Al principio ayudo instintivamente con mis brazos el batir de las alas. No sé cómo colocar las piernas. Luego, a medida que me elevo sin dificultad, como en un sueño de esquizofrénico, aprendo cómo coordinar mis miembros. Repliego las manos sobre el vientre y alargo mi cuerpo en el aire para ofrecer una resistencia mínima. Mis muslos bien alineados, dirigidos hacia abajo, forman escuadra con la pelvis; mis piernas, horizontales, me sirven como timón de dirección y de profundidad.
Alcanzo pronto una altura de cincuenta metros. Vacilo en alejarme de la playa. Felicidad exquisita de caracolear a la fresca brisa de la mañana. Después de algunos minutos de vuelo, comprendo que fatiga más esta escasa altitud porque la presión es mayor. A medida que me elevo, mis alas se mueven con más facilidad. Mis músculos funcionan sin esfuerzo; pronto alcanzo muchos centenares de metros de altura.
A pesar del esfuerzo que me cuesta desplazarme en este nuevo medio, controlar cada uno de mis movimientos por miedo a caer hacia el suelo, no distraigo ni un segundo mi atención en contemplar el paisaje que desfila debajo. Recibo tan sólo algunas impresiones nuevas, como el viento que se desliza bajo mi vientre, la dificultad de conservar mis extremidades inferiores bien alineadas para evitar un desequilibrio, la humedad que sube del mar, el contacto con las primeras capas de nubes blancas; súbitamente estoy inmerso en un medio diferente. Noto instintivamente todas estas sensaciones sin analizarlas. Solamente el espacio. Sí, solamente. ¿Y si mis alas eréctiles se acalambrasen? Terror súbito. Conozco el vértigo. ¿Soy dueño de la duración de este fenómeno, o está sometido a alternativas como la erección sexual? Deseo del aire después del deseo de las flores. No, los dos actos fisiológicos son distintos, el uno es reflejo ante un estímulo exterior, no puedo controlarlo; el otro está directamente sometido a mi voluntad de volar. La sangre no se escapará de las membranas que me sustentan. Aquí en el espacio, el miedo es agradable; sólo puede provenir de mí, ya que no existe ningún peligro visible. Por primera vez desde que vivo, me asalta la idea de la muerte, dulce sobre un fondo de remordimientos. Remordimientos por no cumplir mi misión. Ciertamente he sido concebido para realizar algo; mi cuerpo es un milagro tal, que no pudo ser creado sin objeto. La idea de un mensaje. Estoy aquí sin duda para enviar un mensaje a los hombres que huyeron de la Tierra, pero las máquinas no tuvieron tiempo de enseñármelo antes de que dejaran de funcionar. Es necesario que me prepare para responder. La duración de la comunicación por medio del borne amarillo es muy breve. Pero basta una sola palabra para que el género humano sepa que todavía hay un ser vivo y consciente en su planeta de origen. El otro día no pude pronunciarla. Si lo hago, los hombres enviarán una patrulla; ya no seré el dueño del mundo.
Me doy media vuelta en el aire. El sol me calienta el vientre. Me dirijo verticalmente, vertiginosamente, hacia la superficie del mar. He reducido la superficie de mis alas. Mis piernas bien alineadas, soy un obús, un kamikaze. Recobro el control. Fácil. Mis alas se tienden de nuevo, recupero progresivamente mi equilibrio, planeo. Un temblor delicioso agita las extremidades de mis miembros.
Mi sistema nervioso central todavía no está habituado a tomar el relevo de mi voluntad para vigilar el automatismo de mi vuelo. Si mi atención se fija en otra cosa, dejo de volar y caigo. Pero ahora, después de más de una hora de mantenerme en el aire, he adquirido seguridad. Puedo mirar al suelo, puedo verlo. Limpia la costa, como alargada, blanca. La ciudad, devorada por la selva sobre el flanco de las colinas; cristales incrustados en su cárcel. Más lejos, las blancas colgaduras de las nieves, pegadas aún a las cimas de los Alpes. Nueva cosmogonía. Mis sentidos turbados un instante por esta nueva percepción del universo, alteran la regularidad de mi vuelo. Caracoleo y me elevo rápidamente. Sensación exquisita de dominar una disciplina desconocida. Tan sólo un poco fatigado por el esfuerzo de concentración que he de realizar para conseguirlo. Mañana podré partir y explorar la esfera submarina que abandoné hace diez años.
Extender mis alas sobre el viento y planear sin ningún esfuerzo, regulando mi esfuerzo según las corrientes que se crean: embriaguez, felicidad. Soy anfibio. Soy el que puede vivir y moverse en tres de los elementos primordiales. ¿Tendré algún día valor para atravesar el fuego, para saber si soy el ser perfecto que soñaron los hombres?
Cielo azul, cielo blanco, deslizarse, picar, suelo vertical, oblicuo, horizontal, curvatura del globo, allá abajo, más lejos, en el infinito, otro infinito respondiendo al cielo: la selva, copos verdes de las cimas. Alegría de existir distintamente y de expresarlo. Embriaguez del cuerpo y del pensamiento en simbiosis. Desear vivir en la luz, esplendor de las imágenes sin cesar renovadas a medida que el sol juega con las sombras y los reflejos tornasolados. Allá se ven algunos arrecifes débilmente asaltados por las olas, y a partir de este punto, la extensión del mar, viejo cocodrilo de seda, gama infinita de sus ritmos. Con un movimiento doy la vuelta, la ciudad muerta vibra al calor del mediodía, deformaciones sutiles en su arquitectura, prismas desplegados en un caleidoscopio. Delirio, serenidad. Paso de la mayor exaltación a la más intensa paz interior. Amplios movimientos de mis alas en el viento que se levanta con el ardor del día. Geometría secreta de la naturaleza vista en conjunto. Me deslizo hacia la tierra, desciendo hasta el muelle que se recorta. Una noche de descanso. Mañana volaré para reanimar las máquinas.
Desde que partí, hace dos meses, he utilizado todos los medios de desplazamiento alternativamente, franqueando los estrechos a nado, escalando a pie las montañas —pues es peligroso volar a partir de cierta altura, debido a las turbulencias y a que mi vuelo aún no es bastante seguro—, volando por encima de las selvas. Cambio también, según mi humor o según el clima, los sistemas de locomoción, prefiriendo nadar cuando llueve, volar con buen tiempo, caminar cuando el día es gris y fresco. Mi equipaje es ligero, una brújula y un mapa del mundo, algunos cassettes de trivisión tomados en una cinemateca de actualidades, escogidos según su fecha, probablemente la del último mes de presencia de los hombres sobre la Tierra. Espero encontrar allí datos importantes, a condición de poder volver a poner en marcha las instalaciones de la esfera submarina. He guardado estos objetos en un pequeño saco, sujetándolo en el cinturón, sobre mi vientre. Nada de alimentos; el pillaje y la pesca aseguran suficientemente mi alimentación. Para evitar la fatiga, prescindo de borracheras. En cambio, me entrego con frecuencia al amor de las flores, incumpliendo así mi calendario de continencia. Placer permanente del descubrimiento, cada corola, cada pétalo, cada pistilo, tienen una textura, una carnación, un calor diferente. Me convierto en experto catador, sensible a los menores contactos. Ciertas flores son voraces y otras negligentes. Las más desarrolladas alcanzan la mitad de mi talla y puedo revolearme con ellas. Caricias. Inventamos sabios juegos amorosos.
Al principio de esta peregrinación de regreso, observé pocos cambios en el aspecto de las ciudades que reconocía. Luego, a medida que me alejo del punto de partida, y que el período transcurrido entre mis dos estancias aumenta, compruebo hasta qué punto se han degradado bajo el asalto de la vegetación. Observo además las mutaciones operadas en las plantas trepadoras; la mayoría adoptan medios de ataque contra los insectos, ya que se convierten en carnívoras. A ciertas horas favorables para la caza, bajo los bosques sólo se oyen chasquidos apagados.
El viaje también me incita a la reflexión. Creo haber descubierto el motivo de la desaparición de todos los vertebrados. Ya lo intuía, pero se ha confirmado. Los mamíferos, los reptiles y los pájaros murieron bajo la acción de un nuevo gas introducido en la atmósfera terrestre por un cataclismo desconocido. Este gas no se disuelve en el agua, por lo que se salvan las especies marinas, exceptuando los cetáceos y demás especies que respiran. Mi metabolismo habría sido modificado para tolerar ese gas. Cuando pueda verificaré esta hipótesis.
En Estambul he descubierto un mojón amarillo similar al de Niza. No parece funcionar. ¿Se transmite la señal a la misma fecha y hora en todos los puntos del globo? Si las máquinas que me han enseñado a vivir no se hubieran detenido, probablemente conocería la respuesta a esta pregunta.
Majestad de las ruinas roídas por la selva. Todas las civilizaciones se mezclan en un fantástico caos. De la tierra apisonada a la piedra, del hormigón al plástico, los materiales específicos de las construcciones humanas a través de las edades, son atacados indistintamente por las raíces y los zarcillos, corroídos por los ácidos que segregan algunas plantas, recubiertos por las hojas y las flores en descomposición. En algunos lugares la capa de humus llega ya a las ventanas de los pisos bajos, nivelando los escombros bajo una tierra negra y esponjosa.
La nueva atmósfera terrestre es prodigiosamente benéfica para la flora. La vegetación se halla en pleno esplendor. Las mutaciones son innumerables. Adivino en la forma metamorfoseada de esta cimbalaria de muchos metros de altura, una nueva especie de drosera. Estas «bocas de dragón» tienen un aspecto singularmente animal. ¿Acaso las plantas hacen juegos de palabras? Por ahora ya saben jugar con mi deseo. Desprovistas de sistema nervioso en un medio favorable a la fauna, ¿lo desarrollarán acaso bajo la influencia de esta nueva atmósfera? Los perfumes mefíticos me ofenden. Estoy seguro de que si no me hubiesen preparado para sobrevivir en estas condiciones, mi organismo no lo resistiría. Jungla tumultuosa que recubre la Tierra poco a poco; sombría es la selva. Desde las más altas cimas hasta las hierbas que tapizan el suelo, la oscuridad se extiende con sabios matices, de la penumbra a las tinieblas. A veces tengo ganas de huir hacia los espacios abiertos, tan poderoso es el pánico que produce la noche verde. Entonces me encaramo a lo alto de un tronco para respirar, para respirar a la luz. A pesar de la oscuridad me oriento fácilmente a través de la espesura, mis ojos perciben lo esencial: las ramas, los helechos y los troncos, y mi sonar concreta los detalles. Mejor que el camino terrestre, podría nadar o volar con frecuencia; pero no quiero dejar pasar demasiados días sin regresar a la selva. El amor de las flores se ha convertido en una necesidad, más que en un placer. Sin duda el amor sexual es siempre voluptuoso, pero no lo busco sólo por esta razón. Al introducir mi pene en las tibias corolas, experimento la sensación de participar en el renacimiento de la Tierra, dios Pan redivivo, realizo orgías elegiacas a la gloria de la nueva naturaleza. Pobre y solitario humano, único representante de una especie desaparecida, sacrifico mi lubricidad en un altar vegetal donde se dilapida mí descendencia.
Durante los ocho meses que ya dura mi viaje de regreso, he adquirido una maravillosa maestría del aire. Mis músculos dorsales soportan vuelos de cinco o seis horas seguidas, y sólo necesitan un ligero descanso antes de volver a ser utilizados. El problema más delicado es el del aterrizaje en medio de la selva. Imposible posarme sobre la cima de las copas demasiado flexibles; difícil penetrar en la espesura con mis alas desplegadas. Y cuando no veo un macizo rocoso, una fuente, un lago, un estanque, un camino o una ciudad, me veo obligado a plegar mis alas cayendo en el lugar exacto, un claro entre dos bosques que he reconocido con el sonar; abrirlas a envergadura reducida algunas decenas de metros más abajo, revoloteando entre los troncos, dando vueltas hasta donde pueda para aliviar la caída y caer sobre un matorral. Con frecuencia, al aterrizar de este modo, me he lastimado con arbustos espinosos, cornudos, con pequeñas coníferas provistas de espinas de varios centímetros. Algunas veces me poso sobre árboles de copa plana, cedros gigantes de centenares de metros de alto, pero son ejemplares raros. Entonces, en el silencio insólito de estas alturas que ningún insecto frecuenta, llego a gozar horas de adorable indolencia, mecido en la ligera sombra que produce el follaje.
A medida que se aleja en el tiempo mi estancia en Niza, distingo cada vez más difícilmente mis recuerdos reales de los inventados, o mejor dicho, confundo la enseñanza recibida de las máquinas, hasta los diez años, con la realidad. Creo que he sido un niño como los demás, viviendo en Niza y jugando con sus camaradas en los parques, en la playa. La nostalgia de este paraíso perdido aumenta con el tiempo. Es necesario que luche para no refugiarme definitivamente en el corazón de esta infancia ilusoria.
Pronto concluirá el primer año de mi retorno; he señalado los días en uno de los botes de plástico donde guardo los cassettes por grupos de treinta unidades. ¿Esto suma realmente un año? Digamos una alternancia de trescientos sesenta y cinco días y trescientas sesenta y cinco noches de duración variable. Esta magnitud representa una vigésima parte de mi vida. La comparación es imposible. El año de viaje me parece tan largo como los diez años que tardé en llegar, andando y nadando, desde la esfera marina hasta Niza. He vivido un año de diez años, que es absolutamente igual a los primeros diez años de mi infancia. El tiempo se dilata.
Atravesé el golfo de Bengala a nado. Me he divertido practicando largas partidas de pesca. En ese terreno mis progresos son considerables; ahora consigo vencer a ciertas especies veloces a nado. Esta supervelocidad la he adquirido gracias a mis alas. Mis membranas dorsales, que se ahuecan en el agua, pueden servir de propulsores auxiliares a todas las profundidades. Pero este aumento de velocidad va acompañado de un intenso esfuerzo que no puedo prolongar mucho tiempo.
Comiendo la carne de esta dorada, sentado sobre un pequeño arrecife de piedra pómez, creo cometer un acto de canibalismo. Pero el pez está muerto, basta sacarlo del agua para que se inmovilice después de un extraño temblor. Mañana llegaré a mi destino. Cierta tristeza me sobrecoge.
Tengo dificultades para volver del medio marino al aéreo. Necesito cultivar el arte de las transiciones, sincronizar la súbita erección de mis alas con el momento de alzar el torso. Después de una zambullida de diez o quince metros de profundidad, tomo impulso batiendo mis seis miembros, acelerando al máximo. Entonces, en el momento de salir a la superficie, debo evitar que la punta de mis alas roce el oleaje; de lo contrario, me desequilibro y caigo. Esta mañana he practicado este despegue anfibio para recorrer más rápidamente los últimos kilómetros y sobrevolar el emplazamiento de la esfera. Alegrías profundas que procura el dominio físico del cuerpo. Por fin, desde el comienzo de mi viaje, noto la armonía perfecta entre mis órganos, mis músculos y mi cerebro. Digamos que soy una hermosa máquina funcional, producto de una tecnología avanzada. Adaneva. ¡Qué ironía! ¿Para qué he sido construido? ¿Para guardar las ciudades vacías roídas por una lepra verde, o procrear millares de niños–flores?