Authors: Christian Cameron
Pero otros píateos llegaron en masa y me rodearon. Vieron quién estaba en el suelo y ellos eran hombres también: presionaron y mataron. Pude oler la sangre seca, el pesado hedor de los excrementos que los hombres sueltan cuando caen, el cardamomo y las cebollas que habían comido. Logré apoyarme en una rodilla y empujé mi lanza bajo la presión y sentí la resistencia suave, blanda, de la carne cuando corté los nervios de algún pobre bastardo.
Después, recibí mi primera herida de guerra. Es esta, ¿ves?
Y salvé la vida, como podrás oír. Me atravesó el muslo desde arriba, cariño; algún hijo de puta se puso sobre mí y presionó su lanza sobre mi
aspis
. No consiguió cortarme el músculo, loado sea Ares, pero caí, con la sangre brotando entre mis dedos, y
Mataciervos
olvidada en la hierba eubea, Caí encima de
pater
.
Cometí el error de caer hacia delante sobre mi escudo, y algún cabrón eubeo me golpeó en la cabeza.
Cuando desperté, estaba revoleándome en mi propia mugre y en mi vómito, llevando los grilletes de un esclavo.
Algunos fueron hechos esclavos
6La guerra es el rey y el padre de todo,
y a unos los muestra como dioses;
a otros, como hombres;
unos hombres son liberados,
y otros son hechos esclavos.
HERÁCLITO
, fragmento 53
E
s dificil adivinar como fue mi despertar.
Tenía fiebre. Mi herida supuraba. Aún no lo sabía, mi cabeza no estaba en condiciones. Y nunca había ido en barco. No tenía ni idea de por qué estaba mojado, por qué se balanceaba el mundo, por qué tenía tanto frío.
No tardé mucho en saber,
saber
, cariño, que yo estaba muerto y en el Tártaro por algún pecado olvidado. No
creía
estar muerto. Lo
sabía
. Sacudía y tragaba mi propia mugre. Estaba encadenado bajo una bancada de remeros de la hilera inferior. Nadie esperaba que remase —en aquella época, solo remaban hombres libres—, pero yo estaba tirado y encadenado con otros ocho esclavos, destinado al mercado. No comprendía aquello. No sabía nada.
Otra vez caí desmayado.
Desperté por segunda vez cuando un hombre alto me echó agua encima mientras otro se tapaba la nariz. Miraban el pus; es cuando me vi la pierna, roja, irritada e inflamada… y me estremecí. El hombre alto, con la barba en punta, me pinchó en la pierna y me volví a desmayar.
Recuperé la conciencia por tercera vez en una cárcel y descubrí que estaba en algún lugar de Asia. No estaba encadenado, pero el muslo seguía supurando como las espinillas de un chiquillo. Tenía una fiebre como la de un niño. Y los demás esclavos —había cientos— me evitaban como si tuviese la peste. Por lo que sabían, la tenía. Los esclavos no se ayudan mutuamente, cariño. Esa lección te lastima de inmediato cuando pasas de la hermandad de la falange a la esclavitud.
Nunca llegué a despertar completamente de nuevo. Yo deliraba, y nadie me compraba. No era un óbolo digno. La herida del muslo lloraba pus, como dicen, y, por eso, nadie me jodía, ni siquiera los cabrones enfermos que viven en el fondo de la mierda del tráfico de esclavos. Nadie me hizo tocarle la flauta ni ninguna de las otras cosas que hacen a los niños y niñas esclavos. ¿Te has preguntado por qué se estremece Harmonía cada vez que mueves la mano, cariño? No quieres saberlo.
¿Has visto el tipo de esclavos que se sientan en los rincones divagando, diciendo tonterías, y nunca levantan la vista? No, no lo has visto. No los compres, ni siquiera para el trabajo duro. Las personas pueden romperse, como los juguetes.
No me rompí por lo repugnante que era. Bendito sea el Señor del Arco de Plata y sus mortales flechas. Sus cuervos se ubican en mi escudo hasta hoy por mor de aquel hermoso y fétido pus. Yo lo vi: golpearon a un chico hasta que dejó de quejarse justo a la distancia de una lanza de donde yo yacía. Era tracio; se levantó en silencio del lugar de su maltrato y él mismo se quitó la vida, rajándose los intestinos con un palo, pero pocos son tan decididos. Cariño, no tienes ni idea de lo que puede aguantar una persona, qué profundidad de cobardía descubrimos cuando, gracias a pequeñas rendiciones, podemos seguir vivos, ¿eh?
¡Oh, sí! Yo también. Estoy seguro de que también habría sucumbido. Yo solo era un chico y, a diferencia del valiente tracio, estaba completamente desorientado. No me podía imaginar cómo había llegado a ser un esclavo, no podía, por así decir, tenerme de pie y estaba herido.
Los mismos esclavos se aprovechan del débil. ¡Oh, sí! Entre los esclavos, no hay honor que valga. Yo no tenía comida, nunca. No había ningún chico honesto que viniera y me trajese pan. Se comían mis gachas y mi sopa, y un día me desperté con dos chicos mayores delante de mí, comentando mi mugre y decidiendo que no valía «un mal polvo». Perdóname, cariño, pero eso es lo que dijeron. Después, se levantaron sus andrajos y se mearon encima de mí.
Para ti, esto es más duro que la muerte de
pater
, ¿no es así? Es duro representarte al noble aristócrata como una víctima, a tu propio padre con unos chicos que le echan encima su orina amarilla en señal de desprecio. Es duro imaginarme como un esclavo sin valor alguno. El deshonor. La vergüenza, ¿eh?
Escucha, cariño, ¿sabes lo que dice Aquiles? «Mejor ser el esclavo de un mal amo que el Rey de los Muertos». ¿No? Yo estaba
vivo
.
Te dije que te contaría la verdad, al menos tal como yo la recuerdo. ¿Quién es este tipo que has traído para escucharme? Pareces un jonio, joven. Bueno, come bien. Eres mi invitado, y la amistad con los invitados todavía sirve de algo, ¿no?
Por raro que parezca, siempre he pensado que la orina me salvó, que se mearan encima de mí. Me irritó y creo que me lavó la herida. Los persas y los egipcios utilizan la orina de ese modo. A lo mejor no. Quizá el Arquero Mortal se limitara a mirar para otro lado y yo sané.
Pero ¡por la Señora!, yo estaba débil. Estaba tan débil que no podía tenerme en pie, No había comido en dos semanas al menos. Ni siquiera sabía dónde estaba, pero sabía que estaba furioso y no iba a morirme para que pudieran cagarse encima de mi cadáver. Decidí que tenía que comer. Y, para comer, tenía que librarme de todos los que aparecieran por allí. La cuestión era que yo no podía luchar. Difícilmente podía arrastrarme hasta el lugar en el que echaban la comida. Los chicos que comían la mayor parte eran más grandes, más duros y ninguno de ellos estaba herido.
Me hubiera gustado decir que pensaba en algo noble, como los píateos en Oinoe. Ellos no vencieron por combatir mejor. Ellos solamente se negaron a descansar. Es justo. Pero, en realidad, yo no tenía en la cabeza ningún pensamiento. Yo era un animal. Decidí que, si podía soportar el dolor, podría comer. Me di cuenta de que otros esclavos trataban de llevarse la comida a un rincón y comérsela, como animales en una cacería, arrancando un trozo y corriendo. Pero se me ocurrió, en mi enfebrecida desesperación, que, simplemente, podía comer mientras me pegaban. Les arrancaría la comida de las manos y me la llevaría a la boca. Había visto hacer lo mismo a un gato hambriento, en un muelle, en Egipto.
Ese era mi plan, y funcionó bastante bien.
Unicamente funcionó porque temían a los guardias.
Teníamos guardias escitas. Ahora, que conozco mejor el Sakje, sospecho que pocos eran verdaderamente sakjios, si es que lo era alguno. Probablemente fuesen una chusma de bastardos persas, medio medos, medio sakjios y bactrianos. Escoria. Pero escoria armada, soldados con arcos.
No hacían gran cosa, excepto impedir la evasión y castigarnos si nos hacíamos demasiado daño. Después de todo, valíamos dinero. Pero ellos nos vigilaban con el desprecio perezoso y divertido del hombre mejor al peor. Todas las personas libres saben que son mejores que los esclavos. Los esclavos no tienen honor, belleza ni dignidad, nada que haga que merezca la pena conocerlos. ¿Para qué? Con su libertad, se les quita todo, por eso. Los que puedan haber tenido dignidad se quitan la vida.
Nos observaban para entretenerse. Les gustaba que nos peleáramos y apostaban dinero por sus favoritos.
Un tipo apostó dinero a que yo sobreviviría. Lo averigüé al oírlo discutir: tenía la sensación de que yo ya había batido todas las marcas. Así, el primer día que decidí comer, agarré el pan del comedero y me lo metí en la boca, y cuando un hombre más grande me pegó un puñetazo, yo seguí comiendo.
Me dio un golpe en la cabeza, me rompió la nariz y la sangre saltó a mi alrededor.
Yo seguí comiendo.
Después, se abrió la jaula y el viejo sakjio entró balanceándose y le pegó una patada en la cabeza a mi torturador.
Yo me comí su comida. Mientras yacía inconsciente, me la comí toda.
La mañana siguiente, él estaba grogui. De nuevo, me comí su comida. Su compañero, uno de los chicos que se había meado encima de mí, me pegó en la cara, donde tenía rota la nariz, y vomité de dolor. Después, agarré mi pan y me lo comí. ¿Asqueada ya?
Por la noche, me sentí mejor, a pesar de la inflamación de toda la cara. Fui al comedero y esperé.
Cuando las barras de pan empezaron a caer en el comedero, esperé a que comenzara el tumulto de la comida y le pegué un puñetazo en la oreja al chico más grande. Se cayó. Cuando estuvo en el suelo, le pegué una patada en la cabeza y le cogí su pan, Mientras comía, le pegué otra patada y me hice daño en el pie.
La mañana siguiente, los otros esclavos me hicieron sitio en el comedero. Mi guardia se echó a reír cuando me vio. Más tarde, oí que reclamaba el pago, pero el otro soldado le dijo que yo estaría muerto antes de acabar el día. Le dijo esto en griego jonio, una variante de nuestra lengua… bueno, ya sabes, cariño. Y este tipo que trajiste contigo creció con ello, por lo que no te aburriré diciéndote lo extraño que aún me suena ahora.
No tardé mucho en percatarme de que mis dos torturadores estaban planeando matarme. El asesinato no era infrecuente en las cárceles de los esclavos. Los observaba bajo mi pelo, mi lacio y mugriento pelo, lleno de piojos, y vi que estaban juntos. Yo los había unido, O quizá fueran aliados antes de mi llegada, aunque, como digo, esas alianzas son raras entre esclavos.
Evidentemente, estaban esperando que mi escita acabara su turno.
Yo los observaba; esperé y. tracé un plan. Pero todavía estaba herido y aún débil, y ellos eran más grandes y duros, y eran dos.
Estaba empezando a pensar en atacarlos, aunque solo fuese para terminar mientras mi escita estaba de servicio, cuando se abrió la jaula y entró un sacerdote. Estaba gordo y limpio, y su mirada era más afilada que
Mataciervos
.
Seis arqueros entraron tras él. Comenzó a gesticular con su bastón y sacaron a los hombres y a los chicos a los que señalaba.
Yo fui el último al que escogió.
Alguien estaba comprando un lote de esclavos, diez o doce. A mí me estaban utilizando para hacer bulto, lo que suponía que iban a estafar a alguien. Era tan probable morir como vivir.
Traficantes de esclavos. La forma de vida más baja, ¿eh?
Nos encadenaron juntos por el cuello y las muñecas y salimos a la carretera. Yo no tenía ni idea de dónde estaba ni adonde iba, y no me preocupaba en absoluto. Ya me había rendido. Aún no estaba destrozado, pero estaba al límite de mis fuerzas, porque no tenía a nadie con quien hablar y nadie de quien preocuparme. Caminaba con paso lento detrás de otro hombre, tan cerca como si fuésemos compañeros de columna en la falange, y no sabía su nombre.
Por otra parte, ninguno de los chicos que habían querido matarme estaba en el lote. Si era capaz de llegar a dondequiera que nos llevasen, viviría.
Había pensado que la marcha hacia Parnés era lo más difícil que haría nunca, cargando con el peso de la armadura de mi hermano, pero esto fue mucho más duro, aunque el ritmo fuera bastante suave. Solo me dieron una vez con el látigo por caerme y, por lo demás, nos trataron de un modo bastante justo.
Anduvimos algunos estadios. Es posible que todavía tuviese fiebre, pero casi no recuerdo un momento en que la sintiese. Sabía que íbamos al lado del mar, o quizá de un gran río. Di por supuesto que estábamos en Eubea.
Por primera vez, me pregunté cómo había llegado a ser esclavo, cuando ninguno de los demás hombres eran píateos ni atenienses. Y, en la medida en que podía recordar, cuando caí, estábamos ganando la batalla. No tenía sentido.
Cuanto más caminaba por el valle de un largo río a la brillante luz del sol de mediodía, menos probable era que me encontrase en Eubea. Salvo por el viejo puente, Eubea era una isla, No tenía grandes montañas ni un río enorme. Yo iba andando al lado de un gran río, suficientemente profundo para que pudiera pasar un buque de guerra con tres hileras de remos. Surgía de un par de grandes montañas que se veían en la rojiza lejanía, o así me pareció cuando levanté la cabeza y miré a mi alrededor.
Cuando nos detuvimos en un pozo y los guardias pagaron plata por el agua, la gente era de baja estatura y de piel morena. No mucho más morena de lo que yo estaba, pero del moreno con la piel tersa que caracteriza a los lidios y a los frigios —eso no lo sabía entonces—. Y, por supuesto, nuestros guardias eran escitas. Yo había visto a escitas en grabados;
pater
había combatido contra algunos y Milcíades había luchado contra miles y huido de otros; era una historia que le gustaba contar.
Mientras caminábamos y mi muslo latía con fuerza, vi que había árboles que no conocía, y las cabras eran diferentes.
Seguí andando. ¿Qué podía hacer?
Caminamos por aquel valle durante todo un día. Yo he recorrido a caballo la distancia en una hora —los guardias debían de tener la orden de ser poco severos con nosotros—, pero nunca esperé seguir con vida.
Tomamos una comida de gachas y pan en una aldea situada en la ladera de una montaña, aún por encima del hermoso río. Yo me agaché al lado del hombre que parecía más seguro.
—¿Estamos en Asia? —pregunté.
Cuando hablé, me miró sobresaltado. Mascaba pan y sus ojos se movieron rápidamente mientras consideraba su respuesta. Finalmente, asintió:
—Sí —dijo. Señaló el valle, donde algo parpadeaba como fuego—. Efeso —dijo.
Yo era tan paleto que nunca había oído hablar de Efeso.