Sangre guerrera (62 page)

Read Sangre guerrera Online

Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
4.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Voy a la ciudad en cuanto rompamos su línea —le dije a Paramanos—. Sé que no tienes que seguirme —añadí, y lo miré.

El se encogió de hombros.

—No —dijo—. No tengo que hacerlo —añadió, y señaló a los tracios, que eran más a cada paso—. ¿Crees que podremos romper eso?

Estábamos a tres estadios de la playa. Me subí a la borda donde se eleva para proteger al piloto y mantuve el equilibrio allí, esperando el ascenso de la ola.

—¡Mírame! —presumí, y salté.

Caí en mi propia cubierta.

—¡Proa avante! —dije—. ¡Infantes a popa! ¡Vaciad las diez primeras bancadas delanteras y enviad a los hombres a popa! —añadí. Hice una señal a mi oficial de puente—. ¡Arriad velas! ¡Abajo mástiles!

Los otros barcos estaban empezando a virar, porque trataban primero de varar la popa en la playa, una precaución necesaria para impedir que la proa se hinque en la arena y en la grava a tanta profundidad que se dañe el barco o, peor aun, que no sea posible sacarlo de allí.

Cogí un estay y me balanceé en la borda.

—¡Estéfano! —llamé.

El estaba detrás de mí, en línea, en el más pequeño
Ala de Cuervo
. Tenía que esperar mientras él avanzaba —un tiempo precioso, mientras mis remeros de proa corrían hacia atrás, arrastrando sus cojines, sin estar muy seguros de lo que tendrían que hacer— y la dotación del puente se aglomeraba sobre los mástiles, atrapada en el momento de armarse, y los infantes de marina se reunían al lado de la bancada del piloto. Hermógenes llevaba la armadura completa e Idomeneo parecía un héroe, con una sólida coraza de bronce con acabados de plata y un magnífico casco con penacho sobreelevado con forma de garza.

—¿Señor? —me llamó Estéfano.

—¡Al puerto! —dije—. ¡Desembarca a toda tu tripulación y coge a los tracios por detrás! ¿Los ves?

En realidad, el pequeño puerto estaba cerrado por un dique. Había dos barcos que estaban amarrados al muelle y no había defensores; al haberse perdido la ciudad baja, ya no había ningún enclave para conservar el puerto. No cabía duda de que, antes de que cayeran las murallas inferiores, había una guarnición en el muelle. Yo lo había visto, pero Milcíades no. Si el
Ala de Cuervo
podía entrar en el puerto, sus infantes de marina estarían
detrás
de las líneas enemigas.

Estéfano se dio la vuelta, dando ya órdenes, y su barco viró, cogió velocidad y se dirigió hacia el dique.

—¡Adelante! —grité, y corrí hacía delante hasta el puente de mando, en el centro del barco, al pie del mástil—. ¡Mástil abajo! —grité a la tripulación del puente, que parecían hoplitas. Los piratas siempre están mejor armados que los demás hombres, con el equipamiento de muchos hombres muertos capturado como botín, y me atrevería a decir que mis marineros estaban mejor aprovisionados que la primera línea de muchas ciudades.

La tripulación de puente depositó el mástil sobre la plancha central, con todos los infantes de marina y treinta remeros para avanzar a toda velocidad.

Pasamos a los otros barcos, que todavía estaban virando o navegando hacia atrás, rumbo a la playa. El más pequeño
Ascua
ya había dado media vuelta.

Tenía el tiempo justo para alinear a los infantes de marina y a los marineros y remeros detrás de mí. Llenaban la pasarela central a popa hasta el piloto, así como el pequeño puente que estaba alrededor de este, haciendo que la popa se hundiera más en el agua y elevando la proa recubierta de bronce. El peso del mástil y el de la vela también ayudaban. Empujé más hacia atrás a los hombres y, de nuevo, les di otro empujón con mi escudo para que se agruparan bien apretados a popa.

—Cuando varemos —rugí—, ¡seguidme todos! ¡Formaremos bajo la proa y nos abriremos paso en la playa! ¡Nuestro grito de guerra es: «Por Heracles»! —bramé, Dirigí la vista a proa, levanté la espada y la voz me llenó el pecho como el sonido de un dios—.
¿Preparados
? —grité.

Inmediatamente, el maestro de remeros gritó:

—¡Remos dentro!

Y encallamos.

Nuestra proa fue directa a la playa. Yo estaba demasiado a popa para verla, pero me dijeron que nuestra embestida rompió, en realidad, su línea, esparciendo hombres a derecha e izquierda.

—¡Seguidme! —ordené, y salí corriendo hacia delante entre nuestras bancadas, por la pasarela, sobre la proa, y salté sin frenar, cayendo encima de un grupo de griegos jonios todavía estupefactos por la llegada del barco.

No tenían orden y yo me puse en pie; mi lanza barrió y rajó la corva de un hombre, por detrás de su greba. La sangre saltó, roja como roja es la luz del sol poniente, y después miré a un segundo hombre, cruzando mi mirada con la suya bajo el bronce frontal de nuestros cascos, y mi lanza salió disparada y cogió a
otro
hombre —el ardid más viejo del mundo—, alcanzándolo entre la coraza y el casco; le rajó el pecho y se hundió en su cuello, robándole la vida. Cayó teniendo clavada la punta de la lanza y yo la cogí al revés, atacando sin levantar el brazo con la contera. La clavé deliberadamente en el
aspis
de un cuarto hombre. El estaba tratando de retirarse —bajo mis pies, la arena temblaba a medida que otros hombres saltaban de la proa del
Cortatormentas
—. Yo sabía que, en un combate como aquel, tenía que atacar, atacar y seguir atacando hasta que me fallara el brazo, porque, en cuanto ellos se recuperaran de la sorpresa, se transformarían en guerreros y me matarían.

Mi contera dio en la cara de bronce de su escudo. Arranqué la lanza y volví a golpear, bloqueándolo y haciéndole perder el equilibrio al atacar contra su escudo. Pude
sentir
a Idomeneo detrás de mí, por lo que avancé, empujando el escudo de mi oponente y, cuando el regatón se quedó atascado, utilicé la lanza como palanca y tiré su
aspis
a la derecha. Idomeneo lo mató con una rápida lanzada por encima de mi hombro.

Todos mis infantes de marina estaban en la playa, y mi tripulación de puente iba llegando detrás de ellos; formamos el muro de escudos, lo endurecimos como se endurece el bronce cuando viertes el metal fundido sobre una losa para hacer una plancha, y aun con el muro solidificado, avanzamos playa adelante.

Los griegos jonios con los que había estado combatiendo huían en desbandada y me arriesgué a echar un vistazo; levanté el casco sobre la frente y miré a izquierda y derecha. A la izquierda, la ciudad ardía, arrojando una luz maligna sobre la playa. En la carretera que venía de la ciudad había doscientos o más tracios. Su jefe los incitaba a realizar hazañas o, simplemente, les prometía un botín; yo no entendía una palabra de su idioma, pero sabía el significado del lenguaje corporal y de aquellos gestos.

Los otros barcos estaban varando, El
Briseida
estaba popa con popa con mi
Cortatormentas
y Heracleides estaba enviando a sus infantes de marina directamente hacia esta nave, sobre la proa, y a la playa, dirigiendo él mismo a sus hombres. ¡Oh, en aquel momento lo amaba como a un hermano!

A mi derecha, el gran núcleo central de infantes de marina persas y fenicios estaba girando hacia mí, con la intención de echarme de la playa antes de que los otros barcos hubiesen varado.

Mis hombres eran como los corredores en el combate del paso. Estábamos atrayendo al enemigo hacia nosotros, mientras los otros barcos desembarcaban a sus infantes de marina. Yo conocía el juego. Rugí desafiándolos. Yo
era
Ares. Levanté mi espada por encima de la cabeza y les dije que eran hombres muertos, en persa.

No tenía la más mínima intención de esperar la llegada del enemigo. Si esperaba, los persas y los tracios me atacarían juntos, y cada contingente me superaba en número. Por otra parte, mis remeros estaban llegando ahora por los lados y, a cada momento, había tres hombres más en las filas traseras.

—¡Los persas! —grité; avancé unos pocos pasos y sostuve mi espada paralela a la línea enemiga—. ¡Adelante!

Habíamos estado juntos todo el verano. Mí tripulación sabía lo que quería de ellos y, en tres suspiros, tenía detrás de mí a cien hombres. A una distancia del largo de un barco, a mi derecha, vi la cola de caballo negra de Heracleides y supe que su gran
aspis
estaba bloqueado en la línea.

—¡Por Heracles! —rugí.

—¡Por Heracles! —La respuesta llegó como la voz mil veces amplificada del dios, y avanzamos por la playa.

Los fenicios no tenían arcos y el grupo de oficiales persas hicieron una descarga —lo sé porque una flecha dio en mi escudo— y después llegamos hasta ellos.

Aquella era una lucha sin cuartel, y el sol estaba lo bastante bajo para que la suerte reemplazara la destreza. Dos veces recibí pesados golpes en el brazo de la espada: uno dobló mi avambrazo, sin llegarme hasta el brazo, y el segundo fue con la parte plana de un hacha y no con la hoja, gracias a los dioses, o mi vida se me hubiese ido a chorros. Aun así, se me cayó la lanza e Idomeneo se puso delante de mí cuando caí de rodillas. Un golpe que te deja hecho cisco; pensé que estaba acabado para una buena temporada; después, mis ojos me dijeron que la mano de la espada estaba intacta, el brazo me dolía pero no estaba roto y, una vez más, el avambrazo había aguantado y me había salvado la vida.

Mientras estaba de rodillas, un medo con un buen casco y almófar de bronce me propinó un fuerte tajo en la cabeza con su corta
akinakes
. Acertó el golpe y me retumbaron los oídos. Pero Hermógenes se interpuso y logró detener el ataque con una tosca parada con su lanza sobre mi hombro.

Cuando estás en un combate real, tu mundo es un túnel formado por las paredes de tu casco y el campo de visión de las ranuras. No tenía ni idea de si íbamos ganando o perdiendo, pero aun retumbándome los oídos y con el brazo ardiendo, sabía que tener a su heroico capitán de rodillas en la arena no iba a ayudar mucho a mis hombres a vencer en el aseguramiento de la cabeza de playa.

Me puse en pie de golpe, apoyándome en mi escudo beocio mientras Hermógenes bloqueaba otro tajo. Puse la hoja de bronce en la cara del persa, atrapé su brazo de la espada levantándolo, clavé los pies en la arena y empujé. Él lanzó otro golpe, pero se desvió hacia mi penacho de crines, sin llegar a mi cabeza, y yo me lo sacudí y lo empujé de nuevo. Dio un traspié y cayó. Lo perforé con el borde de mi escudo, sirviéndome este de extensión del puño. El borde de su escudo beocio es un arma como nunca podrá ser el borde de un
aspis
, pese a que carece de su peso y autoridad. Le rompí la nariz con mi primer izquierdazo, el brazo de la espada con el segundo y le machaqué el cuello con el tercero, mientras trataba de cubrirse con los brazos.

Tuve tiempo para flexionar una vez mi mano entumecida, y después desenvainé la espada que llevaba bajo el brazo, la agarré torpemente y se me cayó. Recuerdo que la miré allí tirada en la arena y pensé: «Soy hombre muerto».

Pero los infantes de marina fenicios cedieron terreno, alejándose de nosotros unos diez pasos, y se recuperaron, Aquellos hombres eran unos combatientes magníficos: no se desmoralizaron, sino que retrocedieron para dar tiempo a los tracios para que nos atacaran por el flanco. Pero su retroceso les puso de manifiesto que todos sus oficiales habían caído, y eso les puso nerviosos. Pude verlo en el movimiento de sus escudos a la ardiente luz.

Idomeneo iba delante de mí, mostrando sus ágiles extremidades. Hostigaba su retirada y mis mejores infantes de marina le seguían, por lo que nuestro
taxis
perdió cohesión. Los mejores hombres estaban deseando seguir combatiendo; los demás vacilaban, encantados de haber vencido a los fenicios y a los medos, y con ganas de un descanso sin miedo. Es lo que pasa siempre.

—¡Tracios! —gritó uno de mis remeros, justo antes de saltar por la borda del barco a las olas y correr para unirse a nosotros.

Los tracios todavía dudaban y su vacilación ya les supuso un coste en la batalla. Pero aún podían destrozar a mis hombres con su carga.

Pude oír a Milcíades, a mi derecha, lanzando su grito de guerra:

—¡PorÁyax!

Y supe que el resto de nuestros hombres llegarían ahora a la playa y que en el tiempo que se tarda en varar un barco en la playa, el combate habría terminado. Pero había mucho tiempo para que las cosas se torcieran.

Yo tenía que avanzar.

—¡Estéfano está detrás délos tracios! —grité—. ¡Seguidme!

Me agaché y cogí la espada… más o menos. Recuerdo muy bien la poca fuerza que tenía para empuñarla. Pero un griego no puede dirigir desde la segunda línea. Nadie seguiría a un guerrero así. Por tanto, avancé y, como un toro encolerizado, bramé:

—¡Por Heracles!

Trataba de despertar el
daimon
del combate para que me invadiera y me llevara al principio de la playa.

Idomeneo estaba de rodillas cuando me levanté, utilizando su gran escudo para cubrir su cuerpo contra dos infantes de marina fenicios con hachas. Acometí a toda velocidad a uno de los hombres y su hacha atravesó mi escudo. La placa de bronce que llevaba sobre el brazo izquierdo dio la vuelta a la hoja y le di un machetazo con mi inerte mano de espada como cualquier efebo sin experiencia, que no sepa cómo blandiría.

Aveces, como dice Heráclito, cuando falla la destreza, tiene que bastar la pasión.

Hermógenes atacó al segundo hombre. El hombre con el hacha se balanceó y, por un momento, pensé que había muerto, pero lo que dio en su escudo fue el mango, no la hoja. Hermógenes tenía un
aspis
; el agresivo rostro giró el mango con un sonido hueco y Hermógenes se abalanzó sobre él, apuñalándolo salvajemente con la lanza. Lo que le faltaba de precisión lo suplía con ferocidad.

Ahora que habíamos limpiado el terreno a su alrededor, Idomeneo trató de ponerse en pie. Avergonzábamos al resto de nuestra línea, que avanzaba. Los fenicios podrían haber contraatacado, pero no lo hicieron. Vacilaron un momento; eran hombres valientes, y sabían lo que significaba la pérdida de sus barcos. Pero decidieron que la retirada era la opción más prudente y salieron de la playa, con suficiente cohesión aún para llevarse con ellos a sus heridos y a uno de sus jefes.

El sol se había puesto y la única luz eran la del cielo rojizo de otoño y la de los incendios de la ciudad. Los tracios todavía nos superaban en número, pero se estaban retirando, huyendo colina arriba como una manada de ciervos. Estéfano los estaba hostigando desde la izquierda y sus mejores corredores trataban de adelantarse a los tracios para ocupar la cima de la larga colina que dominaba la ciudad.

Other books

The Courtship Basket by Amy Clipston
Just One Look (2004) by Coben, Harlan
A Promise of Fireflies by Susan Haught
Monday Night Jihad by Elam, Jason & Yohn, Steve
White Gold Wielder by Stephen R. Donaldson
The Irish Healer by Nancy Herriman