A los diez años estaba fuerte y bien constituido, con sólidos recursos tanto a nivel mental como físico. La travesía y el acontecimiento brutal que la precedió me dejaron sin fuerzas durante muchos días. Recuerdo los breves instantes de lucidez, durante los cuales sólo tenía tiempo de comprobar si era de día o de noche antes de volver a dormirme. Es probable que este largo y profundo sueño me sirviese de bálsamo. Si hubiera tenido que enfrentarme enseguida a la realidad, quizás habría perdido la razón. Pero a nivel subconsciente, las lesiones fueron profundas.
Actualmente hago el balance de los diez años que me separan de aquella época. Es pobre. La historia de mi vida es una serie de repeticiones. Monótona. De vagabundeo en vagabundeo a través de los continentes, he encontrado ciudades muertas, carreteras desiertas, pueblos ruinosos devorados por la selva, marea verde. La invasión se produjo insensiblemente. Al principio eran algunas matas de hierba que aparecían en los arrabales de una ciudad, en los suburbios nacidos en una antigua expansión industrial abandonada, donde el plástico no reemplazó sistemáticamente a los adoquines y al asfalto para cubrir el suelo. Estas hierbas son de una nueva especie; al menos no aparecían en las lecciones de botánica que he recibido. No son gramíneas; jamás las he visto florecer. Se manifiestan en la superficie como cuatro o cinco tallos enjutos y ásperos de pequeño tamaño. Sólo una vez he podido ver sus raíces, ya que es imposible arrancarlas. La carretera se había hundido y permitía examinar la sección del subsuelo. La hierba había hundido más de cuarenta centímetros de raíces filiformes de una pulgada de grosor, cuya forma parecía calculada para reventar el suelo. Cuando las calles han sufrido este primer laboreo vegetal, las semillas de la selva ya pueden germinar en ellas. Entonces, el asalto es rápido.
Al llegar por primera vez al continente, las ciudades todavía no habían sufrido el asalto de la marea verde. ¿Lo soñé? Era de noche, sí, de noche. Bordeaba la orilla apresurando mis pasos hacia una luz entrevista, una aurora muy localizada. Mi corazón parecía a punto de estallar. Por fin encontraría, tocaría a estos seres míticos de los que sólo había visto hologramas en las pantallas de trivisión. Conocería su presencia física. Temí no parecerme del todo a ellos. La enseñanza recibida hacía resaltar siempre nuestras diferencias fisiológicas. Estaba enamorado del hombre, sensualmente dispuesto a amarle; tocar una mano, acariciar un hombro, unir mi mejilla a otra mejilla, unir mi pecho con otro pecho. Yo era amor. ¿Sería rechazado?
Primeros pasos en la ciudad iluminada, suburbio de cubos sin ventanas, sabiamente iluminados según ritmos de colores. Sin duda los habitantes dormían. La vida estaba más lejos, hacia el corazón de la ciudad. Desierta la plaza donde convergían las grandes avenidas, vacías las tiendas, despobladas las calles, deshabitados los apartamentos. Todo estaba congelado bajo la luz eléctrica. Reseguí un instante las luces que corrían a lo largo de las fachadas, los haces que barrían el suelo, aquella palpitación fantástica de la iluminación artificial, que brotaba, surgía, estallaba en las paredes, en el plástico de las calles, de las vitrinas, de las ventanas. La luz daba una apariencia de realidad a la ciudad abandonada. Todo se apagó bruscamente. Sollocé largo rato en la oscuridad hasta que el sueño me traspuso.
Al día siguiente aún confiaba en que aquel fenómeno sólo fuese local. La región de la India que había abordado habría sufrido un extraordinario cataclismo que no me explicaba; pensaba que el resto del planeta se habría salvado y que encontraría la vida. Nada. A medida que recorría el litoral dirigiéndome al oeste, subiendo a veces hacia el interior en grandes caminatas por carretera para visitar las aglomeraciones más importantes, en todas partes encontraba el mismo abandono. Como si los hombres hubieran desertado súbitamente de la Tierra. Verificación de la soledad absoluta. Observaba también la progresiva invasión de la selva. En ninguna parte encontré el menor signo, el más mínimo indicio que pudiese darme una pista acerca de tal deserción a escala planetaria. Las máquinas me habían informado sobre los libros y periódicos, había visto microfilms que los reproducían, aun sabiendo que no existían desde hacía muchos siglos. Toda la información se suministraba á través de las pantallas de trivisión y reproductores sonoros. La civilización de la imagen y del sonido, iniciada en el siglo veinte, había devorado a la galaxia Gutenberg. Los mensajes que el hombre habría podido dejarme, dormían en las películas, los discos y los cassettes, inutilizables por falta de electricidad.
Actualmente no dudo que fue un gigantesco éxodo de la humanidad hacia el espacio, hacia otros sistemas solares, otros planetas. El mundo en el que vivo ya no es exactamente la Tierra; algo ha roto el equilibrio ecológico favorable a la supervivencia de los vertebrados. En compensación, este fenómeno es favorable a la vegetación y a las demás formas de vida. También ha respetado a los peces de las profundidades. El clima ha sido trastornado; en la parte del globo que he recorrido, períodos de lluvias torrenciales alternan con temporadas de intenso calor. Este planeta sólo es habitable para mí, los peces, los invertebrados y todas las formas vegetales. A veces dudo de mi diagnóstico, ya que sólo puedo hacer suposiciones acerca de las causas de los cambios producidos en el medio ambiente; entonces se plantean nuevas preguntas. Pero cuando no me dejo engañar por mi subjetividad, sé explicarme la huida de los hombres y la invasión de la selva: la atmósfera de la Tierra ha sufrido una modificación.
Los que no huyeron se suicidaron. Quedan huellas alrededor de las ciudades; restos de osamentas ante los crematorios. Millones de seres humanos prefirieron la muerte a lo desconocido. El suelo de los grandes astropuertos está fundido por acción de las toberas escupiendo fuego. ¿Qué ha sido de los fugitivos? ¿La humanidad se ha dispersado al azar por las estrellas o se ha replegado ordenadamente hacia sistemas solares escogidos de antemano? Allí, al extremo de mi dedo, apuntando hacia el firmamento. Pero ¿por qué razón he sido creado yo, Adaneva?
En Niza, la primera ciudad donde he oído un ruido no natural, he decidido resolver el enigma. La ciudad muere con belleza. Me he alojado en un piso al borde del mar, como centro de mis salidas, sean a pie o nadando, ya que todos los vehículos están inutilizados por falta de energía eléctrica.
Niza es una invitación a la vida sedentaria. Todas las ciudades que hasta aquí han jalonado mi camino, sólo eran etapas de mi estupor. Aquí he despertado. He comprendido al fin que la enseñanza de las máquinas correspondía a una realidad; por cuanto la comprobación de mis informaciones está sometida a un gran margen de incertidumbre, supongo que los vestigios que me rodean son contemporáneos de la época en que fue construida la esfera submarina, salvo error de algunos años. Esta diferencia se nota sobre todo en la tecnología más avanzada. Lo he comprobado en los centros de energía que frecuentemente he visitado con la esperanza de ponerlos en marcha. El laboratorio donde nací fue construido años antes de la gran partida.
Tiendas, pillaje lento. He desembalado millares de cajas, abierto millares de latas, probado millares de vestidos. En un principio me complacía este desperdicio, luego llegó la indiferencia. Ahora sólo frecuento los grandes centros de venta para alimentarme. Comilonas. Resuenan las grandes salas vacías. Estoy solo. Huelo cuidadosamente cada bote antes de comérmelo, ya que las fechas de caducidad inscritas en ellos han sido ampliamente sobrepasadas. La mayor parte de las veces prefiero pescar y comerme los peces frescos. En este deporte he adquirido una notable maestría.
¡Borracheras, borracheras! ¡Litros de alcohol y de vino para vencer el miedo, para dominar la angustia, para comprimir el tiempo! Aparte de los momentos de lucidez y de valor que m© deciden a realizar largas incursiones por las ciudades o las selvas, como y bebo. Euforia, olvido.
¡Y el amor! Desde hace algunos años he descubierto el placer sexual. Me impongo reglas muy estrictas porque temo abandonarme a él hasta el agotamiento, hasta la muerte. Para ello construí un complicado calendario que me autoriza cierto número de días y horas durante el mes, siempre que las circunstancias climáticas, o reencuentros, no vengan a interferir en contradicción con estas fechas. Así, un cielo nublado, determinada especie de pez o árbol, unas cortinas azules en la ventana de un piso, pueden impedirme hacer el amor. Pues yo no me entrego a la masturbación. ¡Yo amo!
Algunos años después de mi salida de la esfera submarina, noté los primeros síntomas de la pubertad. Me desdoblaba, yo Adán imaginaba a Eva. Eva inscrita en todas las superficies posibles de las ciudades, mujer anuncio, mujer etiqueta, todopoderosa obsesión del deseo masculino proyectada ante mis ojos. El lento acceso de las mujeres a la igualdad social no engendró nuevos símbolos. Mis maestros electrónicos tenían razón al enseñármelo; la mujer–presa se sublimó en mujer–imagen con la que el macho se regodea. A ojos llenos. Yo estaba solo y me preguntaba: ¿por qué no han previsto una pareja en la operación supervivencia? Si fui creado para suceder al hombre sobre la Tierra, ¿cómo esperan que me reproduzca? Pregunta estúpida que me asedia desde hace más de diez años y que se agudizó terriblemente durante mis primeras emociones sexuales.
Aquella mañana salía de Chandigor; había recorrido más de sesenta kilómetros aprovechando el atajo que se abría en la selva a lo largo de una línea de aerotrén. Era verano. Después de quince días de intensas lluvias, la vegetación estaba exuberante bajo el sol. Flores, olores. Me aturdió esta fantástica exaltación vegetal. Saqué de mi mochila algunas conservas, comí rápidamente, tendí una mosquitera y me dormí pronto. Horas después fui despertado por un desconocido ardor que irradiaba de mi vientre. Encendí mi mechero. Unos pétalos rojos y carnosos habían cubierto mi sexo en erección. La flor, enorme, se abría al extremo de un bejuco verde. Ese tentáculo vegetal había trepado hasta mí desde la linde. Pronto tuve que dejar mi observación. El placer se apoderaba de mí. Por sus sabios movimientos, por su textura untuosa, por su calor, la flor obtenía mi eyaculación. En un estremecimiento de todo mi ser, le di mi semen. Apenas lo hubo recogido en la cavidad de sus pétalos, se retiró al anonimato de la selva.
Me levanté para inspeccionar los alrededores. Mi mechero alumbraba poco y había tantas especies florales que no pude descubrir cuál era la que acababa de obtener mi virginidad.
Al otro día, desde que desperté, volví a la vera del bosque, frotándome incluso contra las hojas, contra las flores, con la esperanza de producir una reacción. La experiencia de la víspera me había turbado en extremo, y quería repetirla. Pero los vegetales fueron insensibles a mis provocaciones. ¿Había soñado? ¿Imaginé en mi sueño el primer episodio de mi vida sexual? Empezaba a creerlo; sensibilizado por la obsesiva presencia de las flores, había utilizado su imagen para trasponer mi deseo. Me enfurecí y ataqué a bastonazos un macizo en plena floración. Cuando me detuve para recobrar el aliento, me vi acometido por el disgusto y la tristeza. Los pétalos yacían en el suelo, rotos, sucios, irrisorios; un solo gesto había bastado para agostarlos.
Al día siguiente vagabundeaba entre dos setos vegetales. El corte practicado para el paso del aerotrén no había sido atacado por los árboles. Cuando la marea vegetal invadía las ciudades, respetaba curiosamente las vías de comunicación, como si desease conservar esa red de irrigación artificial. Prestaba más atención que de costumbre a las esencias y a las especies. La selva me parecía diferente. Hasta entonces la consideraba como la principal amenaza que pendía sobre la civilización. ¡Grotesco! Yo era la civilización. No tenía nada que temer. Las ruinas de las ciudades podían desaparecer sin que esto me perjudicara. Sabía vivir sin la ayuda de los hombres y de sus creaciones. Este día la selva me pareció más bella, más atractiva; la comprendía. Esplendor del verde absoluto, sabiamente matizado en un camafeo infinito; mis ojos se perdían en el dédalo de verde, sombras resinosas, frutales coloreados, arbolillos verde mar. El cobre oxidado de un bejuco gigante destacaba netamente sobre el verde blanquecino de un tilo; allí era el esmeralda de un abeto que se fundía con el verde más nocturno de un tejo. Y sobre este fondo de un verdor soberano, resaltaban los coloridos variopintos de las flores, todas las flores, las pequeñas a ras de suelo, aquellas cuyos tallos alcanzaban altura de arbustos, las de plantas trepadoras y las que se abren en los troncos y las ramas de los árboles. De la orquídea a la lobelia, de la magnolia al hibiscus, ¿cómo escoger entre todas estas formas, entre todos estos colores? ¿Cómo descubrir la flor que me había seducido? Mi exploración ignoraba deliberadamente las especies desconocidas, en particular aquella cuyos pétalos rosados formaban un cuenco de forma ovalada hendida en su mitad por una herida roja. La flor se abría al extremo de un bejuco cuyo origen se perdía en la espesura; los dos pétalos carnosos que la formaban latían con ritmo regular y dejaban entrever, cada vez que se separaban, un largo pistilo color violeta intenso.
Desde el principio de mi búsqueda supe que era ella. La evitaba. Pero cuando me detenía en cualquier parte del paisaje forestal, no tardaba en insinuarse un largo tentáculo amarillento deslizándose a lo largo de las cimas y a través de los troncos.
Y siempre, al cabo de unos minutos de observación, la flor aparecía allí, palpitante, graciosa, ante mí.
Después de muchas horas de este hipócrita juego al escondite, la tocaba con mi mano. El rosa de los pétalos se hacía más intenso. Yo insistía, y viraba al rojo. Al afirmarse mi caricia sentía un íntimo regocijo viendo transformarse la flor, calentarse la carne dulce y cálida, labios encarnados entreabiertos con un estremecimiento de estambres. Y el bejuco se acercaba a mí, me tendía su boca, su vulva aconchada, vegetal, improbable, amorosa. El sol me calentaba los ríñones este mediodía. Estaba desnudo bajo la luz cruda y blanca, totalmente adulto, con lo que parecían redondeles de grasa en mis flancos, en mi vientre más redondo. Sentí el deseo nacer en mí como el rayo. Me sentía presto a ceder a la invitación; desdoblado, era simultáneamente el que actúa y el que reflexiona, el uno dispuesto a someterse al otro. El deseo me arrastró. Introduciendo mi pene hinchado en la flor ardiente, llegué rápidamente al éxtasis. Si luego no me hubiera sometido a un severo control de mis sentidos, hoy estaría devorado, consumido de amor por esta flor extraña. Me vigila en las riberas, los bosques, las sabanas, entra en las ciudades, como si misteriosamente recibiese noticia de mi presencia.