Authors: Christian Cameron
—Si le dijese a mi hermano que creiste que yo era una prostituta, te mata —dijo—. Somos pescadores. Mi padre y mi hermano reman para el gobernador Pelagio —añadió. Bajo su cabello largo, negro y muy aceitado, sonrió—. El es grande.
Se hizo un bocadillo con algo de nuestro pescado y pan, le puso un poco de aceite y volvió a su extraña postura al lado de la hoguera, comiendo el bocadillo con satisfacción. Cuando terminó, se chupó los dedos.
Pensé que era como un gato, un gatito, en realidad. Lesbos y Quíos están llenas de gatos hambrientos.
—Entonces —dije con curiosidad, pero procurando no ofender—, ¿qué haces merodeando entre los hombres,
galé
? —le pregunté.
Galé
significa «gato» o «hurón», y utilicé la palabra de manera afectuosa; ella era como un hurón, un bonito hurón.
—Tú eres occidental, ¿no? Guardas a tus mujeres en casa y te tiras a las otras, ¿verdad? —dijo, y se echó a reír. Tendría unos catorce años. Todo, desde el movimiento de sus caderas hasta su forma de hablar, hacía que Penélope, la esclava, pareciera una señora de calidad. De todos modos, recuerdo su forma de reírse, como si me compadeciese—. Las chicas quianas tenemos nuestra propia vida, al menos hasta que algún hombre nos llena con un bebé —añadió, y se encogió de hombros—. ¡He matado un ciervo! —dijo, cambiando de tema de un modo un tanto infantil.
Me eché a reír y me arrellané.
—Yo también.
Ella me sacó la lengua. Ambos nos echamos a reír y ahí acabó la frialdad.
Una hora después, estaba sentada con su espalda apoyada en mí. Era una noche fría y yo le había puesto mi capa. Le conté historias de caza en el Citerón y sobre mi hermana y
pater
; hasta lloré un poco. Ella era buena y no dijo nada. Me habló de una vez que navegó en el barco de su padre durante una tormenta y yo le conté la tempestad por la que habíamos pasado hacia Troya; después hablamos de los dioses y cantamos juntos algunos himnos.
La gente pasaba delante de nosotros constantemente; no me imagino estando solos en aquella playa. Mientras cantábamos, se acercó Heráclides a la hoguera con una chica llamada Olimpia, el nombre más grande para la campesina de caderas más anchas de toda la Hélade, pero ella y la muchacha que estaba frente a mí eran de la misma aldea y hablaban en su rápido jonio, que apenas podía seguir.
Herc era mayor que yo, pero era un buen compañero. Bebió un poco de vino y contó chistes, buenos chistes, y después todos nos quedamos en silencio. ¡Oh, cariño!, recuerdo aquella noche como una noche de pura felicidad, la felicidad de la buena camaradería. Me levantó la moral, por lo que no me sentí tan condenado al fracaso. Estaba equivocado, por supuesto. Hubiese sido mejor ser cauteloso y estar asustado, pero, en realidad —y te pido, señor, que estés de acuerdo conmigo—, si estamos preocupados durante toda nuestra vida, ¿cuándo beberemos vino y nos divertiremos?, ¿eh?
Exactamente. Pasaron las horas. Cantamos de nuevo, y entonces me di cuenta de que la muchacha que estaba recostada sobre mí —todavía no sabía su nombre, aunque sabía el de su hermana y el de su padre y cuántos años tenía cuando tuvo su primera regla y a qué diosa se encomendaba— tenía una hermosa voz. Yo había oído el coro en el templo efesio de Artemisa, eso sí, y sabía distinguir una buena voz en cuanto la oía.
Estaba pensando precisamente en cómo una niña de una aldea tenía una voz así cuando un trío de hombres corpulentos se acercó a nuestra hoguera.
—Esa es mi hermana, chaval —dijo el más grande. Lo dijo con una sonrisa que privaba a sus palabras de malicia. Era condenadamente grande para tener que preocuparse por ningún hombre en aquella playa.
Yo ya había crecido todo lo que tenía que crecer, salvo la anchura de un dedo o así, y no era un hombre bajo de estatura, pero este quiano me sacaba la cabeza y su mano era mucho más ancha.
—¡Estéfano! —dijo mi chica, y dio un salto, llevándose mi clámide y abrazando a su hermano.
Yo también me levanté, en el complejo maremágnum de pensamientos que afecta a un hombre cuando lo aborda el hermano de una chica que no ha corrompido. No quería parecer asustado, pero él era grande. No parecía enfadado, pero he visto a hombres como él lanzar un golpe sin el menor aviso, cruzándole la cara a alguien. El tenía esa pinta.
—Me llamo Doru —dije—. Tu hermana es mi amiga invitada. Siéntate al fuego y bebe vino, si te apetece.
Bonito, ¿eh? Ya sabes, cariño. A veces hacemos estos discursos más tarde para que suenen mejor a los bardos como tu amigo, pero yo había tomado la cantidad de vino adecuada aquella noche, suficiente para soltarme la lengua y no lo bastante para que se me atascase.
Estéfano sonrió maliciosamente.
—Invitada, ¿eh? —dijo. Se echó a reír—. Debéis de ser un caballero, señor. Ningún pescador quiano tiene nunca una «amiga invitada».
Gruñó cuando probó el vino.
—Buen vino. Perdón, señor. Me parece que sois un caballero y yo me estoy poniendo en ridículo.
Nadie me había llamado «señor» en toda mi vida.
—Estéfano, nací en una familia de labradores en la lejana Beocia y he sido esclavo durante años. Acaban de darme la libertad. No hay señores aquí, a menos que vuelva mi amo Arqui.
Entonces, me dio una palmada en la espalda y se echó a reír… Estuvo riéndose un buen rato, con una risa profunda, gutural, que hizo que todo el mundo quisiera reírse también. ¡Ares, era grande! Y me presentó a sus dos amigos, amigos remeros, los hombres que se sientan debajo de él en su sitio, en el barco de su señor. No recuerdo sus nombres. Sé dónde murieron, y te contaré esa parte cuando lleguemos a ella. Pero eran hombres buenos, y buenos compañeros, y siento haberlos olvidado. Venga un trago de vino en su memoria.
Detesto olvidar nombres, cariño. Los nombres son todo lo que tenemos y todo lo que se puede recordar. Ahora soy un noble y, mientras viva, todos los hijos de puta del Quersoneso me temerán y sabrán mi nombre. Pero, cuando muera, ¿quién me recordará? ¿Quién conocerá el nombre de Arímnestos?
Por los cuervos de Apolo, no me prestes atención. Jodido viejo llorón. Demasiado vino. ¿Qué estaba diciendo? Sí, fue una buena noche. La noche en que conocí a Estéfano.
Terminamos todos enroscados en torno a la hoguera. Arqui no volvió aquella noche, pero estábamos una docena o así de nosotros; una de las chicas de la ciudad se fue y volvió con un haz de paja —había estado vendiéndola durante todo el día, dijo—, nos tumbamos sobre la paja como pollitos en un nido y nos dormimos, nos despertamos y hablamos, y nos dormimos. Se llamaba Melaina, Lo aprendí de oírle a Estéfano censurarla por dormir a mi lado.
—Te despertarás con su polla en tu culo —dijo, y se echó a reír. Así se entendía el sentido del humor en Quíos. Pensaban que todos amábamos a los chicos. O hacían como que lo pensaban.
Me desperté al alba. El cabello de Melaina olía a pescado. Ella me arrimó sus caderas y me susurró que no me estaba permitido moverme. Yo tenía que levantarme y me dio un poco de corte…
hum
, la proyección que me había crecido, pero ella se echó a reír, sin despertarse del todo, y me dijo que si tenía que hacer pis, lo hiciera también por ella, y así podría seguir durmiendo.
Solo cuando me alejé bastante de nuestra hoguera, orinando en la arena, me di cuenta de que los juegos iban a empezar en cuestión de horas, quizá menos, porque siempre empiezan con el sol, y yo había estado despierto la mayor parte de la noche. Bendije al señor Apolo porque la buena compañía me hubiese evitado beber una locura.
Volví a la hoguera y entré en calor mientras la avivaba. Todos los esclavos estaban dormidos. Después me unté aceite. A Arqui no se le veía por ninguna parte. Yo estaba seguro de que Estéfano había mencionado la lucha, por lo que lo desperté.
—¿Estás inscrito en los juegos? —le pregunté.
—¡Su puta madre! —dijo, o unas palabras parecidas, y se despojó de su capa—. Eres un buen hombre —dijo—. ¿Puedes darme algo de aceite? No puedo ir a casa y regresar a tiempo; lo primero es la carrera pedestre.
Así que le unté aceite y fuimos juntos a la playa. En aquella época, los hombres no competían desnudos, como idiotas. Llevábamos taparrabos y yo tuve que darle el que tenía de repuesto. Después corrimos. El tenía piernas largas, pero no entrenamiento.
Llegamos hasta la multitud justo a tiempo para la segunda prueba eliminatoria de la carrera de dos estadios. Gané. No fue fácil, pero le había tomado la medida en nuestra carrera hasta la playa y los demás competidores eran muchachos de la localidad que no lo igualaban en absoluto.
Tú corriste en la carrera pedestre, cariño… ¿y tú, señor? Bien. Es más fácil contar estas cosas a las personas que saben cómo son los juegos. Pero en aquellos días, todo era informal. El gobernador había puesto mojones y empezábamos en uno y girábamos al siguiente y los codos volaban en las curvas. Si quería batir a un hombre tan grande como Estéfano, tenía que mantenerme bien alejado de él en las curvas, ¿eh? Si no, hubiese besado la arena.
Después, estuvimos como espectadores de la otra prueba, en la que, ahora, la mayoría de los participantes eran caballeros —hoplitas, sobre todo atenienses—. Todos eran hombres entrenados, y ni siquiera se preocupaban de empujarse unos a otros. Era como mirar un deporte diferente. Y la mayoría de ellos corrían desnudos, cosa que me pareció… impresionante. Y rara.
La prueba eliminatoria final de gente de la localidad la ganó un joven grande, aplastando a la mayoría de sus competidores. Estéfano estaba a mi espalda, mirando. Como primero y segundo de nuestra prueba eliminatoria, íbamos a correr en la final. El señaló al ganador.
—Clístenes —dijo—. Es un perfecto cabrón.
—Seguro —le dije yo.
Llegó entonces Kylix, y también Arqui. Arqui
sacudió
la cabeza.
—Yo tengo la condenada culpa —dijo—. Es difícil ser un héroe por la noche y también por la mañana —citó a Heráclito, que tenía montones de sentencias de estas para los jóvenes.
—Arquílogos, este es mi nuevo amigo Estéfano —dije, con formalidad efesia. Ellos se miraron uno a otro como potenciales rivales y me molestó que no pudiesen ser amigos, pero ninguno vio en el otro lo que yo vi en ambos, y ellos se apartaron.
Envié a Kylix a por mi armadura. Miré a Arqui, pero negó con la cabeza.
—Tú tienes que ser el héroe hoy, Doru —dijo—. Los únicos músculos que tengo duros están en mi cabeza y en mi polla.
Eso provocó las carcajadas de todos los hombres. Arqui no estaba solo y la mitad de los hombres —más de la mitad— mostraban indicios de una buena noche festiva. Más tarde oí que el hombre al que llamaban Kalós, el Bello, el mejor de los atletas atenienses, tuvo resaca desde el principio hasta el final.
Nos alineamos, pues, en la arena para la final de dos estadios. Yo estaba aliado del señorito quiano grandote, con Estéfano al otro lado. Cosas del sorteo.
Había estado observando al señorito en su primera carrera y sabía que me daría con el codo en las costillas una vez dada la salida. Por eso, cuando el gobernador Pelagio bajó el brazo, salí disparado, partiendo de una postura agachada, como me habían enseñado los entrenadores en Efeso, benditos sean.
Después
, corté en diagonal atravesando el campo.
El alto y bello ateniense, Kalós, iba por el lado interior y le dejé que fuese delante de mí. Desde el principio, estuvimos solos. Detrás de mí se oía un rugido, y algunos gritaban, pero yo seguí pateando la playa, y el desnudo ateniense iba una zancada por delante.
Era rápido, el condenado, Y yo diría que estaba mejor entrenado. Con resaca o sin ella, era el mejor. Y no estaba corriendo al límite de su capacidad. Estaba dando lo justo de sí, midiéndome.
Decidí mi táctica antes del giro. Cuando nos cerramos sobre el mojón, apreté al máximo, todo lo que pude, y lo pasé de sopetón, antes de que descubriera mi táctica. En el mojón, iba por delante de él, sacándole una zancada, y sesgué bruscamente mi marcha,
atravesándome
, de manera que tuviese que perder una zancada o arriesgarse a chocar con el mojón… No era, desde luego, la maniobra más discreta. En los juegos olímpicos era ilegal. Pero así es la juventud. Y después, clavé los pies en la arena; hecha mi jugarreta, lo único que quedaba era correr el estadio de vuelta.
Hay un punto en la carrera en el que ya no hay músculo ni entrenamiento. Todo está en tu cabeza, ¿eh? Yo iba delante. El pondría todo de su parte para alcanzarme, pero mi arranque de velocidad debió de dejarlo asombrado. Y yo pensé: «¡jódete!, si puedo arrancarme así, puedo correr así hasta la meta, si tengo huevos».
Lo hice.
Cuando crucé la meta, podía sacarle el espesor de un
aspis
. Pero ¡por Ares!, lo vencí y después él vomitó en la arena, se acercó y me envolvió con sus brazos.
—Buena carrera —me dijo.
Yo sonreí maliciosamente. Sabía que él era mejor. Y me gustó por su buen humor.
En aquella época, todos los juegos contaban y no había descanso. Así, mientras todavía estaba respirando con fuerza, Kylix me trajo mi armadura para la carrera siguiente, el
hoplitódromo
.
Era de risa. Mi armadura era una vieja
spolas
que le compré en la playa a un mercenario, recortada por un peletero para ajustármela. Tenía un anticuado escudo beocio que había comprado Hiponacte y un par de grebas. Sin ellas no me habrían permitido competir en la carrera. En Quíos, llevaban un
aspis
y grebas: eso era todo. En Platea, corríamos con la panoplia completa. Yo me puse las grebas, que se ajustaban bastante bien, y me alineé.
El gobernador Pelagio no tenía favoritos, aunque, cuando ya me había puesto mi armadura, supe que el señorito grandote era su nieto. Podría haberme hecho correr en la primera prueba eliminatoria, pero no lo hizo, y el reparto se hizo por extracción, sacando los nombres de una olla, justamente. Era, en efecto, un buen gobernador y un juez justo, un ave más rara de lo que podáis pensar, amigos.
Clístenes y Estéfano no habían acabado la final de dos estadios, pues terminaron peleándose en la arena. Estéfano decía que el aristócrata grandote le había puesto la zancadilla, y el señorito decía lo mismo. Pero aún estaban en el concurso. Corrieron en la tercera prueba eliminatoria —creo que los jueces tenían la sensación de que no habían desperdiciado la energía que Kalós y yo habíamos consumido en la carrera—. Corrimos juntos en la cuarta prueba eliminatoria, con otro par de atenienses y uno de los hoplitas lesbios de nuestro propio barco. También él corría bien. El, Kalós y yo lideramos nuestro grupo, y Kalós fue muy por delante hasta el mojón y después se quedó atrás: el vino le estaba robando su oportunidad de gloria, mientras que el lesbio me arrebató la victoria. Se llamaba Epafrodito, y no podía creerse que hubiese ganado. Me esforcé para ser tan simpático como el muchacho ateniense lo había sido conmigo. No fue fácil. Detesto perder.