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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (46 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Cogí mis lanzas y fui con ellos. El rey salió de su comedor con sus oficiales, y estrecharon las manos o abrazaron a la mayoría de los hombres que allí estaban; después vinieron los adiestradores de perros y salimos todos colina arriba, pasado mi manantial.

El día fue transcurriendo, y el sol fue calentando cada vez más. Los perros hicieron salir dos puercos y ambos nos eludieron, por lo que los hombres empezaron a hablar de redes. Pero el rey no quería saber nada de ello. Oí una voz, más aguda y airada, exigiendo redes, y pude ver el parecido. Era su hijo. Tenía lunares suficientes para ser un cervatillo.

El tercer jabalí —una jabalina, en realidad— que los perros acabaron por hacer salir para nosotros era un poco mayor que un perro y no muy peligrosa. Pero fue lo bastante lista para mantener a raya a los perros y lo bastante rápida para hacernos correr para no perderla, y pronto fui el único hombre que todavía marcaba el ritmo a los cazadores de la primera fila. Todos aquellos hombres estaban en buena forma, pero yo había estado en la guerra, y con los remos en la mano durante todo el verano, y tenía la mitad de sus años. Subí rápidamente la montaña y empecé a alcanzar a los perros. Era tan abrupta que, si tropezaba, tendría que pararme y trepar, pero, por el momento, el impulso y el orgullo me hicieron seguir adelante, y pude ver a la cerda.

No tenía ni idea del protocolo de la caza en Creta y ningunas ganas de desairar al rey. En todo caso, Aquiles tenía unas piernas arqueadas y un pecho ancho y andaba despacio, pero era tan fuerte como un toro y tenía la abierta simpatía que solo parecen tener los hombres grandes. A pesar de su feo cuerpo, a los hombres les gustaba. Era un noble poderoso. Y era quien me seguía en la montaña; los demás iban detrás de nosotros. Es posible que fuese despacio, pero no se detuvo. Y allí estaba yo, enfermo de amor y acosado por la furia, corriendo al lado del perro de cabeza, preguntándome qué me haría hacer Artemisa.

La cerda perdió los nervios cuando vio un encinar. Habíamos subido bastante en la montaña y el suelo era duro, de piedra. Las encinas formaban como matorrales y no tenían nada que ver con los árboles del Citerón, pero yo sabía lo que iba a hacer. Cogí velocidad y tiré una de mis pesadas lanzas, sin darle a la jabalina, pero haciendo que saliera de entre los árboles y se dirigiera hacia los cazadores.

La cerda carecía de la experiencia de la caza para saber qué hacer. Se volvió y yo me agaché, cogí una piedra irregular y se la tiré justo delante de ella. El animal se volvió de nuevo y el grupo se cerró sobre ella.

Aquiles subió con sus oficiales y sus amigos y diez lanzas cayeron sobre la jabalina en menos que canta un gallo. Mojé mi lanza en la sangre del animal sin pensarlo mucho. En algunos círculos, un cazador que no moja su lanza es un cobarde, o no es hombre; diferentes cazadores tienen distintas costumbres.

El viejo Aquiles —me parecía viejo, aunque era diez años más joven de lo que yo soy ahora— me cogió por el hombro.

—Bien hecho. Eres un hombre cortés, como un guerrero de los viejos tiempos.

Me presentaron al hijo mayor de Aquiles; lo había identificado correctamente. Solo era uno o dos años más joven que yo, un patán llamado Nearco, todo espinillas, pelo negro descuidado e ira juvenil. Me lanzó una mirada y después se dio la vuelta, afectando aburrimiento.

—Mi hijo es un idiota grosero. ¡Nearco! Este extranjero es un hombre. Ha matado en duelos y en la guerra. ¡Míralo! No necesita derribar una pequeña jabalina y matarla cuando puede compartir la muerte con el resto de nosotros, no necesita esa pequeña gloria para sí mismo, ¿ves? —dijo Aquiles, que me apretó el hombro—. Necesita a un hombre que lo lleve de la mano y le enseñe el camino —añadió, y me guiñó el ojo.

Nearco me miró desde detrás de sus pestañas, se ruborizó y me dio la espalda, más como una doncella al lado de un aljibe que como una persona muy correcta.

Mientras regresábamos al caserón nobiliario, Idomeneo cogió mis lanzas.

—Quieren que seas su… bueno, su amante. Su
erastés
. Para enseñarle las cosas del mundo —me dijo Idomeneo, con una caída de ojos.

Elevé una mirada al cielo. Los muchachos serán muchachos y lo que ocurra después de una cacería no es para oídos de doncellas, pero nunca he comprendido la peculiar unión de muchachos y hombres que practican algunos y, aunque apreciara tal práctica, la cara de Nearco no habría botado siquiera una chalana donde la de Helena habría botado mil barcos.

Por otra parte, me halagaba que me tratasen como a un héroe en una tierra extranjera. De vuelta a la casa, el tamaño de la jabalina aumentaba con cada nueva narración y mi acto de generosidad se magnificó hasta alcanzar casi una dimensión legendaria.

Herc me llevó aparte.

—Te aman —dijo—. Pensé que podrían hacerlo. ¿Te quedarás?

—¿Tengo elección? —pregunté.

Herc se encogió de hombros.

—No seas gilipollas. Estoy haciendo todo lo que puedo por ti.

Y así era.

Me encogí de hombros. Nearco estaba recostado en un pilar, tallando un palo con una bonita navaja y mirándome cuando creía que yo no podía verlo.

—Podría vivir aquí durante una estación —dije, y me encogí de hombros de nuevo—. Pero, tarde o temprano, descubrirán que mi padre era un herrero fundidor de bronce, no un noble.

Herc trató de ocultar una sonrisa cuando vio cómo era la cosa con Nearco, y dio la espalda al muchacho.

—El señor Aquiles es un hombre tan rico como Milcíades y me preguntó dos veces si podrías estar interesado en quedarte como tutor de guerra de su hijo. Y combatir en su grupo de guerra, por supuesto —dijo el gran ateniense. Suspiró—. Aquí tienes una vida fácil. Pero tú ya tienes un nombre. ¿Qué te espera en casa, un terreno de labranza? La agricultura es para los tontos. Quédate aquí y serás rico. Y, cuando te vayas, todo el mundo creerá que eres un aristócrata. Creta es el lugar más aristocrático de la Hélade. En comparación, ¿qué demonios tienes en casa?

—Les haré saber quién soy —dije, con un énfasis juvenil un poco excesivo—. Está bien, Me quedaré.

—Y Cleón tiene razón… vete a ver a un sacerdote —dijo mi amigo, y levantó una ceja—. Antes de que las furias vengan a por ti.

Yo miré a Nearco. Después, volví a mirar a Herc.

—No tienes que acostarte con él —dijo—. Sé inalcanzable. Pero enséñale. Tienes mucho que enseñar. Tienes cerebro, chico… ¿Te acuerdas del sofista al que nos llevaste a ver?

—¿Heráclito? —pregunté.

—Eso es. Tienes una educación formal. Puedes enseñar —dijo. Y apuntó la barbilla hacia el señor Aquiles, que estaba riendo con sus hombres—. Negociaré tu precio, si quieres. Y puedo fijar un alto precio… diez veces lo que Milcíades pagaría por un lancero.

—Muy bien —dije. La suerte estaba echada. No volvía a casa.

Tanto Idomeneo como Lejtes optaron por quedarse conmigo como mis hombres. El viejo Herc los incluyó en el contrato como el astuto ateniense que era, y así todos tuvimos cama, comida y sueldo del señor Aquiles, y ellos se convirtieron en mis hombres de confianza al modo cretense. Idomeneo estaba totalmente de acuerdo; era un campesino de la costa y entendía el sistema mejor que yo. En tres semanas había pasado de calientacamas a guerrero. Empezó a enorgullecerse.

Yo tenía pocos amigos en el barco, como he dicho, pero Cleón era uno de ellos. Nos abrazamos y prometí visitarlo en Atenas. El se echó a reír.

—Vivo en una casa más pequeña que un granero —dijo—. Pero estaré encantado de verte. ¡Por Zeus, Hermes y todos los dioses, es bueno ir a casa, y aquí está mi mano y una oración para que te vea entrar por mi puerta!

Buen hombre. Escucha, cariño, el poeta habla de los héroes, pero nunca se hablará bastante de los
cleones
, hombres buenos, que aman a sus esposas y a sus hijos, pero mantienen su posición en la línea de batalla. El odiaba la guerra. Pero lo hizo.

Después, más ricos y más ligeros, Heráclides, Cleón y su barco zarparon y me dejaron a mí y a mi pequeño séquito con los señores de Creta. Y la impaciencia de Cleón por estar en casa resonaba en mis oídos.

En realidad, Idomeneo, el muchacho asustado en el campo de batalla, el sodomita de Eualcidas, se convirtió en mi confidente y mi consejero. Conocía los términos propios del lugar, conocía las leyes y entendía las complejas relaciones entre noble y noble, mucho más complicadas que la vida en Beocia, o así me lo parecía entonces. Ahora comprendo que las costumbres de cada hombre le parecen naturales a él y extrañas a un forastero.

Cuando descubrí que Idomeneo y Lejtes iban a combatir en la línea conmigo, les compré armas y armaduras sencillas —un buen trabajo de un herrero local de talento enviado por dios llamado Hefestión, un nombre muy adecuado para un herrero—. Tenían coseletes de cuero sencillos y buenos cascos de bronce de estilo local, y me empeñé en que todos nosotros llevásemos escudos beocios, para destacarnos como diferentes.

Es difícil que vuelvas a ver un escudo beocio. Trae el mío,
zugater
. Pruébalo en tu brazo, joven. ¿Ves? El
porpax
pasa por el lugar opuesto al que esperas, ¿eh? Largo y estrecho, ¡y los cortes laterales no son para pasar por ahí la lanza! Los hombres mayores de Creta me dijeron que esos agujeros son para llevar el escudo a la espalda en el combate de carros: los agujeros hacen más fácil llevarlo a la espalda y mover los codos; eso me dijeron.

Yo creo que es porque esa es la forma de los cortes de la piel de toro. Aquellos viejos nobles cretenses nunca hicieron un escudo, y yo he hecho unos cuantos.

Pero puedes ver que es más ligero que un
aspis
. No es tan seguro: es más delgado, Y un hombre con un escudo beocio tiene que ser agresivo en sus tajos, sin hacer el tonto. Puedes estar tras un
aspis
y encajar golpes, pero con un escudo beocio tienes que avanzar con él, ganar por la mano y en la cara de tu oponente.

De todos modos, fue capricho mío. Me halagaba la atención de todos estos aristócratas cretenses, y la historia de que yo había dado muerte al guerrero Goras en la costa este había llegado a Gortina.

Entrené juntos a ellos dos y a Nearco. Nearco ya había tenido varios años de entrenamiento, o de lo que los cretenses llamaban «entrenamiento», lo que significaba que estaba en muy buena forma y podía recitar la
Ilíada
. Así que corrimos, cazamos y empecé a enseñarles la pírrica, la danza beocia con armadura que enseña a un hombre a mover el cuerpo, flexionar las caderas, lanzar por bajo y por alto y ejercita a un grupo de hombres para moverse al unísono, Recluté a un viejo flautista de la casa y, en dos semanas, fueron capaces de ejecutar la danza. Los hombres venían, miraban y se reían.

El señor Aquiles estuvo observándonos una tarde. Nearco se mostraba hosco, porque detestaba actuar delante de un público. Por entonces, ya lo conocía un poco y le caía algo mejor. Era un joven noble enterrado bajo la angustia, la niñez y el deseo ferviente.

Cuando hubimos ejecutado la danza diez veces y mis tres pupilos iban tropezando por la fatiga, el señor Aquiles subió y asintió.

—Les das elegancia. ¡Pero qué diferente es de nuestras danzas!

Yo había visto sus danzas. En Gortina, cuando bailan los efebos, lo hacen con armas y armadura, pero todo es exhibición: las posturas implican mostrar los músculos de un hombre, estirarse y demostrar la solidez de sus piernas. En Creta, utilizan las danzas para escoger al mejor, que, a su entender, es el más hermoso.

Es la misma danza de Platea y, sin embargo, difiere totalmente. Nosotros bailamos para la guerra y nuestra danza contiene todas las fintas, todos los ataques, todas las defensas con escudo, y la primera postura es la más difícil, en la que los hombres aprenden a rotar de una columna a otra. En Creta, nunca rotan de columna en columna: los danzantes de primera línea son los más hermosos. No sé lo que harán cuando se cansen en combate.

—Si todos nos entrenamos de la misma manera —dije—, todos nos moveremos juntos en el combate —añadí, y creo que me encogí de hombros—. Y él necesita algo diferente, Esto es diferente.

Después recordé algo que había dicho Calcas:

—Y, en el combate, los hombres se asustan —añadí—. Si aprenden a obstruir y lanzar de forma rutinaria, una y otra vez, podrán hacerlo aunque el terror y el pánico les encojan el estómago.

El viejo Aquiles había estado en uno o dos combates. Asintió.

—¿Cuántos combates has presenciado? —preguntó.

Lo pensé durante un minuto.

—Cuatro batallas en campo abierto. Diez duelos —respondí. Era una exageración, pero no desmesurada—. Una o dos escaramuzas —añadí con modestia, lo que, en realidad, era la verdad exacta. Y «algunas peleas y un asesinato», pensé. Tenía solo dieciocho años y había presenciado más violencia que cualquiera de los hombres de la casa del señor.

Después de aquel día, hubo menos risas cuando danzábamos y vinieron otros hombres que pidieron unirse a nosotros. Venían cohibidos, con los sirvientes transportando sus armaduras. Los acepté a todos, y llevé la danza a campo abierto, con una rosaleda detrás. Para mí, en aquel verano, el aroma de las rosas lo coloreaba todo. Danzábamos y después ponía en el suelo una pesada estaca, con ayuda de algunos esclavos, y enseñaba a mis pupilos a utilizar sus espadas y lanzas sobre ella, dándole tajos, embistiéndola, desarrollando el control fino del arma que te permite colocar la lanza en la garganta de un hombre o entre sus ojos, sentir qué empuje hace falta para matar y cuánto es demasiado poco.

Llegó el invierno y nos entrenábamos en la casa, corríamos en pelotón por las colinas y cazábamos ciervos. Llegaron noticias de que Efeso había caído. Según un comerciante chipriota, cuando el montículo del asedio persa estuvo a la altura de las murallas, Aristágoras llenó sus barcos y zarpó, abandonando a su suerte a los efesios. Y los efesios se habían rendido con condiciones.

Lloré. Yo debía haber estado allí. Estaba echando a perder mi vida en un lugar remoto, lejos de la mujer que amaba. Era una buena vida, pero gris, y estaba empezando a cansarme de esquivar a Nearco. No estaba en casa, no estaba con Briseida y no era… nadie.

La primavera siguiente, cuando las plantas echaban sus brotes y todas las mujeres me resultaban igualmente atractivas, me salvó Heráclides, que llegó con una carga y me dijo que Aristágoras estaba reuniendo hombres y barcos por toda Jonia para liberar Chipre.

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