Sangre guerrera (47 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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—¿Y su esposa? —le pregunté.

—Medea vuelve a la vida —Herc levantó la vista al cielo—. Es un imbécil, casándose con una chica tan joven, y tan inteligente. Ella podría ser el estratego.

Se echó a reír y yo volví a soñar con mi amor perdido.

En el otoño, cuando empezaba la temporada del trigo, Aristágoras llegó a Creta. Venían como cinco barcos e hizo una gira para visitar a todos los señores, pidiendo apoyo y recibiéndolo. Chipre era rica y los cretenses anhelaban tener una porción. No habían estado en una guerra desde hacía muchos años, y todos los hombres jóvenes clamaban por ir.

Cuando Aristágoras vino a vernos a Gortina, el trigo estaba recogido. Llegó a visitarnos haciendo gala de su prepotencia, llevando una capa púrpura y alardeando de su riqueza, y ellos lo siguieron como hombres que siguieran a una sirena. Al principio, lo evité —una treta difícil en los reducidos confines de una casa—, pero pronto me di cuenta de que no me distinguía de los demás cretenses y entonces me dediqué a escuchar lo que decía y a asistir a sus comidas.

Era un hombre vacuo, cuya vanidad no había cambiado con sus fracasos en Sardes y en Efeso, y escuché, hirviéndome la sangre, cómo explicaba que los atenienses habían desertado y huido en la gran batalla cerca de Efeso, dejando a los jonios solos en la batalla. Los hombres de la casa me miraban. Yo no quería saber nada de este hombre, pero mi propia reputación sufriría si le dejaba que denigrara a los atenienses. Finalmente, me levanté.

—¡Mientes! —dije—. Yo estuve en Sardes, cuando los milesios se desbandaron y huyeron de la ciudad. Combatí en el ágora contra los persas, y después mantuve mi posición en Efeso, cuando paramos a los carios y les hicimos dar la vuelta e irse a casa con sus hermanas. El centro se desbandó primero. Lo sé porque, cuando miré cómo se desarrollaba la batalla, el centro ya había huido… y yo todavía estaba manteniendo mi posición.

Aristágoras miró a su alrededor.

—¿Quién es este hombre que se ha permitido hablar en tu casa? —preguntó a Aquiles.

—Es el tutor de guerra de mi hijo —dijo el señor Aquiles. Él cruzó los brazos—. Es joven y fogoso… pero tiene derecho a hablar aquí.

Aristágoras se encogió de hombros.

—Yo digo que los atenienses fueron los primeros que huyeron.

Sonreí.

—Yo digo que mientes. Y hay aquí otros hombres que estuvieron en la batalla, Aristágoras. Quizá debas medir tus palabras. Los cretenses no son tan ignorantes como pareces creer.

Pero Aristágoras no se dejaba pisar el terreno por un hombre tan joven como yo, En cambio, me sonrió, se levantó de su diván y atravesó la sala.

—Joven, sabes cómo es la batalla. Ni tú ni yo podíamos ver nada más allá de las ranuras de nuestros cascos. Los hombres me dicen que los atenienses fueron los primeros que huyeron. Yo estaba combatiendo.

Era lo bastante perro viejo para saber que las afirmaciones a voz en grito solo conducían a echar a perder el argumento. Pero ya estaba furioso.

—Yo estaba en primera línea —dije—, y estaba combatiendo cuando huyeron los carios. Cuando había matado a tres de ellos, clavando mi lanza en sus cuellos —afirmé, y miré alrededor de la sala—. Cualquier hombre que diga que los atenienses o los eretrios fueron los primeros que huyeron miente. Y puede encontrarse con mi espada —añadí. Esa era la forma cretense de actuar, como descubrí mi primera noche en Creta, contra Goras.

Aristágoras cogió mi mano.

—Deberíamos ser amigos… Nuestra discusión causará que los persas se rían de nosotros —dijo él. Sus palabras eran suaves, pero sus ojos estaban llenos de odio. Había interrumpido su actuación. ¡Qué mezquino tirano era! Aún ahora, mi odio hacia él hace que me tiemblen las manos.

—¿Cómo está Briseida? —pregunté.

Debió de estar en mi voz. El se quedó helado, con su mano aferrada a la mía y su otra mano en mi codo; ambas manos se tensaron. «¡Oh, es una mala chica!», pensé. Mi sonrisa debió de resultar demasiado cómplice.

—Ningún hombre habla de mi esposa en público —dijo entre dientes. Los hombres que nos rodeaban lo miraron con curiosidad. Su máscara de benevolencia estaba desapareciendo.

—¿De verdad? —pregunté—. Suélteme el brazo, señor. Antes de que lo mate.

Allí quedó dicho, en público. No me había reconocido, el muy imbécil. Mi mano estaba sobre mi cuchillo de combate, en la casa, no llevábamos espadas, pero, como dice el poeta, estaban colgadas en sus clavijas.

¡Oh, el odio en su mirada!

—Tú… tú eras el querido de Arístides —dijo con voz suave cuando me reconoció. Después, su expresión cambió cuando sintió el pinchazo de mi daga en el interior de su muslo, oculta a los ojos de los demás hombres que estaban en la sala.

—Dale recuerdos a Briseida —dije. Con solo empujar la daga, podría haberla convertido en viuda.

Después, ella se habría casado con otro noble. Así era el mundo, muchacha.

Aristágoras me miró incrédulo. Era un cobarde absoluto, a pesar de todas sus poses, y pude ver en sus ojos cómo se venía abajo. El me soltó el codo y retrocedió. Yo hice una ligera venia y tiré mi daga en el diván que estaba detrás de mí para que los demás hombres no vieran lo que había pasado y Aristágoras se alejó rápidamente.

Pero a Aquiles le gustó, o le gustaron sus ideas, o, simplemente, era demasiado codicioso para darse cuenta de la estupidez de lo que se proponía, y prometió tres barcos para la campaña contra Chipre, que se lanzaría el siguiente otoño.

Aristágoras zarpó. Después, comenzaron los concienzudos preparativos para la guerra.

Los hombres se congregaban para seguir mis enseñanzas, y pronto estuve enseñando mi forma de hacer la guerra en el ágora; me di cuenta de que estaba diciendo las palabras de Calcas y las de Heráclito al mismo tiempo, como si de una filosofía se tratase. Y quizá lo fuese. Danzábamos, dábamos estocadas y nos lanzábamos trozos de madera unos a otros.

Las necesidades de los hombres —hombres con armadura— llevó a que Hefestión, el herrero, se distrajese y yo empecé a pasar más tiempo con él. Yo no era herrero, pero podía hacer chapa de un lingote, y ninguno de sus aprendices sabía hacerlo.

Pasaba mucho tiempo en la ciudad en el ágora o en su taller.

Y la ciudad estaba llena de peligros.

Todos los peligros tenían que ver con el sexo. ¿Acaso te sorprenderás,
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? Yo quería a alguien que compartiera mi cama, y Nearco quería compartir mi cama, pero los dos éramos opuestos. Eramos una dualidad equilibrada, como dicen los pitagóricos. Si yo tomaba a una esclava joven, Nearco habría estado haciendo pucheros durante semanas… En realidad, su padre podría haberme desposeído de ella. Nearco y su padre habían dado por supuesto que yo tomaría a Nearco como amante cuando alcanzara cierto nivel de logros heroicos que solo existían en sus imaginaciones.

De hecho, estaba empezando a gustarme el chico y, en mi segunda primavera con él, era mi igual en la mayoría de las cosas.

Yo no tenía ni idea de si aguantaría en la línea de batalla, pero era rápido y fuerte y podía utilizar la punta de su lanza para cortar su nombre en un trozo de madera, una evidente destreza.

Un año y más había vivido como un pitagórico, sin tener amantes. Para ser sincero, durante mucho tiempo no me interesó, al menos en parte, porque no quería a ninguna mujer que no fuese Briseida. En la segunda primavera en Creta, sin embargo, mi cuerpo estaba convirtiéndose en una carga excesiva para mí. Las danzas de la primavera me rodeaban, los hombres mayores se llevaban a jóvenes de caza, y yo estaba solo.

Fui a la fragua a reprimir mi deseo, y estuve martillando bronce para reducirlo a chapa con Hefestión, que disfrutaba con mi compañía, pero no se inclinaba a la adulación vacía. Lejos de ello, era el maestro que nunca tuve para dar forma al metal, crítico y burlón cuando lo merecía, lleno de elogios cuando lo hacía bien. Su único hijo hacía tiempo que había muerto, caído en una de las guerras locales relacionadas con el ganado, sirviendo a su señor. Hefestión me enseñó muchas cosas acerca de la elaboración del bronce, aunque todavía no era el herrero que fue mi padre. Este es uno de los misterios del aprendizaje y la enseñanza, supongo.

Aprovecharé este momento, mientras esta preciosa chica me sirve vino, para decir que esos buenos tiempos, como el que pasé con Hefestión, nunca son tan memorables como los malos tiempos. Es raro, y triste, que no pueda hacer una historia de Hefestión, porque, en cierto modo, fue a quien más quise de todos los hombres que conocí en Creta. Era amable, fuerte, bondadoso, locuaz y gruñón. Podía golpear, enfadado, a un esclavo, pero le pedía perdón después. Y tampoco hizo ascos nunca a aprender de mí, cuando recordaba algunas técnicas de mi padre, por ejemplo. Me habría vuelto loco sin él.

A los demás guerreros les parecía raro que me entretuviera con el bronce, pero me temían, por lo que no murmuraban nada que pudiera llegar a mis oídos… Y necesitaban armaduras. Blandir los martillos me fortalecía también, y me evitaba problemas. Practicaba con los brazos hasta estar agotado, y después blandía un martillo hasta que estaba completamente agotado de nuevo. Aquello era vida.

Después, como he dicho, llegó la segunda primavera, y todas mis cuidadosas reservas comenzaron a esfumarse cuando la savia ascendió en los árboles y brotaron las primeras flores. Perséfone estaba regresando a la tierra.

Yo quería una chica. Todas las chicas estaban empezando a parecerme igualmente bellas, jóvenes o mayores, gordas o delgadas, y sabía, no obstante, que retozar con una esclava en la casa del señor tendría consecuencias instantáneas.

Las mujeres también sabían cosas. Podrías negar con la cabeza, picara… Estoy seguro de que las mujeres saben qué hombres quieren en cuanto se ensanchan sus caderas. Todas las mujeres de la casa me conocían por lo que era: un hombre al que le gustaban las mujeres. Y eso las fascinaba, porque sus hombres hacían gala de despreciar a las mujeres en toda ocasión. El señor tenía tres hijas y todas ellas hacían que Nearco pareciera apuesto, pero todas sacudían la cabeza justo así… ¡ruborízate cuanto gustes, joven dama! Me encantan tus rubores. ¡Mi
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debería traerte todos los días!

Pero había otras chicas. En la playa, había una localidad no tan grande como para ser una ciudad, ni siquiera una ciudad como Platea, pero Gortina tenía dos o tres mil personas libres y un número importante de chicas bonitas.

El taller de Hefestión estaba en la cima de la ciudad, en la tierra de nadie entre la casa del señor y los mercaderes. Yo podía trabajar en su forja y las chicas vendrían a verme, desnudo hasta la cintura: el famoso guerrero ensuciándose las manos.

Fue el día anterior a las Tesmoforias, que, en Creta, tienen un nombre diferente. Todas la chicas estaban preparándose; en Creta, es una fiesta femenina, y todas las chicas solteras se visten como sacerdotisas con sus mejores quitones de lino, de manera que, cuando el sol está detrás de ellas, a ningún hombre le cabe la menor duda del contorno de sus cuerpos. Se ponen fajines alrededor de la cintura y flores en el pelo, y las chicas que venían a la fragua esperaban los broches redondos que el herrero y yo habíamos estado haciendo toda la mañana. Ahora estábamos puliéndolos con los esclavos, justo para dar por terminado el trabajo.

Una chica, de quince años y bonita, con el rubor de la soltería y con energía, fue más audaz que las demás y frotó sus dedos contra los míos cuando le di un broche. Junto a Briseida, probablemente fuese tan sencilla como una margarita junto a una rosa, pero tenía una cintura delgada, pechos altos y quería tenerla sobre el suelo sucio de la fragua. Nuestros ojos pasaron un buen rato juntos.

Cuando se fue, Hefestión se echó a reír.

—La hija de Troas, y no debe de ser mejor que él. Son pescadores. ¿La quieres?

Me ruboricé —yo me ruborizo, muchacha— y bajé la cabeza.

Hefestión se rio.

—Te ha atrapado una bruja, chaval.

Me encogí de hombros. Allá arriba, en la casa, yo era un joven señor, un guerrero. Abajo, en la fragua, yo era un chaval. Y actuaba como tal.

—¿Lo sabe Nearco? —preguntó Hefestión.

—No —dije. Y después—: Yo no me acuesto con Nearco.

Hefestión reaccionó como si lo hubiese abofeteado.

—¿No? —preguntó—. El debe de estar muy amargado.

Yo negué con la cabeza.

—El cree que no me merece —dije, y me encogí de hombros.

Hefestión se echó a reír.

—Eres un fracaso como cretense —dijo—. Pero eres un buen herrero y sirves a Hefesto como un hijo obediente.

Estuvimos puliendo un rato, con nuestros trapos llenos de piedra pómez en polvo y aceite. Los esclavos y aprendices estaban en silencio, aterrorizados por tener a su maestro trabajando en unas tareas tan secundarias.

—Creo que, quizá, mientras hagamos los cascos, deberías quedarte aquí en la fragua —dijo Hefestión—. Tú, pais vete y tráeme vino. Y vino para el señor Arímnestos —añadió. Solo me llamaba «señor» en broma.

Mientras bebíamos el vino aguado —un vino maravilloso, el de Creta, rojo como la sangre de un toro—, asintió mirándome.

—Duerme aquí. Hasta la
Chálkeia
[7]
. Dedicaremos todos los cascos como sacrificio, como nuestro sacrificio de trabajo. Y después volverás a la casa. El señor Aquiles comprenderá por qué te necesito.

Aquí, nunca tuvimos una Chálkeia,
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. Deberíamos tenerla. Soy un declarado devoto del dios herrero, y puedo decir las oraciones. ¿Por qué nunca hemos tenido una? En todo caso, es una fiesta de herreros, y el herrero tiene que dedicar el trabajo y pagar su valor como diezmo, y el dios herrero juzga su calidad. En Atenas, en la pequeña Platea incluso, hay una procesión de todos los herreros, de quienes trabajan el bronce, el hierro y aun los metales más finos, todos juntos, con imágenes del dios y de Dioniso llevándolo de vuelta a Olimpia, después de que Zeus lo expulsara. Se bebe mucho. Deberíamos instituirla. Llama a mi secretario.

Aún no estoy muerto, ¿eh?

No tenía ni idea de por qué el viejo Hefestión quería de repente que me quedase en su casa… El camino hasta la casa del señor solo era cosa de medio estadio, Pero era mi amo, tanto como lo era el señor. Todo en aquella ciudad estaba dedicado a preparar al señor y a sus hombres para la expedición a Chipre, y estábamos a dos meses de la fecha de partida. Las mujeres tejían velas nuevas de denso lino traído de Egipto. El curtidor hacía coseletes de cuero con la misma rapidez con la que mataba bueyes. Los dos fabricantes de sandalias trabajaban a la luz de las lámparas y, abajo, en las gradas, veinte pescadores y sus muchachos trabajaban todo el día para construir un tercer trirreme de estilo fenicio.

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