdel. Te sacrificaré…

Ella le pinchó con la punta.

—No —dijo ella, y miró a Arqui—. Lleva a
pater
a la cama —añadió.

Arqui estaba temblando. Me lanzó una mirada.

—Él debe morir —dijo Arqui.

Se acabó la amistad.

Ella me miró.

—¿Por qué? —preguntó—. El no es nadie y nunca lo contará.

Sus palabras me cortaron como si la espada que sostenía me hubiese atravesado la carne.

Se acabó el amor.

Ella se echó a reír.

—Sois todos unos imbéciles. Este cuerpo es mío. Lo utilizaré como yo quiera. Si quiero tener placer con un hombre o un perro, así será. Lo aprendí de
mater
, y de Diomedes, y vosotros dos, idiotas, tenéis que aprenderla lección. Los hombres no van a ser mis amos. Por Artemisa, la virgen, y por Afrodita, yo seré el ama y no la esclava.

Ellos retrocedieron.

—Morirás siendo una perra solitaria —le dijo su padre.

Briseida se echó a reír.


Pater
, eres muy querido para mí, pero eres tonto. Yo moriré siendo la reina de Lidia. Aristágoras ha aceptado casarse conmigo —dijo, y volvió a reírse.

Algo murió en mí.

—¿Qué? —escupí. Fue muy bueno que no tuviese un arma en la mano en ese momento.

Briseida me sonrió, con una sonrisa como la que las mujeres casadas dirigen a los niños en el ágora.

—¿Crees que iba a casarme contigo porque tengas una buena armadura? —dijo, y apuntó la espada hacia su padre y su hermano—. En cuanto caiga Sardes, me casaré con él.

Se volvió hacia mí y me sonrió.

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