Authors: Christian Cameron
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Nunca lo había pensado —dijo. Su mano todavía estaba acariciando la mía—. Sé que Arqui lo odia. Y trató de hacerte daño, ¿no? Presumía de eso ante mí. Y Penélope dijo que eras demasiado duro para que te hiciera daño un matón —añadió, y me sonrió.
¡Oh, la adulación de una mujer hermosa! Contemplemos esto como adultos,
Zugater
. Ella nunca quiso a Diomedes, pero era bastante obediente; desde luego, quería ser adulta y le gustaba llamar la atención. Pero que la dejaran plantada iba a ser para mejor. Más drama.
¿Quién va a querer jugar a la obediente esposa cuando puedes ser Medea?
Y yo jugué en sus manos… todo razonable, cómplice y varón. Zeus Sóter, cariño, ella me tocó como una cítara.
Saqué mi mano de entre las suyas y salí de la habitación. Después, fui a buscar a Arqui.
Estaba haciendo el amor con Penélope.
Encontré a Darkar.
—Ocúpate de Briseida —le dije. Y entonces lo comprendí—. ¡Tú sabías que Arqui estaba viéndose con Penélope! —dije.
El asintió y se encogió de hombros.
Yo también me encogí de hombros.
—Gracias por tratar de ocultármelo, de todos modos —dije—. Supongo. Pero lo sé.
Darkar me miró por un momento.
—Ven a mi despacho —dijo. Y, cuando entré, cerró la puerta. Su despacho era una salita bajo la escalera de la bodega donde llevaba las cuentas de la casa.
—Parece que lo sabes todo —dijo, e hizo una pausa—. Escucha, muchacho. Tienes la cabeza encima de los hombros. Si no andamos con cuidado, esta casa se irá al garete, Y si lo hace, si el amo mata a la señora, si Briseida se mata a sí misma, todos seremos vendidos. ¿Me entiendes? No se trata solo de que sea nuestro deber tenerlos separados hasta que las cosas vayan mejor, sino de nuestro pellejo también.
—¡Ares! —dije—. ¿Tan mal está la cosa?
—Drogué el vino del amo aquella noche, la noche en que ocurrió. Y desde entonces, todas las noches —dijo. Darkar tenía los ojos hundidos—. El va a matarla.
—Tenemos que darle otra cosa en qué pensar —dije—, como la guerra con Persia.
Darkar negó con la cabeza.
—Pensé que sería así, pero es peor, no mejor.
Me encogí de hombros. Yo tenía diecisiete años y no quería ser responsable de la felicidad de una familia.
—Tengo una tarea que hacer —dije.
Darkar asintió.
—¿Puedo contar contigo? —preguntó.
—He jurado ante Artemisa que los ayudaré —dije.
El sonrió.
—Buen hombre. Vete a hacer tu recado. ¿Qué te ha dicho ella que hagas?
—Me ha dicho que mate a Diomedes —dije.
Él se acarició la barba.
—Tú no puedes matarlo —dijo él.
—Pero puedo hacerle daño —dije.
—Su padre te mataría —dijo.
—No, si Arqui viene conmigo —dije—. Estoy esperando que acabe de consolar a Penélope.
Darkar era un hombre duro. Sus ojos brillaban a la luz de la lámpara.
—Eso ayudaría a la familia —dijo—. La gente sabrá que aún estamos en pie. Lo apruebo —añadió, y me miró—. No obstante, podrías acabar muerto.
Me eché a reír. Aun entonces, ya había comenzado a sentir el poder. Yo no iba a morir en una pelea nocturna en Efeso.
Una hora más tarde, Arqui lo había hecho con Penélope y entré con un quitón limpio para ella y ropa para él.
Puede que haya sido el momento más valeroso de mi vida. Era difícil cruzar nuestras miradas; ella estaba desnuda, unido su pecho con el de él y ambos ronroneando, Ella había llorado y él la había confortado. Y olían a sexo.
—Amo, ahora te necesito —dije, y le entregué a Penélope la ropa y una toalla—. Siento haberos interrumpido —añadí. Levanté la mano, algo que un esclavo no hace nunca, y callé a mi amo—. He consultado con Darkar. Tenemos que zurrar a Diomedes. Tenemos que demostrar a la ciudad que nuestra casa no está muerta. El insultó a tu hermana. Podría haber roto de forma digna, pero
la llamó puta
. Castiguémosle.
La mirada de Arqui se cruzó con la mía y sonrió. Bendito sea. Comprendió de inmediato.
—¿Esto es por mi hermana? —dijo.
—Por todos nosotros —dije—. Por tu madre también.
Penélope nos miraba.
—¡Tú eres un
esclavo
! —dijo ella—. ¡No puedes castigar a un hombre libre!
La ignoré.
Arqui asintió.
—Vamos a por él. ¿Cómo propones que lo hagamos?
—Él estará en el ágora o en el gimnasio, alardeando, insultándola y excusándose. Ya lo conoces, sabes que lo hará. Una y otra vez, con todo el que se encuentre. Llevemos a Kylix como espía. El vigilará al cabrón. Lo seguiremos cuando se vaya para ir a cenar, lo atrapamos en una calle y le arreamos una paliza que lo deje hecho mierda.
Perdona mi lenguaje, cariño; así hablan los hombres cuando están preparados para la violencia.
Arqui se puso un quitón por la cabeza y yo se lo prendí. Penélope estaba secándose con la toalla. Yo la miré. Ella se volvió y se ruborizó.
Arqui cogió su espada nueva de una clavija de la pared. Yo negué con la cabeza. En aquella época, daba por supuesto que todos los hombres tenían el mismo
daimon
que yo.
—No vamos a matarlo, amo —dije.
—El tiene matones —dijo Arqui.
Por supuesto, yo había estado yendo y viniendo durante semanas entre el campamento persa y la casa. Había pasado por alto un cambio. El padre de Diomedes, Agasides, había contratado a un par de tracios como guardaespaldas. En realidad, como la mayoría de los caballeros de la ciudad, estaba contratando a guardaespaldas para aumentar su capacidad de combate si irrumpía Persia, pero Diomedes exhibía por todas partes a su pareja de tracios.
Me acaricié la barbilla.
—¿No podemos limitarnos a asesinar a sus matones? —pregunté—. Tu padre…
Arqui prescindió de otras consideraciones.
—Tienes todo el derecho, Doru. Tenemos que contraatacar. Asesinar a sus matones puede ser suficiente. Pero tenemos que pillarlos por sorpresa, o no dejarán que nos acerquemos a él. ¿Correcto?
La juventud tiene su propia lógica. No es como la lógica de la asamblea, ni siquiera la de la falange. Arqui estaba encolerizado, y Penélope le había dado valentía, y ella estaba allí mismo, reforzando su deseo de ser fuerte. En la lógica joven, teníamos que quitar de en medio a aquellos hombres.
Pobres bastardos. Un par de esclavos tracios con garrotes. Habían pasado tres horas y Diomedes se encaminaba hacia su casa. Había presumido durante tanto tiempo y tan fuerte del insulto que nos había inferido que lo oímos en el ágora, despotricando como un orador. Kylix lo había seguido para informarnos y nosotros lo estábamos esperando cuando giró, saliendo de la gran avenida del Artemision, y cortó subiendo la colina por un callejón que discurría entre los imponentes muros de los patios de los hombres ricos.
Diomedes me vio primero, Yo estaba apoyado en un muro, limpiándome las uñas con un cuchillo que Ciro me había metido en mi bolsa de regalos.
—¡Mira quién está aquí! —dijo—. ¡El chupapollas! ¡A por él, chicos!
A veces, los dioses son bondadosos. Y la
hibris
[5]
es el peor de los pecados. En un solo día, Diomedes había rechazado la amistad de un invitado, roto un solemne compromiso y presumido de ello en las plazas públicas.
Los dos tracios eran hombres corpulentos e iban tatuados como guerreros, aunque los tratantes de esclavos tatuaban a menudo a campesinos para obtener un precio mejor.
Se separaron y vinieron rápidamente hacia mí, uno por cada lado,… No era ningún disparate. Retrocedí hasta la cancela de la casa siguiente y después me giré y ataqué, yendo a por el tracio de la izquierda. El matón de la derecha trató de cogerme por el flanco y Arqui apareció de la sombra de la cancela y lo destripó.
Fue el primer individuo al que mató Arqui y lo sacó del combate. Se quedó allí, de pie, con la sangre goteando de su espada, mientras el hombre se retorcía de dolor y gritaba por la estocada en sus riñones.
El otro hombre blandió su garrote y yo di un paso atrás, como enseñaban tanto en Persia como en Grecia, y después me balanceé y le corté la muñeca con el cuchillo, y él tiró el garrote, pero yo aún me estaba moviendo —del pie derecho al pie izquierdo, corte— y de repente, estaba sentado en la calle con sus intestinos a su alrededor.
No creí que se hubiesen ganado sus tatuajes. Más tarde, combatí contra tracios, tracios auténticos, y eran, y son, unos cabrones que ponen los pelos de punta, que se balancean hacia ti cuando sus pulmones están llenos de sangre.
Diomedes se dio la vuelta corriendo, pero Kylix le puso la zancadilla. Antes de que pudiera levantarse, yo estaba encima.
Arqui se iba recuperando, aunque estaba blanco como el cuero ateniense.
—¡Lo maté! —dijo—. ¡Lo maté!
—¡Si te atreves a tocarme, mi padre hará que te rajen los perros! —dijo Diomedes—. ¡No me toques! ¡Podría contaminarme una familia de prostitutas!
Era un imbécil. En realidad, deberíamos haberlo matado.
Le agarré la nariz entre el pulgar y el índice y se la rompí con un retorcimiento despiadado. Había visto hacérselo a un esclavo a otro en las canteras.
—Trae a tus perros —le dije.
Arqui le pegó una patada en la ingle mientras él se retorcía en el estiércol, con la nariz echando sangre. Lo pateó unas cuantas veces. De hecho, fue entonces cuando descubrí que mi amo no era más amable que yo.
Le pegamos una buena paliza. Te ahorraré los detalles. Excepto que, cuando acabamos, cogimos un tarro de pintura de Briseida y a él lo atamos a un pilar del pórtico de Afrodita y, mientras lloraba, le pintamos en la espalda: «Chupo pollas gratis». ¿Por qué en el pórtico de Afrodita? Allí es donde los hombres venden sus cuerpos en Efeso. Los chicos se esfumaron mientras hacíamos nuestro trabajo. En cuanto veían algo así, sabían muy bien que se trataba de un desquite.
Entramos en la casa a escondidas por la entrada de los esclavos. Creo que pensamos que, si nos atrapaban entrando, Hiponacte juraría nuestra inocencia, o alguna tontería adolescente por el estilo.
Toda la casa estaba a oscuras; era tarde. Habían servido la cena, y no nos cabía duda de que nos habrían echado en falta gracias a nuestro plan. Y ambos estábamos cubiertos de barro, sangre y cosas aún peores.
Yo ayudé a Arqui a atravesar la cocina, en la que Darkar estaba hablando en voz baja, e ir hasta su habitación.
—Yo te traeré tu agua —dije.
—La caseta de los baños —dijo él—. Necesito lavar mi alma —añadió. Pero después sonrió. No era la sonrisa de un niño ni una sonrisa amable. Pero era una sonrisa de hermano, no de amo—. Tienes que estar limpio. Si te cogen, te matarán. ¿Yo? Yo puedo asumir el peso.
Francamente, estaba de acuerdo.
—Yo me bañaré primero, entonces —dije.
Me deslicé por la puerta y bajé al vestíbulo, hasta la cocina. La cocinera estaba apoyada en el mostrador, hablando con Darkar.
Darkar comprendió todo en cuanto me vio.
—Quémala —dijo, señalando mi clámide. La tiré al fogón de la cocina y la cocinera echó leña encima, echando en abundancia virutas y cortezas preparadas para prender el fuego para hacer que ardiera la tela empapada en sangre. Mi trabajo extra, mi amabilidad y mi popularidad habían conducido a esto, a que Darkar y la cocinera conspiraran para mantenerme con vida.
—Necesito un baño y Arqui necesita otro, después —dije.
Darkar entornó los ojos cuando utilicé el nombre de mi joven amo.
—Él dice que, si me cogen, estoy muerto, pero que, para él, solo será un fastidio. Por eso me baño primero.
Me saqué el quitón por la cabeza, un quitón de trabajo, de lana basta, con el que no se perdía nada. Kylix estaba entonces en la cocina y se lo entregué a él.
—Ve y dale esto al trapero —dije—. Mejor aun, échalo a su montón.
Darkar asintió.
—El baño está caliente —dijo la cocinera—. ¿Cogisteis al hijo de puta? —añadió. Este es el signo definitivo de una buena casa: los esclavos son leales al desquite del amo. Como en la Odisea.
Les dije dónde estaba.
—No lo encontrarán hasta mañana —dije—. ¡Quizá algún visitante espartano venga y se lo folle! —añadí, y eso suscitó unas risas nerviosas.
La cocina estaba llenándose de esclavos. No le había dicho a Kylix que no lo divulgara entre sus amigos… él ya estaba contando toda la historia. También se lo contó a los esclavos en la fuente cuando llevó la capa al montón del trapero. Así es el mundo de los esclavos. Las palabras vuelan.
No habíamos caído en ello.
Darkar los calló y me sacó a la puerta.
—¿Tú qué? —preguntó mientras me empujaba hacia la caseta de los baños—. ¿Tú qué?
—Te lo conté —dije.
Darkar estaba a solas conmigo en total oscuridad. El baño era así, sin ventanas. Me pegó, con fuerza, en la cabeza.
—Creí que habías hecho que el amo lo zurrase. No tú, chico.
—¡Uf!
¡Yo, poderoso guerrero! El mayordomo me hizo más daño que los tracios.
—Te matarán. ¿Tengo que recordarte que eres un esclavo? Tú reconoces el terreno para él, tú encajas un golpe por él, ¡pero no atacas a un hombre libre! —dijo. Darkar me dio de nuevo, pero esta vez al azar, porque no veía más que yo. Después, tras una pausa en la oscuridad, dijo—: Piensa que tendrás que huir o morir.
Con eso, me dejó en el baño.
Era una gran bañera de roble, del tipo en el que los hombres pisan las uvas en la época de la cosecha, cuando no tienen piletas de piedra. Tardaba en llenarse, pero contenía agua suficiente para que dos se bañasen a la vez. Arqui y yo lo habíamos compartido muchas veces, pero, cubierto de sangre, un hombre no quiere tocar nada. Es diferente el baño en un día de fiesta.
Había piedra pómez y aceite, y me esmeré mucho. Sabía que tenía sangre bajo las uñas y en el pelo. Aun entonces, como esclavo, tenía el pelo largo.
Me estaba lavando el pelo cuando se abrió la puerta. El baño estaba en un cobertizo bajo y esa puerta dejaba pasar un poco de luz de las ventanas de la cocina, por lo que vi que el vestido de Penélope caía al suelo. Después, ella entró en el baño conmigo y el agua rebosó por los lados, cayendo al suelo.
Si imaginas que yo iba a aprovechar este momento para protestar por su infidelidad mientras su piel desnuda estaba bajo mi mano, no sabes lo que es ser joven. Puse mi boca sobre la suya antes de que pudiera hablar y ella se echó a reír en mi boca… Nunca lo había hecho antes. Quizá debería haberme preocupado por su infidelidad a mí amo —y entonces, creo, mi amigo—, Arqui.