Authors: Christian Cameron
—¿Ves cómo son los occidentales? Esa es una población más pequeña que nuestro complejo del templo y dice ser «aliada» de Atenas…, una población tan pequeña que cabrían cinco dentro de Efeso.
Artafernes me despidió con un chasquido de dedos.
—Nunca había oído hablar de tu Platea —dijo.
No creo que lo dijese con mala intención, pero los dioses estaban escuchando. Deseaba poder decir, replicar con algo ingenioso, o fuerte. ¡Ja! En cambio, me mantuve de pie, como una estatua, cuando continuó:
—Con independencia de lo provinciana que sea Atenas, los hombres de aquí que están en las islas y en la costa miran a los tiranos y hablan de rebelión. No han visto nunca la ira del Gran Rey, ni como disciplina la rebelión. Son como niños —añadió, y bebió—. Conoces a Aristágoras tan bien como yo. Ha enviado una embajada a Esparta y a Atenas pidiendo flotas y soldados para levantarse contra nosotros. Y, más lejos, los hombres como Milcíades de Atenas promueven la guerra.
A la mención de mi héroe, me incliné hacia delante. No había oído su nombre en un año. Era como si hubiese estado dormido.
—¡Ese caudillo! ¿Por qué nos vamos a preocupar por él? No es más que un pequeño bandido —dijo la señora, divertida—. Un bandido apuesto, concedámoslo. Un hombre mucho mejor que Aristágoras, el Charlatán.
—Milcíades tiene en sus manos la mayor parte del Quersoneso —dijo el persa.
—¿El Quersoneso lidio? —preguntó, alarmada, la señora.
El amo se echó a reír con su ocurrencia, no burlándose, sino con una risa sincera.
—No hay nada por lo que preocuparse, cariño. Milcíades tiene su guarida en el Quersoneso del Bosforo, por Bizancio, al norte de Troya.
—Cada año, tiene más hombres y más barcos —continuó el sátrapa, asintiendo—. Y se aprovecha de nosotros. Pronto tendré que montar una expedición para expulsarlo del Quersoneso. Tengo muchas quejas. Pero, cuando voy contra él, lo contrarresta empujando a Samos o a alguna otra isla a la revuelta. Gasta plata como agua. ¡Y estos tiranos estúpidos juegan en sus manos! —añadió, bebiendo de nuevo—. Y, bueno, ¿por qué os aburro con estas cuestiones de gobierno?
Todo aquello me sonó a mi Milcíades. Un pulgar en cada cuenco de vino, y montones de plata.
La señora sonrió.
—Porque somos tus amigos. Y porque los amigos se ayudan mutuamente a soportar sus cargas. Seguro, señor, que puedes comprar a Milcíades. Adora el dinero, o así me lo parece.
El sátrapa negó con la cabeza y se dio la vuelta en su diván. Pensé que su pantalón parecía ridícíalo. Los hombres griegos, incluso los jonios, exhiben sus piernas para mostrar hasta qué punto hacen ejercicio. Un hombre con pantalón me parecía una especie de payaso afeminado, aunque, por lo demás, pensaba que presentaba la mejor imagen de un guerrero que había visto nunca. Comprendía por qué Arquílogos estaba tan deseoso de impresionarlo.
El extendió la mano para pedir más vino. Le corté el paso a otro esclavo de la casa y le rellené la copa; él me dirigió una sonrisa.
—No es Milcíades quien me preocupa realmente —admitió—. Es tu charlatán, Aristágoras de Mileto. Mis espías me dicen que va a dirigirse a la asamblea de Atenas.
Hiponacte bostezó.
—Efeso puede derrotar a Atenas sin la ayuda de ninguna de las otras ciudades, si vamos a eso —dijo.
Artafernes negó con la cabeza.
—No estés tan seguro —dijo—. Su fuerza está aumentando. Su confianza en sí misma está aumentando. No quiero que se metan los occidentales, si va a haber problemas en las islas.
Siguieron con más de lo mismo… De hecho, siendo como es la memoria de un viejo, no estoy seguro ni siquiera de que haya dicho lo que hablaron en el orden correcto. Pero Hiponacte y Eutalia sí intervinieron en el sentido que he dicho. Eran partidarios, leales súbditos, del Gran Rey.
Como compañero de Arquñogos, estaba exento de gran cantidad de tareas de la casa, pero era lo bastante listo como para saber que me ganaría la benevolencia de los otros esclavos y del mayordomo con mi disposición a trabajar y no con arrogancia. Así que dejé a mí amo en la cama y volví al andrón para ayudar a limpiarlo. No era un trabajo malo: el vino corría entre los esclavos y, en la medida en que no estalláramos la cerámica o abolláramos las piezas de metal, el amo no se preocupaba mucho por lo que pudiéramos hacer. Yo bajé a la cocina bandeja tras bandeja y después ayudé a las chicas a lavar las copas en agua caliente, que era lo que quería ver el cocinero.
Mi joven amo tenía una hermana, a la que todavía no conocía, que se llamaba Briseida, por la compañera de Aquiles. La gente escoge los nombres más raros para sus hijos, ¿no te parece, cariño? Grecia está llena de Casandras… ¿qué clase de nombre es ese para una niña? De todos modos, su compañera era Penélope, igual que mi hermana, y la conocería aquella noche. Penélope era de mi edad, tenía el cabello rojo, como Milcíades, y tenía la misma forma de pensar que yo: hacer algún trabajo extra y que la considerasen como una persona que ayudaba a las demás.
Así que lavamos copas y bebimos vino juntos, y hablamos de nuestras vidas. Ella tampoco había nacido esclava. Su padre la vendió cuando su familia perdió sus tierras. Sin embargo, él todavía iba a verla.
Además de hablar, también escuché. Era una experiencia nueva para mí y ella lo comentó. Envalentonado, traté de besarla y puse una mano sobre su pecho, pero ella me dio una bofetada en la oreja lo bastante fuerte para hacerme ver las estrellas. Después, me dirigió una sonrisa.
—No —dijo ella. Y se escabulló.
Me gustaba. Incluso me gustó el bofetón, y daré un salto en mi narración para decir que empecé a poner excusas para ir a verla. La casa era grande, pero no lo era tanto: mientras la señora iba y venía entre la zona de las mujeres y el resto de la casa cuando quería, nosotros, los hombres, no podíamos estar allí.
Me iba tarde a la cama y con muchas cosas que pensar en la cabeza.
Y por la mañana, fuimos a recibir nuestras lecciones al gran templo de Artemisa. Fue la primera vez que entré en el recinto. Subí la escalinata con cierto sobrecogimiento, porque los escalones eran muy altos y gran parte del recinto era de piedra. En Beocia, poníamos un par de hileras de piedra para elevar el edificio y librarlo de la humedad y después construíamos el resto con ladrillos de barro. Pero el templo efesio era todo de piedra, con escalones, frontispicios y dinteles de mármol, y estatuas pintadas de Artemisa y Némesis… y Heracles. Creo que manifesté en voz alta mi asombro al ver a mi antepasado tan noblemente dispuesto en una tierra extranjera, llevando un casco como una cabeza de león y sosteniendo un garrote. Toqué la estatua, para que me diese suerte.
Cuando llegamos arriba, pasé bajo el magnífico pórtico, accediendo a la cegadora luz solar del patio, pavimentado en piedra dorada pálida. Las estatuas de oro y bronce recogían la luz reflejada por los mármoles de brillantes colores.
Arquílogos ni siquiera le echó una ojeada.
—No te quedes embobado como un campesino —dijo—. ¡Vamos!
Me hizo subir los escalones del gran templo. Allí y en el espacio fresco bajo las columnas, había docenas de jóvenes. La mayoría estaban sentados alrededor de los tutores, pero el grupo más grande estaba reunido en torno a un hombre de pelo blanco, tan flaco que sus huesos amenazaban con salírsele a través de la piel. Llevaba una clámide sin quitón, como los jóvenes, pero tenía un cuerpo huesudo, feo, excepto sus músculos, que eran como los de un labrador beocio. Me pareció muy viejo.
El nos vio llegar, aunque a su alrededor había una docena de chicos en la escalinata.
—Llegas tarde —le dijo a mi nuevo amo.
Arquílogos sonrió.
—Perdón, maestro —dijo—. No debería haber esperado tanto a meter en el agua mi dedo del pie…
Este comentario suscitó la risita tonta de los demás chicos. No tenía ni idea de por qué.
El maestro lo fulminó con la mirada.
—Si entendiste lo que dije —comentó—, sabrías lo tonta que parece tu salida. ¿Por qué enseño a los jóvenes?
—¿Pagamos bien? —dijo otro bromista.
Los chicos empezaron a reírse, pero el viejo tenía un bastón y le dio con él en las espinillas al más gracioso antes de que pudiera moverse.
—Yo ni acepto pagos ni los pido —dijo el maestro—. ¿Quién eres tú, muchacho?
Esa última pregunta iba dirigida a mí. Yo no era el único compañero presente.
—Pertenezco a Arquílogos —dije dócilmente.
El gruñó.
—No en mi clase, muchacho. Aquí tú eres tú mismo. Tu propia mente. Para moldearte yo como vea que mejor conviene —dijo, tosiendo en su mano—. ¿Qué sabes? ¿Algo?
—No —dije—. Nada.
El sonrió.
—Tienes una simpática combinación de humildad y arrogancia, joven. Siéntate aquí. Estamos hablando del
logos
. ¿Sabes qué es el logos, joven?
—No, maestro —respondí.
Y así conocí a Heráclito, mi auténtico maestro, el maestro de mí alma. Pero, para él, yo no sería sino una vasija vacía llena de furia y sangre.
Me encantó encontrar entonces a otro pensador como el sacerdote de Hefesto de Tebas. Este era aun más profundo, pensé, y me senté a la sombra, con la espalda apoyada en un cálido pilar de mármol, y dejé que me llenara de sabiduría.
En realidad, gran parte de lo que decía parecía un galimatías, y correspondía a cada chico sacar lo que pudiera del pozo, o eso es lo que nos decía Heráclito. En aquel primer día, no obstante, se volvió hacia mí, entre todos aquellos chicos.
—Así que no sabes nada. ¿Eres una vasija hueca? ¿Puedo llenarte?
Recuerdo que asentí y me ruboricé, porque a los demás chicos les entró la risita tonta y me di cuenta demasiado tarde del doble sentido.
—¡Bah! —dijo Heráclito, y su bastón golpeó una espinilla. El propietario chilló—. El sexo es para los animales, muchacho. Hablar sobre el sexo es para los miserables efebos —añadió, dándome con la contera de bronce de su bastón—. Entonces, ¿preparado para aprender?
—Sí, maestro —dije yo.
Él asintió.
—Aquí está toda la sabiduría que tengo, muchacho. Hay una fórmula, un vínculo y una liberación, un pensamiento único; coherente, que hace que el universo sea como es, y que nosotros, que nos sentamos en estos escalones, lo llamamos el «logos» —dijo y me volvió a dar con el bastón—. ¿Comprendes?
Yo le miré. Sus ojos eran oscuros y traviesos, como los de un chico.
—No —admití.
—¡Brillante! —dijo. Heráclito se echó a reír—. Aún puedes ser un sabio, muchacho —añadió, mirando a su alrededor y después a mí—. ¿Has oído la expresión «sentido común»? —preguntó.
—Sí —respondí.
—¿Es, en realidad, común?
Yo me eché a reír.
—No —dije.
—¡Soberbio! —dijo el viejo—. ¡Por todos los dioses, eres el alumno soñado! —añadió, inclinándose hacia mí y dándome de nuevo con su bastón—. ¿Qué es lo que tiene la comprensión más auténtica, chaval, tus oídos y tu nariz o tu alma?
Yo miré alrededor, pero todos los chicos estaban mirándome.
—¿Qué es un alma? —pregunté. Había oído la palabra, pero casi nunca como algo que pudiera sentir.
El dejó de golpearme. Se volvió a Arquílogos.
—Joven Logos —dijo y, de repente, supe de dónde venía el nombre de mi joven amo—, ¿cuánto pagó tu padre por este esclavo?
Arquílogos levantó las manos.
—Ni idea, maestro. Pero no mucho.
Heráclito se echó a reír.
—Ahora sé que la sabiduría puede, en efecto, comprarse —dijo; se volvió hacia mí y el bastón me empujó las costillas—. Escucha, muchacho, el alma es la forma más auténtica de ti. Se puede sentir el logos del mismo modo que puede sentirse cuándo miente otro hombre, si se lo permites.
Pensé en ello.
—¿Qué se siente? Si mis ojos sienten la luz y mis oídos sienten el ruido, ¿qué siente mi alma?
Heráclito se echó hacia atrás.
—Excelente cuestión —dijo. Se alejó unos pasos y volvió—. Trabaja en ello y serás un filósofo. Ahora examinaremos algo de matemáticas. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Soy Doru —dije.
—La lanza que corta hasta la verdad, ya veo. Muy bien. En la fiesta de Artemisa, he preparado una oración sobre lo que siente el alma y cómo. Tú puedes presentársela a los demás chicos —añadió, y se dio la vuelta—. Ahora. Esto es un triángulo.
Ese fue nuestro primer encuentro.
El mismo siempre era un reto. Si no decías nada, te golpeaba. Si hablabas, a veces te elogiaba y a veces te ridiculizaba y siempre te obligaba a componer un discurso para defender tus puntos de vista. Descubrí que la mayoría de las clases empezaban con uno u otro pobre chico levantándose como un político en la asamblea para pronunciar, tembloroso, un discurso en defensa de alguna cuestión indefendible.
Me gustaban las matemáticas. Venía de una familia de artesanos y ya sabía hacer un triángulo con un compás, dividirlo exactamente en dos partes y otros cien trucos que cualquier delineante tiene que saber para copiar figuras o aun solo para hacer una circunferencia en una copa.
Me faltaba el lenguaje para estar cómodo —había jonios y hablaban un dialecto diferente—, pero, desde el primer momento, Heráclito me lo puso fácil. Cuando me sentaba en las escaleras del templo de Artemisa, era igual a los demás chicos. Eso me hacía amar las lecciones más que cualquier otra cosa.
Pero pronto aprendí el lenguaje y me bebía las ideas y las palabras de retórica y de filosofía como un hombre sediento bebe agua. Aprendí a adoptar una postura adecuada y a hablar desde la parte baja del pecho, para que pudieran oírme otros hombres. Aprendí algunos trucos con las palabras: expresiones que dibujarían una sonrisa y otras expresiones que eran serias. Aprendí que la repetición de un verso de Homero haría que los hombres se tomaran más en serio un razonamiento.
Aprendimos a cantar con otro maestro y a tocar la lira. Calcas tocaba bien el instrumento y estaba decidido a emularlo. Puedes juzgar por ti misma los resultados cuando toque luego algo de Safo.
Era un juego, pero un gran juego. Un juego complejo, como era el elaborar un razonamiento.
Heráclito era riguroso con respecto a la diferencia entre la disputación y la aserción. ¿Lo sabes, joven? Enseñan eso en Halicarnaso, ¿no?
Mmm
. Cariño, es como esto. Cuando digo que la luna está hecha de queso, eso es una aserción. Si lo digo más alto, ¿es más verdadero? Si cito a Homero diciendo que la luna está hecha de queso, ¿eso lo hace más verdadero? Y si te amenazo con pegarte si no lo aceptas, ¿lo hace más verdadero?