Sangre guerrera (34 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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—Voy a matarte —me hostigó.

Podría decirte que el dolor de su golpe me hizo hacer lo que hice, pero prometí no mentir mucho cuando contara estas historias, Lo sabía desde el momento en que cruzamos las espadas. Yo siempre pensé en matarlo. Cariño, soy un matador de hombres. Un poco más de vino. Tu amiga se está ruborizando.

Retrocedí y él vino detrás, seguro de que me tenía. Y yo le dejé venir. Venía para machacar mi escudo y yo le corté la mano, separándosela del brazo con la misma facilidad con la que hago que se ruborice tu amiga.

Veamos, él iba extendiendo cada vez más el brazo con cada tajo, tratando de dar con la parte más grande de su espada en el borde de mi escudo. Yo, simplemente, lo fui llevando por la nariz hasta que tuve su brazo donde yo lo quería. Y podía haberle dado simplemente un corte, como recuerdo.

El cayó de rodillas. No podía sacar su escudo del brazo correspondiente y no pudo llevarse una mano a la muñeca para cortar la sangre, que salía a borbotones, casi como de un cuello cortado.

Si hubiese tenido algún amigo en aquel círculo, quizá hubiese entrado y cortado la sangría. O quizá no. ¿Qué vale un hombre sin mano derecha, como un criminal?

Su abuelo se adelantó y después se detuvo.

Esa fue la parte más espantosa. Su propio abuelo dejó que sangrase, como los demás hombres del círculo; una conspiración de doscientos.

Se fue rápidamente, pero sus ojos se cruzaron con los míos cerca del final y, de repente, no era un mal hombre, un violador, un cobrador de impuestos, un acosador. Era un ciervo bajo mi lanza, y él no entendió la oscuridad que se cernía sobre él ni por qué tenía que llegarle. Y en sus ojos vi el reflejo de ese dios que viene a cada hombre y a cada mujer, y también me vi a mí mismo: el matador de hombres.

No volví la vista atrás. Le sostuve la vista hasta que cayó hacia delante y todo se acabó.

Pero, cuando su alma dejó su cuerpo, creo que algo de mí se fue con él.

Lo maté porque no me gustaba.

Y cuando mis ojos se encontraron con los de Arístides, pude ver que otros hombres lo sabían también cuando lo hice.

No seguiré con esto, amigas mías, pero antes de matar a Clístenes, yo era un hombre. Brevemente, yo era un vencedor, un hombre al que los demás admiraban. Esa, aunque breve, podría haber sido mi vida.

El destino, los dioses y mi propio
daimon
decidieron otra cosa. Y cuando Clístenes cayó boca abajo en la arena ennegrecida por su propia sangre, yo era otro hombre. Algunos me admiraban.

Pero, aparte de unos pocos, el resto me temía.

12

L
a mañana siguiente, llevaba mi nueva armadura cuando empezamos a cargar los barcos. Era una tontería llevar la armadura para trabajar, pero, por los dioses, era bueno parecer un noble, y yo era joven y arrogante. Todavía me dolía el hombro del vapuleo que me dio el escudo en el combate y en la carrera.

Noté que los hombres cuidaban sus palabras cuando me hablaban.

Estéfano estaba, si acaso, más cerca de mí. A él no lo asustaba y estaba contentísimo de que Clístenes hubiese muerto. En realidad, me gané su amistad con aquel golpe. Y cuando me puse sentimental la primera noche, Melaina me contó historias de Clístenes y las chicas de la localidad hasta que me sentí como un benefactor público.

Me sentí menos benefactor cuando los buques estuvieron cargados. Allí estaba yo, reluciente, dentro de una coraza de escamas que valía una hacienda, un buen casco y un magnífico
aspis
. Los demás hombres estaban cargando los barcos; no teníamos disciplina, por lo que cada buque se cargaba a su propia velocidad, y nos fuimos tan tarde de la playa que vimos al gobernador Pelagio y a las mujeres de su casa con el cuerpo, levantando una pira. Y a la mujer mayor, cuyas lágrimas parecían brotar de ella como las tripas de un venado muerto cuando las arrancas; debía de haber sido su madre.

Solo entonces descubrí plenamente qué es ser un matador de hombres. Cuando matas, le quitas la vida a un hombre. Se la quitas. El nunca podrá recuperarla. Cuando la oscuridad llega a sus ojos y se agarra a sus tripas, está hecho. Y no solo se la robas a él, sino a sus padres y a su familia, a sus hermanas y a sus hermanos, a su esposa y a sus hijos, a sus amantes, a sus deudores, a su amo y a su esclavo; a todos se la robas.

Clístenes era un mal hombre, no me cabe duda, pero todos los allegados a él estaban en aquella playa y era como una escena de una función de Atenas; no es que llegaran hasta mí furiosos, sino que todos estaban allí: sus caballos y sus perros, sus mujeres, sus esclavos, su hijo. Todos allí en un lugar, para que los viese.

Lo maté porque no me gustaba. No os mentiré. Por eso, yo me quedé allí, dispuesto a arrostrar las consecuencias. La mayoría de los matadores son hombres torpes. Creo verdaderamente que nunca ven la pira funeraria. Nunca piensan. Yo bajé a la playa y todos ellos me vieron, y me miraron como si yo fuese una especie de bestia.

También pienso mucho. Por eso bebo. Aquí…, tú. Ponte colorada por mí y hazme feliz. Allí… ¡ah! Mi mundo es más brillante por tu presencia, señora.

Nunca os prometí una historia feliz.

Desembarcamos en Efeso y todos los señores de la flota se reunieron con los señores de la ciudad, pero yo me quedé en nuestro barco. Tenía miedo de que me prendiesen. Miedo de volver a ser esclavo. Miedo de lo que había hecho con Briseida. Miedo de que ya me hubiese olvidado.

Y soñé con Clístenes y su pira funeraria. Todavía sueño con ello. Es el único. He matado a hombres suficientes para formar una falange, pero él es el único que todavía me persigue.

Arqui estaba distante cuando desembarcó, pero vino derecho al barco a decirme que el padre de Diomedes había enviado a su hijo a una finca en el campo para que se recuperase y que
nada
se había dicho. Típico. Las cosas que más temes nunca llegan a pasar. Diomedes y su padre podrían buscar la venganza, pero no habían ido a los tribunales.

Dejé el barco y entré en la casa como hombre libre, llevando la armadura. Me sentía raro… todo era raro. La comida no sabía bien y anhelaba ir y comer en la cocina, pero no lo hice, igual que quería que uno de los esclavos me dijera lo valiente que parecía con mi magnífica coraza de escamas, pero ninguno de ellos se atrevió siquiera a mirarme a los ojos.

Ni siquiera Penélope, que abrazó a Arqui cuando regresamos y a mí ni me observó.

Briseida me miró con una enigmática media sonrisa en la comisura de su boca, Descubrí que, en realidad, no podía respirar. Me sentía como si hubiese estado ausente diez años y me di cuenta de que había olvidado su aspecto. Ella estaba en el patio para darnos la bienvenida porque su madre nunca abandonaba ya su habitación y Briseida era, en realidad, la señora de la casa.

—Bien —dijo ella. Eso fue todo.

No volví a verla durante días. Me bañé varias veces y pensé, con sensación de culpabilidad, en la vez en que hicimos el amor… si eso es lo que fue. Y descubrí que pensaba en Melaina, lo que parecía como una traición, excepto en que ella era más mi fortuna, si asumes lo que quiero decir. Me pregunté por qué ni siquiera había tratado de besarla.

Arqui fue a las conferencias y se reunió con hombres como Arístides y Aristágoras, conspirando a favor de una campaña contra los medos por la libertad de Jonia.

Me vi como un hombre solitario en una ciudad que había sido mi patio de juegos. No podía ir y sentarme en la fuente de Polio… ¿O acaso podía?

Encontré a mi chica tracia en el callejón trasero, casi por accidente, y traté de que viniera a dar un paseo conmigo, pero salió corriendo. Eso me hirió.

Así, después de dos días en los que no conseguí ser el héroe que había regresado, subí a la colina, al templo de Artemisa. Y allí encontré a los chicos sentados frente a Heráclito. Yo no era un niño, pero me senté a sus pies.

El inclinó la cabeza en señal de asentimiento a mi presencia. Estaba presentando las reglas de los triángulos. Había tres chicos nuevos. Yo me había marchado dos meses antes e incluso ese mundo había cambiado. Pero escuché y mi mente recorrió los caminos de los números y las cifras en la arena, en vez de la muerte, la guerra y el sexo, y me hice una pequeña cura, como siempre recibo del sabio.

Cuando terminó con los demás chicos, vino y se sentó a mi lado.

—Lo que hiciste con Diomedes fue cruel —dijo.

—El logos habla a través del conflicto —dije, citándolo.

—No me vengas con esa mierda —dijo. Su mirada se encontró con la mía y la taladró como la piedra contra el hierro—. Le hiciste daño a ese chico.

Yo me encogí de hombros.

—Se lo merecía.

Heráclito se sentó y se apoyó en su bastón. No recuerdo ninguna otra ocasión en la que se sentara conmigo.

—Tengo muchas cosas que quiero decirte. Tú casi puedes ver el logos… y, sin embargo, estás muy lejos de la auténtica comprensión, ¿no es así? Tú me comprendes cuando hablo y, sin embargo, puedes hacer daño a un muchacho como ese por razones infantiles.

Parpadeé para controlar las lágrimas. Había estado tratando de controlarlas desde que se sentó conmigo. ¡Ah! Las siento en mis ojos aun ahora. Nadie más se ha preocupado, excepto Estéfano y Arqui. El se sentó allí y escuchó.

—Lo hice porque rompió su compromiso con Briseida —dije—. El le hizo daño. ¡Yo hice lo correcto!

Los ojos de Heráclito siguieron fijos en mí, y casi se podían ver las chispas cuando su mirada perforaba la mía.

Finalmente, incliné la cabeza.

—No, no estuvo bien.

—No —dijo—. Di la verdad, al menos a ti mismo. Yo supe la verdad en cuanto oí que le habían hecho daño al chico. Tú le hiciste daño. Cruelmente. ¿Es eso lo que eres? ¿Un hombre que hace daño para su propia satisfacción?

No podía mirarle a los ojos. Y empecé a llorar. Me senté en las escaleras y le conté la historia de Clístenes. El se estremeció cuando le relaté que le corté la mano. Pero sonrió cuando le conté, en medio de mis lágrimas, lo de la pira funeraria.

—La lástima del mundo es que tenemos que llegar a la sabiduría por el fuego —dijo—. ¿Por qué el hombre no puede aprender la sabiduría de otro hombre?

No pude responderle. Quizá nadie pueda. Pasado un rato, continuó:

—Has descubierto uno de los secretos del mundo de los hombres.

—¿Cuál es? —pregunté.

Aquellos chicos —la mayoría me conocían— estaban preguntándose por qué estaba sentado el maestro conmigo y por qué estaba yo derramando lágrimas como una olla parcheada chorrea agua.

—El secreto es que a los hombres se los mata con facilidad. Que si eres valiente y tienes una mano firme y un corazón frío, puedes tener lo que desees —dijo, y apartó la mirada—. Esta ciudad está a punto de ir a la guerra contra Persia, y después aprenderá una lección que creo que ya sabes. La guerra es el rey y el padre de todo, hijo mío. A unos hombres los hace señores y a otros, los hace esclavos, ¿Me comprendes?

—No —dije.

—¡Ah! —dijo, y se echó a reír y, para sí, añadió—: el conflicto que predico, algunos hombres lo dominan sin saber por qué y lo utilizan en beneficio propio, sin pensar en las consecuencias, La guerra los hace señores y reyes. Pero no son hombres buenos. El matador está en cada hombre, más cerca de la superficie en unos que en otros, creo. Yo vi al matador en tus ojos la primera vez que tu amo te trajo por la escalinata —afirmó, y asintió—. Para dominar al matador de hombres que hay en ti, tienes que aceptar que no eres verdaderamente libre. Debes someterlo al dominio de las leyes de los hombres y los dioses.

—¡Los hombres combaten en guerras! —protesté.

—Y los hombres regresan de ellas, confundidos respecto a lo que las leyes de los hombres y de los dioses les piden —continuó. Parecía un ave de presa, ascendiendo en la distancia sobre las montañas—. Esa ave puede matar veinte veces al día sin ser nunca un agente del mal, solo del cambio. Pero los hombres no son animales. Con quien se aparean y lo que matan se convierte en lo que son —afirmó, y me miró—. Tú eres un guerrero. Debes encontrar tú mismo un camino que te conserve entre los hombres, y no entre los animales. Evita la confusión. La ley es mejor que el caos.

No parece un discurso amable, aunque creo que puedo recordar cada palabra. Y sí, esa línea sobre el conflicto y la guerra… la decía todo el tiempo, y está en su libro. No creo que fuese el primero en oírla, sin embargo. Pero se me quedó clavada.

Escuchad todos vosotros. Hay hombres y mujeres —sois suficientemente mayores para saberlo— que descubren para qué son sus partes bajas y se vuelven locos con eso. Lo mismo sucede con el hecho de matar. Ocurre que matar es fácil. Infligir dolor es fácil. Clístenes lo aprendió. Y cuando yo le di la otra mitad de la lección, no pudo aprovecharla. Quizá si hubiese tenido un maestro como el mío…

Durante semanas, los barcos subieron por el río y fueron dejando soldados griegos en nuestras orillas, y reunimos un poderoso ejército. Al menos, pensábamos que era un ejército. Aristágoras nos prometió un combate fácil. Dijo que los persas tenían lanzas cortas y no tenían escudos, y que sus riquezas estaban allí para que nosotros las cogiésemos.

La oscura comedia de los hombres es que todos los jonios sabían que era un mentiroso de mierda. Muchos de ellos se habían enfrentado a los persas o huido de ellos y sabían lo buenos que eran. Y sin embargo, esta enfermedad, esta manía, se propagó como si el mortífero arquero les hubiese disparado flechas de inflamación y enfermedad: la falta de temor a los persas.

Esta enfermedad tiene un nombre en todas las tragedias. La llamamos
hibris
, y todos los hombres y todas las mujeres están sometidos a ella.

Por eso, debatieron y planearon. Nadie se ejercitó, sin embargo, y nadie nombró a un comandante, aunque todos, menos los atenienses, recibieron órdenes o, al menos, sugerencias de Aristágoras. El fue a cenar a la casa. Yo no estaba excluido, pero no estaba cómodo asistiendo a cenas formales. ¡Oh! Mis modales estaban a la altura —había aprendido los modales de los aristócratas—, pero ¿tumbarme en un diván y ser servido por Kylix…?

Fui y comí en tabernas cerca de la mar. Fue una buena idea, porque encontré a Epafrodito en una y a Estéfano en otra, y aprendí a jugar a las tabas como un isleño, La victoria de Estéfano como luchador le había ascendido del bando de remeros a las filas del séquito de su señor y ahora era un hoplita. El, Epafrodito y yo teníamos en común los juegos, y eso era suficiente. Y, cuando encontramos a Heráclides, éramos cuatro, que es un buen número para los hombres.

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