Sangre guerrera (49 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Nunca seas demasiado orgullosa para pedir ayuda, cariño. El me ayudó. Después de todo, le había pagado el doble de su precio y le había hecho a Gaiana buenos regalos: le había hecho un espejo, y dos pares de clavijas de bronce para los remos, pensando que a su futuro esposo le gustarían.

El último día fue muy duro para Nearco y los demás hombres del lugar. Yo estaba ansioso por zarpar. Podía sentir la llamada del mundo. Era como si hubiese estado dormido y ahora estuviese despertando de nuevo.

Gaiana vino por última vez conmigo al cobertizo. Tenía regalos para ella en la cama: un corte de tela de buen lino egipcio y un collar de plata con cuentas negras. Ella dio un gritito.

—Estoy embarazada —dijo.

Sonreí, porque yo era un hombre de mundo y lo había esperado.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté.

Ella sonrió; no dijo nada disparatado.

—Las chicas lo sabemos —dijo—. Podría haber llegado tarde —admitió.

—Entonces, lo mejor es que te cases con tu pescador —le dije.

Ella me miró confundida.

—¿No tienes un chico con el que te vas a casar? —le pregunté.

—¿Cómo lo sabes? —me espetó. Y después me miró a los ojos—. Me gusta —dijo, desafiante. Y después, dudando—: También me gustas tú.

—Yo no volveré —dije, con más dureza de la que hubiese querido—. Ofrecí casarme contigo y tu padre se opuso. El sabe que yo no volveré —dije, y me encogí de hombros. Estaba empezando a gustarme la pureza de decir la verdad. A veces, era muy difícil; a veces, aún mentía para facilitar las cosas, pero me daba la sensación de que las verdades sencillas hacían las cosas, bueno, más sencillas—. ¿Está tu chico en mi barco?

Ella negó con la cabeza.

—Él quiere ir, pero
pater
no le ha dejado.

Pater
, Troas, me parecía cada vez más listo.

Le di mis regalos e hicimos el amor. Debía haber sido dulce y trágico, pero no lo fue. En Gaiana nunca había tragedia. Ella se rio en mi boca y se rio cuando nuestros dedos se tocaron por última vez.

—¿Qué nombre le pondré a tu hijo —preguntó— si es tuyo?

—Hiponacte —le dije.

16

L
a Batalla de Amatunte fue mi primer combate naval. Navegamos a vela y remamos durante el largo camino alrededor de Creta porque el señor Aquiles, que no había estado en ninguna guerra durante diez años, todavía era un astuto perro viejo y tenía la cabeza encima de los hombros. Por eso, remamos hacia Italia, y los remeros maldecían lo que no estaba en los escritos.

El noble Aquiles sabía lo que hacía. Se pasó dos semanas navegando alrededor de la isla y, cuando pusimos rumbo al profundo azul al este de Creta, nuestros músculos estaban duros como la roca y nuestra remada era excelente. Nuestros pilotos —incluso yo— podían gobernar nuestros buques. Eramos capaces de ir con la mayor rapidez, de navegar a velocidad de crucero y de dar todo atrás con presteza.

He dicho que Nearco mandaba el
Tetis
. En realidad, lo mandaba yo, mientras le enseñaba a mandar y Troas me enseñaba a ser marino. Ríete si quieres.

El noble Aquiles mandaba el
Poseidón
y su hermano Áyax, un noble de largos miembros con el que solo había estado dos veces, el
Tritón
. No practicamos mucho las formaciones, aunque fuimos turnándonos en la posición intermedia de una línea de tres buques, para acostumbrarnos a la longitud de los remos de los otros barcos.

Llegamos al punto de encuentro frente a Chipre justo una semana más tarde, y encontramos reunido en asamblea plenaria el Consejo de Jonia, en la playa de Amatunte.

Yo me puse detrás de Nearco. Pasamos una semana escuchando las peroratas de Aristágoras. También hablaron otros hombres. El jefe de los rebeldes chipriotas era Onesilo, rey de Salamina. Es la Salamina de Chipre, cariño; tu amigo de Halicarnaso la conocerá,
¿no es
así, muchacho? Técnicamente, Onesilo nos había reunido a todos y era el jefe de la guerra en Chipre. El y sus hombres habían sitiado Amatunte, una ciudad chipriota que había permanecido decididamente leal al Gran Rey, mientras que el resto de la isla se había sacudido el yugo persa un año antes.

¡Eh, chico, lléname esto de vino! ¡Tengo que hablar de la revuelta jónica y eso da sed!

La maldición de los dioses sobre los jonios hizo que estuviesen condenados a escuchar a Aristágoras y sus promesas. Desde un extremo de Jonia al otro, el ejército de Artafernes y la armada de sus aliados fenicios, los más grandes marinos del mundo, derrotaron a los jonios cada vez que se levantaron para combatir. En Bizancio y en Tróade, en Efeso, en un montón de duelos navales, los jonios fueron derrotados en todas las ocasiones.

Y, sin embargo, la revuelta se extendió.

Contra todo sentido y contra toda razón, a pesar de la justicia de Artafernes y la arrogancia y el fracaso de Aristágoras, la revuelta aumentó con cada derrota. Los carios, que habían luchado contra nosotros en Sardes y en Efeso, estaban ahora con nosotros. Chipre se había alzado y todas las ciudades griegas de Asia estaban en el autodenominado Consejo Jónico. Aristágoras era su jefe y estratego.

Necesitábamos una victoria. En realidad, no había más ciudades que se unieran a nosotros, a menos que Atenas y Esparta decidieran hacerlo. Y ninguna de ellas parecía dispuesta a luchar.

Aristágoras sostenía que solo necesitábamos una victoria para convencer a Atenas y a Esparta de que se nos unieran. Yo lo dudaba. Había visto la cara de Arístides cuando subía a bordo de su barco y sospechaba que nada que no fuera una flota persa en El Pireo lo llevaría a luchar de nuevo junto a los jonios. Pero yo no era más que un mero piloto y nadie me pidió mi opinión.

Tenía una semana para llegar a conocer aquella flota y conté doscientos doce barcos en la playa. Había naves de Lesbos y buques de Quíos, Mileto y Samos, e incluso barcos exilados de las ciudades que habían vuelto a ser tomadas.

Como Arquílogos de Efeso; allí estaba, resplandeciente en una magnífica panoplia de azul y oro, con el aspecto de un dios. Sentí el tirón de nuestra amistad y mi juramento. Pero me mantuve lejos de él.

También oí que Briseida estaba en Lesbos y que no había dado hijos a su esposo. Supe esto por Epafrodito, al que, tras muchas vicisitudes, pude abrazar. Ahora, tenía su propio barco. Y Nearco y él se hicieron amigos en una hora.

Halagaba mi vanidad que me recordaran tantos hombres. Tuvimos juegos en la playa y yo gané el
hoplitódromo
, aunque no ganara ningún otro de los eventos hasta los duelos del último día, y eso fue demasiado fácil. A los jonios no les gustaba, en realidad, luchar en duelos. No obstante, lo hicieron los cretenses, por lo que me encontré intercambiando golpes con los mismos hombres a los que había entrenado, y Nearco y yo luchamos en el último asalto, por el premio.

Él creía que me conocía.

Le hice un bonito rasguño en su antebrazo, a modo de recordatorio de que, en efecto, no me conocía bien.

Después, nos reímos y el noble Aquiles vino y me tomó de la mano.

—Eres un hombre demasiado bueno para quedarte en Creta —dijo—. Podrías tener tu propio barco con cualquiera de los nobles que están aquí.

De hecho, varios nobles me habían ofrecido barcos… Epafrodito, el primero.

—Sí, señor —dije.

—Me gustaría mantenerte a mi servicio hasta que nos enfrentemos a los medos —me dijo.

—Estaré, señor —dije—. Después de la batalla, me iré.

—Gracias. Eres un joven excelente, con independencia de tus preferencias. Y, ¿puedo añadir otra cosa? Mientras sirvas con mi hijo, mantenlo a salvo, ¿eh? Todos los jóvenes tratan de ser Aquiles. Mi hijo será rey. No dejes que se desmelene. ¿Está claro?

Yo asentí.

El miró a su alrededor y después se volvió hacia mí.

—¿Qué le has hecho a Aristágoras? —me preguntó.

Yo me encogí de hombros. Hay algunas cosas que es mejor callar.

—¿Por qué?

—Me preguntó si eras uno de mis hombres. Yo le dije que sí, y él me dijo que no te mataría hasta que dejases de estar a mi servicio. Por tanto, ten cuidado. El te odia. Se ve en su mirada cuando habla de ti.

Yo fruncí el ceño. ¿Qué le habrían dicho?

Pensé que podría haber sido Briseida cuando se enfadase. ¡Oh, sí!

Mis pensamientos debieron de reflejarse en mi cara, porque él se echó a reír.

—Dudo que nuestro intrépido jefe sea un hombre al que haya que temer —dijo Aquiles—. Pero me da la sensación de que es de ese tipo feminoide que te cortaría el cuello en la oscuridad o te pondría veneno en una copa. Cuando me dejes, ten cuidado.

Hubo muchas cosas que no nos dijimos, Él sabía algunas, y yo sabía otras. El no estaba completamente cómodo con la lealtad que sus guerreros me mostraban, y tampoco le hacía siempre feliz el hombre que había hecho de su hijo. Pero ahora soy padre y lo comprendo mejor, y nunca se portó mal conmigo. Digo esto en su nombre.

Hice que un hombre de la hueste me repintara el escudo, que estaba estropeado tras un año de golpes de armas. Hizo el cuervo, que casi saltaba de la piel de toro.

—Un viejo beocio —dije—. ¡No se ven muchos de estos!

Nosotros tres, Idomeneo, Lejtes y yo, probablemente fuésemos la mitad de los beocios de todo el ejército. Pero yo quería fama y quería que los hombres me conociesen.

Los persas desembarcaron al otro lado de la isla, como esperábamos, y marcharon hacia nosotros por etapas, lentas y cuidadosas.

Su flota, la flor y nata de las ciudades fenicias, los acompañaba, y ambos viajaban cada día en orden de batalla, retándonos a combatir. Se nos acercaban lentamente y, si queríamos, en cualquier momento podríamos encontrarnos con ellos.

Un ejército persa y una flota fenicia. Podía oír las carcajadas de los dioses.

Los chipriotas eran unos caballeros y ofrecían a los aliados jonios una opción: tripular nuestros barcos y enfrentarnos a los fenicios o formar nuestra falange y enfrentarnos a los persas. No conocía al comandante persa, un tal Artibio, que contaba con una importante fuerza de caballería. Lo mismo ocurría con los chipriotas, que también tenían carros, y eso me hizo sentir como si estuviera sirviendo en la guerra de Troya —nadie utiliza ya carros, salvo los chipriotas y los libios—. Y, sin embargo, a mí me habían entrenado como carrista y eso me hizo sonreír. Yo solo había visto utilizar carros en desfiles, en bodas y traslados locales y en carreras, y los chipriotas eran muy buenos. Tenían más de cien. Todo el mundo estaba entusiasmado ante la perspectiva de utilizar carros en el combate; incluso a mí me parecía maravilloso, lo que ponía de manifiesto lo poco que sabía de la guerra.

Aristágoras optó por sacar la flota. Sospechaba que su elección se debía a que le resultaría más fácil abandonar el combate y huir, pero yo estaba en minoría. La mayoría todavía lo adoraba, y él llevaba su capa púrpura a todas las reuniones, como si fuera el Rey de Reyes.

Después de tomar la decisión, tuvimos tres días de mal tiempo, y cada día nos hacíamos a la mar, tratando de formar nuestras líneas y sufriendo el viento y las olas. Los fenicios permanecieron en sus playas, en su campamento, y se burlaban de nosotros. El comandante del Gran Rey tomaba sus precauciones: fortificó su campamento y no se arriesgó a presentar batalla hasta que tuvo a su flota dispuesta para cubrirle el flanco.

El cuarto día amaneció como un auténtico día de verano en Chipre, con esa clase de amaneceres de color rosa dorado, cuando imaginas a la diosa chipriota acercándose a través de la espuma de tu playa. Nos levantamos, preparamos nuestros desayunos y cantamos un himno a la diosa y a Zeus, y después a todos los dioses; finalmente, subimos a bordo de nuestros barcos.

La mar estaba en calma, como una chapa de bronce bien martilleada, y yo sabía que esta vez entraríamos en combate. Me temblaban las manos, el estómago me daba saltitos dentro de mi coraza de escamas y bebí algo más de vino del que convendría.

No obstante, formamos bien, y eso es muy importante a la hora de un combate naval. Al norte y al oeste de nosotros, en las playas del norte de la ciudad, donde los persas tenían su campamento, podíamos verlos formar, y a sus aliados con ellos, así como a los chipriotas formando contra ellos: dos grandes falanges y un
taxis
de caballería a cada flanco, con los carros más alejados del mar.

Los cretenses no teníamos experiencia y nuestras pesadas naves de estilo fenicio eran más lentas que las demás embarcaciones jonias, por lo que nos pusieron en segunda línea. Era un insulto, si quieres, pero la flota estaba bien ordenada y corría el rumor de que Aristágoras estaba recibiendo los consejos de un navarca samotracio. Fuera como fuese, pensé que sabía su oficio. Los cretenses estábamos en el flanco más próximo a tierra, a la izquierda de nuestra línea, tan lejos del centro que mi barco era el segundo desde la playa, y por el capricho de los dioses, el barco de Arqui estaba en la primera línea, justo del lado de la mar y delante de nosotros.

Juré para mí que, si tenía ocasión de cumplir mi juramento con respecto a su familia, lo haría.

Nearco estaba temblando de puro nervio. Lo abracé y nuestras corazas se rozaron de un modo extraño.

—¡Relájate,
o file pai
! El miedo desaparece con la primera flecha!

El me respondió con una débil sonrisa y empezamos a bogar avante, con nuestra línea, como hizo el enemigo, hasta que pudimos ver los ojos pintados en sus proas con tanta claridad como veíamos a nuestros propios remeros. Pero entonces, antes de que pudiésemos darnos cuenta, tuve motivos para bendecir todo el entrenamiento que nos había hecho hacer Aquiles, porque los fenicios trataron de hacer el truco más antiguo de la guerra naval: se rezagaron. Eran profesionales y nosotros, aficionados, y dieron por supuesto que, si se retrasaban lo suficiente, nosotros perderíamos nuestro orden y ellos acabarían con nosotros por pequeños grupos.

Y, en efecto, nuestra línea comenzó a romperse tras media docena de estadios —mantener una línea en la mar es bastante difícil, y cada ola y cada corriente van en tu contra—. Nuestra primera línea se dividió en tres, porque los remeros no pudieron mantener la formación en la corriente de la desembocadura del río en la ciudad.

Pero la fuerte corriente del río también dividió al enemigo.

Y ellos no rompieron su formación en tres grupos iguales, como nosotros —de nuevo, el capricho de los dioses y no el ingenio de los hombres—. Su división más próxima a la playa era la más pequeña y parecía haberse echado a perder, atrapada en una corriente de vuelta hacia la costa, cerca de la playa de su campamento, o así me parecía a mí.

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