Sangre guerrera (57 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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—¡Este dinero es mío desde antes del contrato! —dije—. ¡He prometido parte de él a mis hombres!

—Eso tendrá que salir de tu mitad, entonces —dijo él. Se cruzó de brazos. Estaba un poco asustado… Incluso entonces, los hombres me consideraban un perro rabioso. Pero era atrevido, y debía de necesitar la plata.

Si quieres saber lo grande que es de verdad un hombre, observa cómo habla sobre el dinero.

Suspiré.

—¿Por qué no te me acercas… como un hombre? —dije. Podía haber dicho «como un amigo», pero acababa de descubrir que los piratas no tienen amigos.

—Si me vuelves a hablar de ese modo, haré que te maten —dijo Milcíades—. Ahora, págame la mitad y podremos olvidar todo esto —añadió. Estaba temblando de furia y, sin embargo, estaba por encima de los meros insultos de hombría. No señalaba el barco que estaba detrás de mí, pero su barbilla se adelantó hacia él—. ¿Crees que va a ser fácil mantenerte con vida después de esto?
Él te odia
. Y tú vienes navegando de un encuentro con
su esposa
.

¡Oh, puedo ser realmente estúpido!

Pagué. Quizá tengas ahora peor concepto de mí, pero Milcíades era la única ancla que tenía en aquel mundo. No tenía familia ni amigos, y estaba viviendo por encima de las posibilidades de mi cuna. Por eso, desanduve el camino por la playa, recogí la capa y lo que contenía del suelo de mi barco y pagué a Milcíades la mitad de los rescates que había ganado sin su ayuda.

Paramanos me vio hacerlo sin mover un músculo de su rostro, pero sabía que el adulador estaba observando. Heracleides ni siquiera cruzó la vista con la mía.

No podía creerlo. Era un hombre recto.

Pero era eolio, y a esos hombres se los puede comprar barato.

Maldije.

Milcíades lo contó y me devolvió, tirándomelo, un lingote de oro, una suma enorme de dinero.

—Eso es para quitarle hierro al asunto —dijo—. Voy a dar por supuesto que fue un malentendido por tu parte. Que no ocurra de nuevo y lo olvidaremos —añadió. Sonrió y me dio la mano.

La cogí y las estrechamos.

Milcíades miró de reojo. Después miró atrás. Creo que estaba midiendo mi valor para él. Nuestras miradas se cruzaron.

Me fiaba de Milcíades. Tal como se lo había oído, Aristágoras había conspirado para matarla y matarme a mí, y eso era suficiente.

Más tarde, se me acercó y me dijo:

—Me he ganado cada céntimo del rescate que trataste de ocultarme, muchacho desagradecido —observó. Después movió la mano… siempre el gran hombre—. Olvídalo —añadió, riéndose entre dientes—. Vamos a disfrutar juntos de una época maravillosa.

Nunca lo olvidé, sin embargo, y supongo que él tampoco.

Me mandó hacerme a la mar inmediatamente, aquella misma noche, con órdenes para vigilar la costa asiática. Debía haber sido un otoño feliz, pero la política del campamento jonio era despiadada, y habría sido mejor que indagásemos más de cerca de dónde procedía mi fuente del oro. Ahora que estaba al servicio de Milcíades, estaba ligado al bando que promovía la guerra. Había una facción pacífica dirigida nada menos que por el autor de la revuelta, Aristágoras, que ahora patrocinaba una solución pacífica. Unos hombres decían que los medos lo habían comprado con daricos de oro y otros, que temía al Gran Rey.

Entre mis cortos cruceros por el mar Jónico, descubrí que Milcíades tenía informadores por todas partes y que ser un hombre suyo tenía sus ventajas. Llegó a mis oídos que un par de birremes fenicios recogerían una carga de cobre y marfil en la costa de Asia para Heraclea, en el Ponto Euxino. Los abordamos y nos quedamos con la carga, apenas sin lucha, y puedes dar por descontado que yo ya había apartado la mitad de Milcíades antes de que mi popa tocara la playa.

El otoño estaba avanzado cuando oímos que las ciudades jónicas de la Tróade habían caído en dos cortas semanas, cuando Artafernes tomó el ejército del Gran Rey, las sitió y las capturó. El último de los quianos se marchó y solo se quedaron los eolios.

El tirano de Mitilene exigió a Milcíades que se fuese. Nuestra piratería —así lo llamó— estaba dando mala reputación a su ciudad. Lo que pensaba el bastardo era que nuestra guerra comercial contra los medos estaba perjudicando a su ciudad, que estaba perdiendo negocio a favor de Metimna, alrededor de la costa de Lesbos.

Salamina, la última ciudad libre de Chipre, cayó al final del otoño.

Milcíades convocó a sus capitanes a un consejo. Era un día magnífico, en el que soplaba un recio viento del oeste. Habíamos estado varados en la playa durante diez días con mal tiempo y sin objetivos. Los asiáticos permanecían alejados de Lesbos y la falta de sintonía entre Aristágoras y Milcíades había alcanzado una nueva cota. Los hombres decían que yo tenía la culpa. Algunos dijeron incluso que Briseida había tenido un asunto con el mismo Milcíades… tonterías, porque ella estaba embarazada de ocho meses y a centenares de estadios por la costa de la isla, pero esa es la clase de murmuraciones que se extiende por un campamento dividido.

—Nos vamos —dijo él. En pocas palabras, a eso se redujo el consejo. No estaba con ganas de grandes discursos, salvo que fuesen suyos.

—¿Volvemos a casa? —preguntó Heráclides.

—¿A
qué llamas «casa», pireo? —preguntó Milcíades.

—El Quersoneso —dijo Herc. Sonrió—. No ejerza de tirano con nosotros, señor. El viento es bueno para el Quersoneso y podemos acostarnos en nuestras camas con buenas tracias pechugonas antes de que caigan las primeras nieves.

Uno de los capitanes de Milcíades era Cimón, su hijo mayor. Metiocos, su segundo hijo, era el otro capitán en el que más confiaba. Así funcionaban las antiguas familias aristocráticas, llenas de hijos en los que podía confiarse como capitanes de guerra.

Me encanta oír a la gente llamar «demócratas» a los atenienses, como si cualquiera de ellos hubiese
querido
alguna vez otorgar poder a la gente corriente. Si Milcíades hubiese podido, habría sido primero gobernador del Quersoneso y después, tirano de Atenas. Solo amaba la democracia cuando envolvía la falange con sus combatientes.

¡Ah! ¡Anda que quién habló que la casa honró! Mírame a mí, gobernando en Tracia. No hay peor hipócrita que un viejo hipócrita.

En todo caso, Cimón era de mi edad, un hombre que se estaba labrando su reputación. Me gustaba. Y no le asustaba su padre.

—¡Volvemos al mal vino y a las rubias tracias porque sobre
pater
pesa una sentencia de muerte en Atenas! —dijo; la primera vez que lo oíamos los demás.

La mirada de Milcíades me decía que no había querido que lo supiésemos los demás, pero Cimón se echó a reír.

Nunca supe exactamente cuándo habían empezado a ser aliados Milcíades y Aristágoras, y nunca llegué a saber cuándo empezaron a distanciarse, aunque sospecho que Briseida y yo tuvimos algo que ver. Aún no lo sé. Pero Milcíades fue el que pensó todo para que ganásemos la batalla de Amatunte… Por eso, supongo que merecía una parte de mi botín. E imagino que Milcíades no tenía estómago para hacer las paces con los medos, no porque los odiase, sino porque hizo su fortuna apresando sus barcos y necesitaba ese dinero para erigirse en tirano de Atenas, o así lo veo yo ahora.

Tendría que haber dicho antes que, cuando Milcíades quiso que zarpáramos, a Aristágoras lo había sustituido su antiguo maestro, Histieo de Mileto, que había prestado servicio al Gran Rey como general durante muchos años, desertando después repentinamente. Debía de haber sido un grandísimo majadero: cuando él se nos unió, los jonios no estaban en absoluto derrotados, y muchos pensaban que era un traidor doble, que había venido para traicionarnos y ponernos en manos de los persas. En realidad, sospecho que fue uno de aquellos hombres trágicos que tomaron una mala decisión después de otra: su traición al Gran Rey fue estúpida y deshonrosa, y todo su comportamiento posterior fue similar. Yo solo estuve con él una vez, en la playa de Mitilene. Estaba arengando a Aristágoras como si este fuese un crío. Estaba escuchando y me reí; Aristágoras me vio y el odio en sus ojos hizo que me riese más fuerte. Por entonces, nadie lo respetaba. Su fracaso al dirigirnos contra los medos en cualquier parte y, sobre todo, para ayudar a los hombres de la Tróade, cuando nuestra flota estaba solo a cien estadios de distancia, demostró que era un imbécil, si no un cobarde.

En todo caso, la llegada de Histieo fue el colmo. Creo que Milcíades se imaginaba que él mismo se convertiría en el jefe de la revuelta jónica y, más tarde, en tirano de toda Jonia. Y, para ellos, hubiera sido mejor tenerlo, te lo aseguro, cariño. Puede que fuera un hijo de puta con el dinero, pero era todo un jefe guerrero. Los hombres lo amaban y lo seguían.

Estoy divagando. Mezcla algo de esa agua encantadora de la primavera en el cuenco y añade unas manzanas… ¡Por Artemisa, muchacha!, ¿vas a ruborizarte por la mención de las manzanas? ¡Qué flor más delicada debes de ser…! /
Zugater
! ¿Dónde la encontraste? Ahora, sírveme eso en mi copa.

Navegamos hacia la primera tormenta del invierno y, justo como predijo Heráclides, pronto estuvimos cómodamente en nuestras camas en el gran palacio de Milcíades en Galípoli.

Aristágoras tomó sus propios criados y huyó a la Tracia continental. Había fundado allí una colonia, en Mircino, y abandonó la revuelta, o eso manifestaron los informadores de Milcíades. Me preguntaba dónde estaría Briseida. Pensaba que debía de estar amargada: en tres cortos años, pasó de ser la reina de la revuelta jónica a ser la esposa de un traidor fracasado.

El invierno transcurrió bastante deprisa. Yo compré una bonita esclava tracia y gracias a ella aprendí el idioma. Enseñé la danza pírrica a todos mis remeros, hice que la practicaran durante todo el lluvioso invierno y fuimos juntos a celebrar la fiesta de Deméter y la llegada de la estación de la navegación.

Yo tenía un año más. Soñé todo el invierno con cuervos y, cuando las flores empezaron a surgir, vi una pareja levantar el vuelo desde el cadáver de un día hacia el oeste, y supe que era un augurio, que debía ir a Platea, aunque allí no hubiera nada para mí, pensaba. Me preocupaba más mi juramento a Hiponacte y a Arquílogos, lo que va a demostrar lo estúpidos que son los hombres con respecto al destino.

En primavera, Histieo se declaró comandante de la Alianza Jónica, y fijó la reunión de la flota nuevamente en Mitilene, donde él mismo se había erigido en tirano durante el invierno. Lo hizo del modo más sencillo: seleccionó a unos hombres para que se infiltraran en la ciudadela; después mató con sus propias manos al antiguo tirano y a cada uno de sus hijos también. Empapado en sangre, se presentó para recibir el aplauso —el aterrorizado aplauso, supongo— de la ciudad.

Milcíades nos contó la historia durante la comida, sacudiendo la cabeza, indignado.

—Tendrías que haber sido tú —dije yo, no como adulación, sino como una simple realidad—. No el asesino, sino el gobernante.

El me sonrió. De nuevo, éramos casi amigos, es decir, él no había cambiado, y yo casi le había perdonado. El territorio de Milcíades en el Quersoneso era el reino más polígloto que yo haya visto: tracios y asiáticos, griegos y escitas mano a mano, en la comida y en los templos. Si Paramanos era el único negro, no era el único extranjero. Le encantaba el palacio y mi temor por sus lealtades empezó a relajarse. En todo caso, aquella tarde, nos había reunido Oloro, el rey de los tracios locales y suegro de Milcíades.

Emitió una especie de gruñido.

—Ese Aristágoras —dijo—. Lo visité durante el invierno. Es un idiota codicioso, y sigue cogiendo esclavos bastarnos y getas; lo matarán.

Milcíades asintió.

—Es un idiota codicioso —dijo.

—¿Tiene a su mujer con él? —pregunté, procurando no parecer interesado.

El sonrió.

—Ahora bien, ¡eso es una mujer! —dijo—. ¡Por todos los dioses, Milcíades, considérate afortunado por no haberte casado con ella! Es la columna vertebral que le falta a Aristágoras.

Milcíades se encogió de hombros.

—La conocí en Lesbos —dijo—. Es demasiado inteligente para ser hermosa —añadió, y me miró.

¡Eh, cariño! Así es como les gustan las mujeres a los hombres como Milcíades. Tontas. No temas, no quiero casarte con ninguno de ellos. La esposa principal de Milcíades —tenía a varias concubinas— era Hegesípila, tan hermosa como un amanecer y tan estúpida como una vaca atada a una columna. La hija de Oloro, efectivamente. Yo no era capaz de quedarme a hablar con ella. Nunca leía nada, nunca iba a ningún sitio.,. Mi esclava tracia estaba mejor educada. Lo sé, porque le enseñé las letras griegas a cambio de que ella me enseñase tracio, y después leíamos juntos a Safo. Y a Alceo.

¡Oh!, soy un viejo y cuento estas historias como una polilla que revoloteara alrededor de la llama de una vela.

El motivo de hablarte de aquella comida es que Milcíades se levantó y nos dijo que nosotros no nos uniríamos a los rebeldes.

—La revuelta jónica solo es peligrosa para los idiotas que participan en ella —dijo, y su amargura era evidente. Era un hombre que buscaba constantemente la grandeza, y la grandeza seguía hurtándosele.

Cimón estaba allí. Tenía en su diván a una chica muy guapa; lo recuerdo porque ella tenía un brillante cabello rojo y todos nos metíamos con él por el aspecto que tendrían sus hijos. Recuerdo que Milcíades también era pelirrojo.

Se levantó.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer para ganar honores este verano? —preguntó.

Milcíades movió la cabeza y sus palabras sonaron tanto amargas como viejas.

—¿Ganar honores? En este mundo no hay honor. Pero llenaremos el tesoro mientras el viejo Artafernes está ocupado con su revuelta.

Tenía un gran plan para una batida por la costa asiática, desde Tiro hasta el puerto de Naucratis. Yo fruncí el ceño cuando lo oí, porque sabía que la idea debía de provenir de Paramanos.

Zarpamos después de que las tormentas primaverales parecieran haberse barrido a sí mismas. Navegamos directamente pasando la playa de Mitilene. Debieron de pensar que íbamos a unirnos a ellos, pero solo íbamos a pasar la noche. En cambio, nos detuvimos en Quíos, y Estéfano le entregó dinero a su madre e impresionó a todos sus amigos con su riqueza. Después, zarpamos de nuevo; yo estaba un poco celoso por la facilidad con la que él volvía a casa y se marchaba de nuevo. Ahora, su hermana estaba casada y tenía tres hijos; yo tuve uno sobre mis rodillas y pensé en lo rápido que estaba cambiando el mundo. Y me pregunté si Milcíades tenía razón en que ya no había más honor que conseguir.

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