Authors: Christian Cameron
—¿Qué es Efeso? —pregunté.
—Tú eres bobo —dijo. Y me volvió la espalda.
Caminamos con el fresco del atardecer y, antes de que cayese la noche, estábamos en las calles de una ciudad más hermosa que las que había visto en Beocia y en Ática. Las calles estaban pavimentadas con piedra gris. Había un templo que se elevaba en la cumbre de la acrópolis, sobre la ciudad, y estaba hecho de mármol. Parecía una casa de los dioses y el tejado era dorado —ese era el «fuego» que había visto a diez estadios de distancia—. Las casas eran de ladrillo y piedra, todas más grandes que cualquiera de las de mi tierra. El agua brotaba de los manantiales a través de las fuentes.
Era como una marcha mortal al Olimpo. Nunca había visto nada igual, y me quedé boquiabierto como el bárbaro que era.
La gente era alta y apuesta, y se parecían a los griegos: pelo oscuro, nariz recta, las mujeres con pechos bien formados y los hombres fuertes, con cierta proporción de piel más blanca y cabello rojo y rubio. Eran más altos y más apuestos que los beocios, pero no de una raza diferente.
Me sentí aun más sucio.
Los guardias nos trasladaban con todo cuidado de plaza en plaza, para no ofender a los ciudadanos que paseaban al aire fresco de la tarde. Pero varios hombres y, al menos, una mujer se pararon a mirarnos.
En Beocia, las mujeres raramente salen de sus tierras. Yo no estaba acostumbrado a ver a una mujer a medio vestir en la flor de la vida mirando embobada a los esclavos y riéndose de los guardias. La miré.
Ella se volvió y miró hacia atrás; entonces, su mano se movió y trató de pegarme. Yo moví la cabeza.
El hombre que iba con ella se detuvo. Estaba examinando al hombre mayor que me había llamado «bobo». Ahora, se volvió y me miró. Era aun más alto que los otros hombres altos, con los músculos de un atleta y el quitón de un hombre muy rico.
Me miró un momento y después me tiró algo.
Era una nuez. El había estado comiendo nueces y la tiró con fuerza.
Yo la cogí.
Él asintió, le susurró algo a la bella mujer que iba a su lado y se volvió. Después, los guardias nos hicieron andar, hacia la acrópolis y a un barracón de esclavos al fondo del distrito del templo.
Por la mañana, me habían vendido al hombre que me había tirado la nuez. Vino personalmente a recogerme. Yo no tenía ni idea de lo que había visto en mí; nadie más que yo sabía por qué era yo un esclavo, pero, evidentemente, el hombre vio algo que le gustó y lo compró o, más bien, lo hizo su bella esposa. Más tarde, llegué a saber que, simplemente, era así, y su vida de adquisiciones caprichosas probablemente me hubiese salvado la vida y el espíritu, porque los esclavos que iban al templo, a veces, se convertían en sacerdotes, pero los que no, morían a causa de los trabajos. El resto del lote con el que había llegado estuvo transportando ladrillos de barro para el nuevo alojamiento de los sacerdotes durante dos años, un trabajo que destrozaba las espaldas, al sol.
Un sacerdote me dijo que el nombre de mi nuevo propietario era Hiponacte, y que debía llamarlo «amo» y desviar la mirada. Hiponacte puso su sello de color cornalina en una tableta de arcilla, me agarró por el cuello y me sacó a empujones del barracón de los esclavos. En el pórtico del gran templo, se detuvo y me miró de arriba abajo. Después hizo una mueca.
—Bueno —dijo—, eres barato —se echó a reír—. Por las tetas de Afrodita, chico, apestas. Vamos a que te vea un médico.
Bajamos de la acrópolis, pasada la magnífica escalinata que conducía al templo de Artemisa, hasta el recinto inferior del templo, desde donde me llevó al de Asclepio. En Beocia no tenemos a Asclepio. Es un dios sanador.
Estuve allí tres días. Me limpiaron la pierna, vertieron vino sobre ella dos veces al día y me la envolvieron en vendajes. Me bañaron y me alimentaron bien: comida ordinaria, pero había pan de cebada, cerdo y montones de cebollas, y comí a lo bestia.
Permíteme que, en una oración, te muestre la diferencia entre Efeso y Platea. En el templo de Asclepio, estuve alojado en el recinto de los esclavos. Creí que estaba viviendo entre aristócratas. Mi cama tenía sábanas de lino y una manta de lana blanca, y me dieron un quitón de lino. ¡Solo me faltaba mi mejor lanza! Hasta que sané, me estuvieron sirviendo hombres y mujeres libres. ¡Imagínate!
La mayoría de los demás hombres de mi sala eran víctimas de la edad avanzada, y casi todos eran tracios. En realidad, la inmensa mayoría de los esclavos de Efeso eran tracios, hombres y mujeres rubios, con cuerpos robustos y cabezas grandes. Y no crucé palabra con ellos.
Al tercer día, mi nuevo amo vino y me llevó. Estaba limpio. Me habían cortado el pelo y afeitado la cabeza. Pensé que era una condición de servidumbre, pero resultó que lo hicieron para quitarme los piojos. Me afeitaron también el vello púbico. Eso me inquietó. Los orientales eran famosos por sus licencias sexuales.
Cuando seguí a mi amo a la calle, llevaba mi quitón de lino. El sol, reflejado por el mármol y la piedra gris claro, me cegó. Llevaba una muleta y lo seguí, cojeando, lo mejor que pude.
Bajamos justo un nivel de la ciudad. La acrópolis estaba en la parte más alta; después, los templos y a continuación, los ricos.
Me llevó a la entrada principal de su casa, y era tan magnífica que me detuve tras él y miré.
En el camino de entrada, bajo la cancela que daba paso de la calle al patio, había un fresco de los dioses sentados en todo su esplendor, pintados en color sobre el yeso. A ambos lados, esculpidos como del natural, había una ménade a mi derecha y un sátiro a mi izquierda. Cuando di dos pasos más bajo el pórtico y entré en el patio, vi que cada columna era una estatua de un hombre o una mujer, en postura de esclavos esperando servir, sosteniendo el techo, y, bajo los arcos, había más escenas pintadas, de la
Ilíada
y de los dioses. Zeus violaba a una Europa muy bien dispuesta, y la única cosa que recordaba a una vaca eran sus ojos. Aquiles sostenía los brazos en alto en triunfante venganza, y Héctor yacía a sus pies.
—¡Bienvenido! —dijo mi amo. Sonrió—. Vamos a echarte un vistazo.
Me quitó el quitón. Su hermosa mujer salió al patio, seguida por dos esclavas. Las tres iban perfumadas y las tres llevaban prendas mejores que los vestidos de boda más finos de Platea. La señora llevaba pendientes de oro y un collar tan ancho como la faja de un soldado que parecía estar cerrado con el nudo de Heracles en oro, aunque no creía que eso fuese posible. Supe su nombre por mi amo: ella era Eutalia, y el nombre le cuadraba perfectamente, porque era hermosa y estaba bien formada, y la crianza de hijos no la había afectado, excepto para darle la fuerza del rostro que muestran la mayoría de las matronas cuando han tenido que criar a un hijo.
Interpreté el nudo de Heracles como un signo. Heracles era el patrono de la familia y su signo estaba en la casa de mi amo. Heracles había sido esclavo. Lo tomé como un signo y aún creo que lo era.
Ellas pasaron sus manos sobre mí y jugaron a distintos juegos. Las esclavas trajeron un balón y me lo lanzaron. Yo lo cogí, El hombre asintió. Después blandió un bastón como para pegarme, lentamente, pero con cierta fuerza. Me moví. Lo esquivé. Esquivé un golpe y atrapé un balón sin tirar mi muleta.
Finalmente, el hombre asintió.
—¿Qué sabes de caballos? —preguntó.
—Nada —dije.
Tanto el amo como la señora parecían defraudados.
—¿Nada? Di la verdad, muchacho.
Negué con la cabeza.
—He tocado un caballo —dije.
Eso hizo sonreír a la señora.
—Se le podría enseñar —dijo.
—Pronto será demasiado alto —dijo el amo—. Pero merece que hagamos la prueba —añadió. Me puso un dedo debajo de la barbilla y me levantó la cara, como hace un hombre con una niña tímida—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Arímnestos —dije—, de Platea.
—Eres griego —dijo.
—Sí, amo —respondí.
El movió la cabeza.
—Bien, me alegro mucho de tener un esclavo griego, pero el hombre que te vendió es un imbécil. Eras un hombre libre, ¿no es así? Y estás entrenado para ser un atleta —añadió, y miró hacia atrás;
casi
me trataba como a una persona, y no como un objeto de la casa—. Yo soy Hiponacte. ¿Has oído hablar de mí?
—No, amo.
Bajé la cabeza. El hombre esperaba que hubiese oído hablar de él. También había esperado que supiese de caballos.
Nunca había pensado en el entrenamiento de Calcas como en un entrenamiento deportivo.
—Me entrenaron para cazar y para luchar, amo —dije.
Él frunció los labios y miró a la señora.
Ella le sonrió. Era bueno verlos juntos; eran como una sola mente.
—No te ofendas porque un esclavo no conozca tu poesía, querido. A fin de cuentas, no sabe leer.
Me pregunté si sería una tontería alardear de mis destrezas, pero no quería volver adonde los sacerdotes. Y ellos parecían buenas personas.
—Sé leer y escribir —dije.
—¿Sabes leer y escribir dórico? —preguntó el amo—. ¿O jónico, o ambos?
—Puedo leer la
Ilíada
, la
Odisea
y a Alceo y a Teognis —dije.
La señora dibujó una amplia sonrisa.
—Creo que me debes un vestido nuevo de mi elección, querido. ¡Oh!, ese Daxes estará muy
enfadado
—dijo, y dio unas palmadas. Después se me acercó, me pasó la mano por el costado y yo me estremecí; ella se echó a reír—. Sabes luchar, atrapar un balón y leer. Grandes logros para un joven. Pero tu nombre es bárbaro. Pienso llamarte Doru. Una lanza, doria. Una intromisión en nuestra familia —afirmó, me sonrió y se volvió al amo—. Voy a probar y me pasaré unas horas haciendo una cosa en el telar.
El amo le besó el hombro. Fue una sorpresa; todo era una sorpresa, pero su afecto despreocupado y patente no era algo que hubiese visto que hiciesen las personas griegas.
—Voy a pensar en otro papel que darle, si puede cazar y luchar —dijo— y leer.
—También yo. Pero vamos a llevarlo primero al picadero y le ponemos las riendas en la mano —dijo ella—. Y, si no aguanta una carrera, siempre puede conducir para Arquílogos.
—Claro que puede, querida. Como de costumbre, ¡menudo ojo tienes para los buenos músculos! —dijo el amo, y se volvió hacia mí—. Arímnestos, vamos a enviarte a aprender a conducir carros. ¿Crees que te gustará?
Yo podía haber dicho muchas cosas, pero me encogí de hombros. En realidad, estaba a die2 mil estadios de casa y mi mundo estaba muerto. ¿Qué iba a hacer, escapar? Nunca se me pasó por la mente. Era mejor que aguantar que me measen encima o que transportar ladrillos de barro para los sacerdotes.
Así que fui al picadero con un viejo esclavo y dormí bastante bien. Por la mañana, comencé a aprender a conducir carros.
N
unca fui un gran carrista. Llevé las riendas en algunas carreras en el picadero y nunca gané. La verdad era que Hiponacte me había dado seguridad. En cuanto me dieron buena comida, crecí tan deprisa que era demasiado pesado incluso para una cuadriga en una carrera. Como carrista militar, hubiese sido como un dios, pero los carros prácticamente ya no se usaban en combate.
Escilo fue mi maestro. Era un anciano de Mitilene, en Lesbos, y había sido carrista durante toda su vida. Yo no estaba seguro de si era un criado de la familia o un esclavo; parecía que formaba parte del picadero, como los viejos sementales y las yeguas jóvenes.
Te decepcionaría otra vez si te dijera que mi esclavitud fue tan blanda que lo pasé bien, y mi puerta nunca estuvo cerrada. ¡Ni siquiera la primera noche! Podría haber recogido mi muleta y haber salido cojeando en cualquier momento y, una semana más tarde, cuando ya estaba casi completamente curado y empecé a crecer, podría haber escapado.
¿Pero escapar adonde, cariño? ¿De vuelta a Platea, cruzando el mar? Yo estaba en la poderosa Efeso, en Asia, como esclavo de un hombre rico. Nadie parecía saber nada de mi casa, ni siquiera de la guerra en la que había estado. Yo pregunté, pregunté a Escilo desde el primer día. El se encogió de hombros y me dijo que a nadie en el mundo real le preocupaba nada lo que hicieran los bárbaros de Atenas y Esparta. Los llamaba «paletos», «zopencos».
Y, para ser sincero, cariño, en realidad yo no estaba tan ansioso por regresar a la verde Platea.
Parece chocante, ¿no? Yo era un
esclavo
y no quería volver a mi patria y ser
libre
. Pero
libertad
es una palabra que utilizamos con demasiada facilidad. Ahora, más viejo y más sabio, pienso que puedo decir que yo era libre por primera vez. Era libre de mi padre, que, en muchos sentidos, era un cabrón frío, insensible, que rara vez tuvo un momento para mí. Allí, ya lo he dicho. Nunca lo lloré, no realmente. Yo estaba orgulloso de él. Pero no podía lamentar demasiado que hubiese muerto. ¿Y
mater
? Nunca habría atravesado Efeso, no habría
bajado
la escalinata del templo para verla. Por eso —sorpréndete, si quieres— puedo recordar la primera noche, sentado en el fresco suelo de mármol del alojamiento de los esclavos —el
alojamiento de los esclavos tenía el suelo de mármol
— y pensar que debía de ser un mal hijo porque no quería volver a casa. Lloré un poco. Empecé a preguntarme si iba a ser un cabrón frío e insensible como mi padre.
Y te diré de nuevo que, en Efeso, nadie había oído hablar de Platea. Entre las mil sorpresas que recibí aquel otoño, esta iba a ser la mayor: para los griegos de Asia, la poderosa Atenas y la Esparta militar eran terrones sin importancia. También es interesante que esto fuese a cambiar pronto. Y que yo desempeñaría un papel en la realización del cambio. Te aseguro que, ahora, todos los hombres de Efeso saben dónde está Platea.
¡Qué tontería, claro que puedo beber vino a esta hora! El vino siempre es bueno para un hombre. ¡Llénalo, anda!
Ahora… ¿dónde estaba? ¡Ah, sí! La vida de esclavo, No fue una mala vida. Todos me llamaban Doru, por lo que, durante cierto tiempo, simplemente olvidé mi nombre. En cuanto sanó mi muslo, tuve un plan de entrenamiento y me masajeaban y ejercitaban profesionales. Aprendí a montar, a darles de comer a los caballos y a mantenerlos contentos.
Nunca me han gustado los caballos. He conocido algunos que eran algo más listos que una piedra, pero no muchos. Eran tercos y estúpidos y no muy diferentes de los gatos, salvo que los gatos no se hacen daño a sí mismos cuando te das media vuelta. En todo caso, pasadas dos semanas, Escilo dijo que nunca sería un carrista, y tenía razón, pero seguimos intentándolo.