Sangre guerrera (48 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Todos los jóvenes eran bobos.

Mandé a Lejtes a la casa del señor a por mi ropa de cama y volvió con Idomeneo. Me hicieron la cama donde les dijo el herrero, no en su casa, sino en su cobertizo de trabajo para el verano, una edificación bastante agradable, pero cerrada solo por tres lados. Entre ellos dos la barrieron y trajeron una cama grande de la casa y la prepararon.

Idomeneo tomó una copa de vino conmigo. Lejtes tenía una chica en la casa… Ahora era un guerrero, no un sirviente, y estaba pensando en casarse. Pero los gustos de Idomeneo iban en otras direcciones, y no tenía prisa en dejar la fragua.

—Nearco ha preguntado por ti —dijo. Sus ojos centellearon y dibujó una media sonrisa—. Te desea ardientemente, maestro.

Yo me encogí de hombros.

—Yo no soy tu maestro.

Idomeneo se estiró en un banco.

—Tú llamas maestro a Hefestión —dijo él.

Me encogí de hombros.

—El es un maestro herrero.

—Tú eres un maestro guerrero. Y me has hecho un hombre libre —dijo Idomeneo, asintiendo—. Tengo una forma de salir de tu enredo, señor.

Me pasé los dedos por la barba.

—¿Enredo? —pregunté.

El se echó a reír.

—Has bajado aquí para evitar a Nearco. Y, señor, debes saber que él cree que, cuando zarpen los barcos, tú y él seréis amantes. ¿Por qué no va a creerlo? Incluso su padre lo dice.

Yo sacudí la cabeza. Cretenses. ¿Qué puedo decir? Y tú riéndote disimuladamente. Ríe todo lo que quieras… era en mi juventud.

—Por eso, he encontrado un método que puedes utilizar para salir de tu laberinto —me dijo. Sirvió más vino directamente del ánfora.

—¿Acaso soy Teseo o el Minotauro? —pregunté, echándome a reír—. ¿Y quién te hace lo que hagas? —dije, y ambos nos echamos a reír.

—Yo soy más bonito que cualquiera de las hermanas de Nearco —dijo, y los dos nos reímos a carcajadas hasta que llegó Hefestión y puso la cabeza bajo el alero.

—¿Son estas las Dionisias? —preguntó—. ¡Por el dios herrero! ¡No esperaba un simposio en tu primera noche bajo mi tejado! —añadió, pero, al ver mi vino, se sentó, se sirvió una copa sin aguarla y se reclinó—. ¿Me contáis el chiste?

Idomeneo le tenía mucho cariño al herrero; más que cariño creo.

—Estoy resolviendo el problema de mi señor —dijo.

Hefestión le guiñó el ojo.

—¿Acostarte tú con el chico y hacer como si fueses Arímnestos? —dijo Idomeneo se ruborizó. Después empezamos a decir cosas de las que Nearco podría darse cuenta y bebimos mucho más, y Hefestión se fue a la cama borracho.

—No me has contado tu idea —dije.

Idomeneo estaba borracho y me puso sus brazos alrededor.

—Te amo —dijo.

—Sí —dije yo—. ¡Vete a la cama!

—¿
Ess
… es una invitación? —preguntó con una clara insinuación, y después sonrió maliciosamente—.
Essscucha
, maestro. Dile al chico que ahora él
esss
un guerrero… demasiado noble para ser tu amante. Dile que lo liberas para que tenga un amante que elija él mismo —dijo Idomeneo, que eructó, echando a perder su actuación.

—Mmm —dije… o algo igualmente inútil. Yo también estaba borracho.

Pero, a la mañana siguiente, martilleando metal con una resaca enorme —no se lo recomiendo a nadie—, la idea fue pareciéndome cada vez mejor.

Bebí agua y trabajé, tratando de transpirar el vino que se me había subido a la cabeza. Fue lo mejor que pude hacer, porque, a primera hora de la tarde, xana larga fila de mujeres que danzaban subió la colina desde la ciudad, dirigiéndose a la montaña. La hija de Troas encabezaba una de las filas de bailarinas y condujo a sus risueñas chicas a hacer un ensayo completo alrededor del patio de la fragua.

Yo tenía un par de rosas que Idomeneo había arrancado, por indicación mía, del jardín que estaba detrás de la casa señorial y las había unido con alambre de bronce, de manera que pudieran colocarse con el laurel en su cabello.

Hefestión tenía un espejo, y yo le mostré a ella su aspecto a la dorada luz de la superficie de bronce.

—¡Oooh! —dijo ella, toqueteando las flores con suavidad—. De todos modos, quería estar más guapa.

—¡Estás muy bella, Gaiana! —dije, o unas palabras similares.

Ella se echó a reír. Yo la besé y ella no me besó como una virgen precisamente. Ella se rio en mi boca, como Briseida.

Y después supe por qué el herrero me había dejado el cobertizo. Yo agarré su mano, pero ella la retiró y se estiró su quitón. Sonrió maliciosamente.

—Demasiado deprisa para mí, señor —dijo.

Yo tenía un peine de asta y le peiné un poco el pelo. Ella se recostó sobre mí y nos besamos de nuevo; después se levantó.

—Nadie espera que las chicas bajen de la montaña hasta el alba —dijo. Fuera del taller, las otras chicas la estaban llamando.

—Estaré en el cobertizo —dije, y le pasé un dedo alrededor de uno de sus pezones, y ella me dio una bofetada de broma, pero fuerte.

—No voy a dormir —dijo ella, antes de escapar como una flecha de mis brazos y salir por la puerta.

Y no dormí. Ni tampoco Gaiana.

Ese es otro momento feliz en mis recuerdos. Ella venía a mí cada noche y yo trabajaba todo el día en la fragua. Su padre vino al tercer día y Hefestión me presentó.

—Está loco por tu hija —le dijo Hefestión.

—No pareces el tipo de hombre que se casa con la hija de un pescador —dijo Troas. Tenía una barba desaliñada y las manos de un hombre que estaba arrastrando redes todo el día, con unos hombros enormes.

—¿Casarme? —pregunté, y sospecho,
zugater
, que la voz me salió cascada.

Troas se echó a reír.

—Si les digo a los sacerdotes que le quitaste la virginidad, me deberás su precio de novia.

Me sentí absolutamente tonto. Estábamos haciendo un trueque. Antes de que pienses mal del hombre, recuerda que los señores de la ciudad podían tomar a su hija por nada, y él tendría que cuidar a los hijos resultantes. Así es Creta. La democracia tiene mucho a su favor para recomendarla, cariño.

Recuerda: las hijas solían estar a salvo de los señores en Creta. ¡Ah!

—¿Cuál es su precio de novia? —pregunté. En realidad, él me asustaba más que una línea de batalla persa.

—Diez lechuzas de plata —dijo él.

Casi me río de mi liberación. Hefestión me interrumpió.

—¿Diez? ¿Por una chica que se ha acostado con cada hombre que ha querido? —dijo. Escupió.

Troas enrojeció. Creo que le dolió.

—Creí que éramos amigos.

Hefestión lo miró.

—Cuando vienes a comprar un cuchillo de bronce, ¿qué me dices? ¿Que es un objeto hermoso, que la hoja es tan afilada como la obsidiana, que se ajusta perfectamente a tu mano? ¡No! Me dices que es demasiado pequeño, sin brillo, feo… cualquier cosa para bajar el precio. ¿Por qué va a ser tu hija diferente de mi cuchillo?

Les serví vino a ambos, y Hefestión, haciendo como si fuese mi padre, fijó el precio de la novia en seis lechuzas.

Era raro, pero yo sabía que zarparía con la flota y, en mi corazón, sabía que no volvería. Por eso, para librarme del asunto —evidentemente, no por amor— dije que me casaría con ella.

Troas reaccionó como si le hubiesen dado un hachazo.

—No, señor —dijo.

Bueno, verás. Tenía elegido un yerno. No un inútil espadachín que desapareciera en verano, sino un joven fuerte con anchas espaldas para recoger redes.

Ten cuidado cuando creas que vales demasiado. Yo me di cuenta en un horrible momento de que Troas no tenía muy buena opinión de mí. El quería seis lechuzas de plata para que su hija y su chico pudieran tener un buen principio, su propio barco, probablemente.

Yo nací campesino, muchacha… Nunca dejé que pensaras que los campesinos tienen una vida más sencilla.

Subí a la casa señorial llevando aún mi delantal de cuero. Abrí la caja de cedro en la que guardaba mis bienes: mi capa bordada, mi quitón de buen lino, el collar de oro y lapislázuli de Sardes y mi paga.

Saqué doce lechuzas de plata de la reserva, un poco menos de un tercio de mis monedas, y me di la vuelta, encontrando a Nearco que me estaba mirando desde el otro lado de la sala.

Le sonreí. No pude evitarlo.

El vino hacia mí, vestido con un quitón escarlata con sandalias a juego. Sus espinillas habían desaparecido, su pecho se había desarrollado y llevaba el pelo largo y aceitado.

—Eres un hombre extraño, Arímnestos —dijo, y nos abrazamos.

—Ven conmigo —dije.

El miró alrededor y su rostro estaba rojo. Yo suspiré y recé a Afrodita.

Llamé la atención de Idomeneo y él me guiñó el ojo.

Así, salimos al jardín y después subimos a la montaña, y los murmullos de los guerreros mayores nos siguieron como algo vivo.

—No te llevo para una tarde de amor —le dije en cuanto estuvimos fuera del alcance de los oídos de los otros hombres.

El se ruborizó.

—No esperaba tanto —dijo. Pero lo había esperado.

—Quiero que te mires a ti mismo —dije. Como muchos maestros y padres antes que yo, me atrevo a decir.

Pero él apartó la vista, esperando una censura.

—¿Me escuchaste cuando te dije lo que decía Heráclito? ¿Comprendes algo del logos y del cambio? —pregunté.

El se encogió de hombros; era el joven irritado que conocí más de un año antes.

—Yo no soy un señor cretense, Nearco. Soy un campesino de Beocia y me he hecho un nombre con mi lanza —le dije. Lo cogí por los hombros y él me miró, porque no era esta la conversación que esperaba.

—Tú eres el hijo de un rey —dije—. Y ahora, eres un hombre, no un chico. Tú esperas, todos lo esperáis, que te tome como amante —añadí, y me encogí de hombros—. Eso sería un error. Yo te admiro, pero ahora eres un hombre. Y un hombre escoge a sus amantes.

Él se levantó de repente.

—¡Pero yo te quiero!

De repente, me di cuenta de que este muchacho merecía la verdad y no un cuento, una manipulación de Idomeneo. Era un muchacho honorable, con toda la vida por delante.

—Yo no estoy libre a este respecto —dije remilgadamente. Allí estaba la verdad.

—Aún no soy digno —dijo él.

—No digas tonterías —dije—. Las costumbres son diferentes. Yo soy de Platea. En Platea, no nos gustan las relaciones entre hombres —añadí. No era del todo exacto, pero se acercaba bastante a la realidad.

Eso le hizo sonreír.

—Mis hermanas me dicen lo mismo a mí —dijo él sonriendo porque, para él, era una tontería.

—Yo estoy tomando en la ciudad a una chica como amante —dije—. No la traeré a la casa. No trato de molestarte. Y, si me lo pides, me iré.

Él sacudió la cabeza.

—¿Una
chica
? —preguntó—. Eres el hombre más raro que he visto. Pasas tu tiempo libre martilleando bronce y leyendo manuscritos, y ahora haces el amor con mujeres. ¡Es impropio de un hombre! —escupió la última expresión.

—Me marcharé, pues —dije. Le había dicho la verdad. Me sentí mejor por eso. La idea de Idomeneo habría funcionado, pero el engaño me habría exigido un esfuerzo excesivo. Y creo que Heráclito no lo hubiese aprobado.

Él me cogió la mano.

—No —dijo—. No estoy siendo un estúpido. Yo te amo.

Lo abracé.

—Combatiremos lado a lado —dije—. Mejor que el sexo. Ahora… ve y toma a un amante. Y sé bondadoso con él. O con ella.

—¿Una chica? —preguntó. Se echó a reír—. Podríamos crear una moda. Yo estuve con una chica una vez… son suaves —añadió, y volvió a reírse.

—Puedes acostumbrarte —le dije.

Por el camino, bajando la colina, pensé que Idomeneo y Nearco me amaban y me lo habían dicho, mientras que ni Penélope ni Briseida ni Gaiana me habían dicho nunca que me amaran. Quizá fuera porque ninguna de mis tres mujeres había estado conmigo en la línea de batalla. ¡Ah! Eso sería una falange. Y no un cobarde entre ellas.

En todo caso, tras ese día, Nearco y yo fuimos amigos, y un poco más. Yo estuve viviendo en el cobertizo del herrero hasta la fiesta, y después también. Hicimos buenos cascos y buenas armaduras que despidieran las flechas persas y mantuvieran con vida a los hombres. En la Chálkeia, me di a conocer al sacerdote con signos y fui ascendido del primero al segundo grado porque mis sacrificios fueron considerados aceptables.

Era feliz. Demasiado malo es que no se tarde mucho en decirlo. Soy sincero, demasiado sincero, y mira su rubor cuando digo que Gaiana y yo hacíamos el amor todas las noches —todas las noches— diez veces, si queríamos. ¡Oh!, la juventud se echa a perder en el joven, cariño. Pero, te preguntarás: ¿y qué pasaba con el hogar? ¿Acaso no quería ir a casa?

¿Acaso no quería vengar a mi padre, vivir en mis tierras, o matar a Aristágoras y tomar para mí a Briseida? ¿Ves? Quieres saberlo. Bueno, niños, esto no es la
Ilíada
. Si yo tenía un destino, no lo sabía. Y, cuando tienes dieciocho años, o diecinueve quizá, y los hombres te tratan como a un héroe, cuando tus manos hacen cosas hermosas, cuando todas las noches tienes una boca suave y tu cama se calienta con amor…

Nadie que sea feliz da una mierda por el destino o las furias. Yo era feliz. No dediqué a mí padre, mis tierras o Briseida más que un pensamiento pasajero. Y, de los tres, Briseida habría ganado.

Durante dos meses, fui feliz. Dos meses de hacer el amor mientras la lluvia caía sobre el tejado del cobertizo, y hacer cosas hermosas todo el día con la fuerza de mis brazos y mis espaldas: bailar las danzas militares, hacer ejercicio con las armas, llevar la armadura.

Una semana antes de que tuviésemos que hacernos a la mar, el señor Aquiles nos pasó revista en el ágora y dimos una buena imagen. Había hombres que no tenían espadas y hombres que no tenían grebas, pero todos tenían una coraza de bronce o un coselete de cuero, un buen casco, lanzas y un machete. Todos los hombres, incluidos los remeros. Seiscientos hombres. Sesenta de nosotros, los sirvientes y los parientes del señor, teníamos una panoplia completa. En tierra seríamos la primera línea, y en la mar combatiríamos como infantes de marina.

Nearco tenía el barco nuevo, por supuesto. Era el hijo del señor. Y yo, iba a ser su piloto.

Lo celebramos con una noche de bebida, y vertimos vino en el espolón del nuevo buque y lo llamamos
Tetis
. Después, pasamos una semana practicando en la mar. Nuestros pescadores podían remar, y nuestros oficiales eran bastante aceptables, pero necesitábamos esa semana y más. Yo no era realmente un piloto y cometía errores a diario al sacar el
Tetis
de la playa, hacia atrás, con la popa por delante. Pero era lo bastante inteligente como para pedir ayuda, y la encontré en Troas, que remaba en nuestra hilera superior y llevaba uno de mis cascos. Lo llevé a popa como piloto ayudante. El tenía su propio barco de pesca y conocía la mar mucho, mucho mejor que yo.

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