Otros cuatro NAOS, a 1,5 grados de diferencia en relación a la órbita del
Norbert Weinberg
y distantes de la circunferencia orbital un quinto de diámetro, giran también (¿es posible?) en el vacío, alrededor de la naranja azul. Pero ésos no nos interesan. Y cada uno de estos NAOS, en un volumen de veinticinco kilómetros cúbicos, está rodeado por diez a treinta señuelos formados por una nube sólida de partículas metálicas. Pero estos señuelos tampoco nos interesan para nada. Sólo nos interesa el
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, que sube y baja incesantemente siguiendo su órbita inclinada como un sombrero de payaso sobre la frente de nubes del planeta Tierra.
Y vamos a seguir (¿queréis?) al
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durante algunas horas de hoy, precisamente hoy, este diecinueve de septiembre de mil novecientos y…
¡Bah! Prescindamos de la fecha. ¿A quién le importa ya?
Bajó la manecilla de latón de la puerta, empujó y abrió. La puerta bostezó tres chirridos categóricos, como carraspeos regularmente espaciados:
Rhem… Rhem… Rhem…
Se detuvo un momento, un largo rato, inmóvil en el umbral de la puerta abierta. Venía de la sombra, y la sombra olía a madera vieja y seca, a polvo suelto, a cera endurecida sobre los muebles limpios, a toda clase de olores dormidos. Pero por la rendija de la puerta se deslizaban, asaltándole como un latigazo, tomándole por sorpresa, la luz resplandeciente del día y la vaharada de olores verdes y vivos que le traía la acidez de la hierba, la oleada resinosa de los pinos, los perfumes mezclados de las flores.
Por la rendija de la puerta penetraba el verdor sereno del valle.
7/39/01 ? 02 ? 03…
Desplazó la pierna izquierda algunos centímetros hacia delante. Empezaba a sufrir un pequeño calambre en la pantorrilla.
Adelanto un poco mi pierna izquierda hasta que la punta de mi bota toque el fondo del pupitre. Empiezo a sentir hormigueo. Querría rascarme la pantorrilla. Querría rascarme el sobaco derecho que me pica a causa del sudor. Querría rascarme el culo…
No hay nada que hacer.
Sólo puedo aliviarme modificando algunos grados la temperatura del interior de mi combinación. Tengo demasiado calor. ¿Demasiado calor o demasiado frío? No, demasiado calor. Regulo el climatizador a diecinueve grados (en vez de veintidós). ¡Ah! Esto ya está mejor.
Suspira.
Veo rodar la Tierra entre mis piernas.
Una corriente más fresca pasa entre sus miembros sudorosos, entre la combinación de nylon y la protección exterior (vulgarmente llamada escafandra) que consta, del interior al exterior, de una capa de neopreno, una capa de teflón, una capa de fibra de vidrio beta, y por último de una capa de nylon metalizado. En el extremo de su anular izquierdo se halla el mando de su microclima interior. La vida o la muerte de algunos centenares de millones de seres humanos (como es necesario explicarlo todo, digamos: la vida de algunos centenares de millones de comunistas), la vida de estos centenares de millones de seres humanos llamados comunistas, se halla en algún lugar de ese mismo pupitre, al alcance de otros ágiles dedos suyos. Y esos seres humanos viven en la bola de color azul sucio que gira lentamente entre sus piernas, en la pantalla de TV de control visual situada bajo el pupitre, un poco por debajo de sus rodillas.
Pero lo que importa no es esa imagen borrosa, en la que nada se distingue, en realidad (el
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está demasiado lejos o demasiado cerca). Es el gran cuadro luminoso situado precisamente ante sus ojos, encima del pupitre, y donde la órbita del
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se registra en rojo sobre fondo negro, por encima de una cuadrícula blanca de meridianos y paialelos, y del dibujo azul de los continentes. Junto al gran tablero se encienden continuamente otras muchas pantallas; series de guarismos, ecuaciones algebraicas, figuras geométricas que pronto se desvanecen y extraños símbolos de programación desfilan por ellas, masticadas y escupidas por el ordenador de a bordo, que sufre el bombardeo de los datos remitidos por el Centro de control de Vandenberg.
El mira. Sus diminutos ojos oscuros y móviles no descuidan nada. Es su trabajo. Tiene un grado: comandante de las Fuerzas aerospaciales de los Estados Unidos de América. Tiene una función: oficial navegante, podríamos decir simplemente piloto. ¿Piloto? De hecho no lo es verdaderamente. El
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, lo mismo que sus cuatro hermanos gemelos invisibles en el vacío radiante de luz solar, todavía está en DDC (
Direct Digital Control
), es decir, que su rumbo está directamente sometido a las instrucciones que llegan de abajo a través de las ondas transmitidas por una cadena de satélites pasivos. En consecuencia, al piloto sólo le queda vigilar el gran cuadro centelleante rodeado de pantallas y cuadrantes, potenciómetros, taquímetros, cachivaches varios donde bailan agujas, crepitan cifras o se atropellan colores chillones. Pero incluso esta observación, pasiva en apariencia, es un trabajo. Para aprenderlo pasó siete años en White Sands y luego en Vandenberg. Cuenta veinticuatro días de vuelo en simulador, y dieciocho días con siete horas y pico de vuelo orbital real en un MOL, aparato civil muy semejante al NAOS. Pero es la primera vez que se encuentra en un NAOS auténtico, en el vacío auténtico. Ya que es la primera vez que los NAOS han sido lanzados.
En cierto modo es un cobaya. Un cobaya clavado en su cabina desde hace siete días, perdón: 7 días, 11 horas, 23 minutos, 8 ? 9—10 segundos, y por lo que se sabe, no han terminado sus angustias. Pero el deber es el deber. El sentido del deber vence la inseguridad, la soledad, el eventual peligro. Y además, está acostumbrado. Sin embargo, en un MOL van cuatro o cinco: hay espacio. En un NAOS se está solo, se dispone tan sólo de 1,633 metros cúbicos de espacio, lo que no deja de ser un eufemismo, ya que de todas formas uno se halla prisionero en su asiento de plástico fabricado según las medidas exactas de su cuerpo revestido de la escafandra, que a su vez está cortada a las medidas exactas de su cuerpo desnudo. ¡Ojo, mucho cuidado! ¡No es cosa de engordar diez gramos cuando uno es oficial navegante de la Aerospacial!
Mueve algunos centímetros hacia atrás su pierna izquierda, lo justo para que el tacón de su bota toque la base del asiento. El hormigueo insidioso ha vuelto, se pasea entre su tobillo y su pantorrilla. ¿Qué dices, Ben? Digo, ¿de qué te quejas? El deber es el deber, ¿no?
¡Vete a tomar por…!
Puso la mano sobre el marco de la puerta. La madera estaba tibia de sol bajo su mano y contra sus falanges. Una ligera brisa llegaba en suaves oleadas desde el fondo del valle. Viento cargado de olores dulces, picantes, de frutas, ácidos, vivificantes. Respiró a fondo muchas veces, hinchando el pecho bajo el tejido de su camisa a cuadros abierta hasta la cintura, aunque con los faldones metidos en sus vaqueros. El aire era sano. Parpadeó. El sol ardiente palpitaba frente a él en un cielo de cobalto fundido, sobre el ángulo formado por las laderas de dos colinas lejanas, inclinadas la una hacia la otra al fondo del valle. Cerró los ojos: un torbellino de oro se puso a girar en su cabeza, con súbitos estallidos de flores rojas y verdes. Volvió a abrir los ojos. El sol era bueno, buena su luz y bueno el calor del aire que acariciaba su rostro, sus brazos desnudos, la piel descubierta de su pecho.
Dio un paso, dos pasos sobre la escalera de tablas bien escuadradas; bajó dos escalones hasta posar sus pies desnudos sobre la hierba tibia y dulce que apenas se inclinaba a impulsos del viento murmurador. Las puntas de la hierba cedían bajo sus talones, la planta del pie, los dedos. Era un cosquilleo agradable que le incitó a tomar impulso, a lanzarse adelante.
Corrió por la hierba en línea recta, sobre la extensa ladera del valle.
9/21/37 ? 38 ? 39…
Trece veces al día (pero oye, Ben, ¿qué significa aquí un día, eh?) se zambulle hacia el radiante sol que sale a su izquierda; trece veces al día se zambulle en la noche, mientras que el radiante sol se difracta como si se disolviera, en algún lugar a su derecha. Pero ¿qué significa zambullirse? Tengo la impresión de navegar siempre en horizontal, debido a este suelo curvado que desfila por debajo; tengo la impresión de flotar en un mar insulso, conducido por las olas uniformes de la gravedad.
Tengo la impresión…
—Tú no estás aquí para tener impresiones.
—¡A la mierda, Ben!
—No, tú no estás aquí para tener impresiones; tú estás aquí para apretar el botón si el Presidente te manda apretar el botón.
—Y esto te acojona, ¿eh, jodido pacifista?
y a ti, Bob, ¿no te acojona?
Cállate, ¿quieres? Haré lo que me ordenen y nada más.
Soy un soldado, un oficial.
—¡Anda ya! ¡Déjame en paz!
—No soy yo quien decide.,
—Anda, déjame…
—…y si yo no estuviera aquí, estaría otro en mi lugar, ¿no es cierto?
—Anda, de…
—¿De acuerdo?
—No te enfades, Bob, yo sólo quería decirte…
—No me enfado, Ben. No es muy divertido estar encajado en este ataúd volante. Tú, al menos, estás…
Por dentro, se ríe irónicamente.
¿Dónde puedes estar tú, amigo Ben?
Por unos instantes vuelve a ver la alta silueta con una camisa de colores, cabellos hasta los hombros y barba al viento, que se aleja por un camino polvoriento sobre el que se desploma un ardiente sol de agosto. ¿Recuerdo? ¿Imaginación? ¿Símbolo? Ni él mismo lo sabe.
Ni yo mismo lo sé, amigo Ben. Suspira, se retrepa en el blando respaldo de su asiento basculante. Hace unos momentos, una comezón lancinante se ha incrustado en su columna vertebral, al nivel de la quinta o sexta costilla. No puede hacer nada para calmarla, hay que esperar a que pase sola. Y a lo mejor no pasa pronto. ¡Siete días ya que pasea a doscientos ochenta kilómetros por encima del nivel de los automóviles! Y esto aún puede durar otros tantos. Recuerda al Viejo, durante la última conferencia antes del lanzamiento: «La situación mundial… y las perturbaciones que han estallado en todo el… retorno automático previsto… permanencia orbital de dos semanas como máximo… reemplazados por la segunda escuadra de NAOS que…»
¡Bah!
Vuelve un poco la cabeza en el interior de su casco, toma la embocadura de un tubo verde que sobresale por la gorguera de su escafandra, y que parece brotarle directamente del pecho como una delgada arteria cortada; aspira uno, dos tragos, hace una mueca tradicional: es agua de recirculación, no es mala, no tiene tampoco ese sabor a cloro que caracteriza el agua de la tierra; ha sido tan triturada y tamizada molécula a molécula, que no tiene ningún sabor, es la nada líquida, nada más.
Beber. Mear. Lo uno va con lo otro: alivia su vejiga, su orina se cuela por algún lugar entre sus piernas, recogida por el tubo que muerde la extremidad de su sexo, se desliza hasta el aparato de recirculación; más tarde beberá la síntesis depurada, la respirará con la atmósfera interna de su combinación de nivel higroscópico cuidadosamente calibrado.
El NAOS es una pequeña maravilla, un mundo en miniatura, un planeta vagabundo solitario, con una ecología rigurosa. Pero no por esto él deja de formar parte de una estructura social, de la cual es prolongación. Precisamente…
Precisamente ahora se enciende una luz sobre el pupitre, anaranjada e intermitente. Un zumbido sale de sus auriculares. Son las 9.24 ? 17 ? 18 ? 19". Es Vandenberg quien llama; el
Norbert Weinberg
entrará en su campo de comunicación directa, está remontando la subida (pero ¿qué significa aquí…?) por encima de México, el sol entra por el tragaluz inferior de babor y viene a clavar sus flechas luminosas en el retrovisor (no, un oficial navegante no mira jamás al sol de frente).
Pone el contacto. Los mensajes son cifrados al salir y descifrados al llegar, en ambos sentidos. Pero la voz que golpea el pabellón de su oreja suena clara, limpia, fuerte, como si el que habla se encontrase a su lado.
Una pequeña maravilla…
—Harold a
Norbert Weinberg
. ¿Estás ahí?
(¿Y dónde quieres que esté, puñetero?)
—
Norbert Weinberg
a Harold, os recibo bien. Escucho…
El escucha, y al mismo tiempo intenta identificar la voz terrestre que le llama con tal desenvoltura. ¿El capitán Werncr Bobrowsky? ¿John «Dusty» Cartridge? ¿O ese teniente jovenzuelo y rubiales… cómo se llama?
—¿Cómo va por aquí arriba?
—¡Pse! Regular.
—¡Bien! Escucha…
(Ay, ay, ay… titubeo, no sabe cómo empezar. Seguro que no es Cartridge. Pero ¡mierda! ¿Qué es lo que oculta?)
—Escucha, Giordano. Vas a ponerte en S. C. ¿Entiendes? Vas a…
—¿Pero qué pasa ahí abajo? Es el gran…
—No, no, Giordano. Es una simple maniobra, una mera… una mera precaución. ¡No te abandonamos! ¡Te cubrimos siempre como una vieja clueca empolla su huevo! Pero hemos previsto ocho órbitas en S. C. ¿De acuerdo?
De acuerdo, Harold. Pero ¡santo Dios!, podías decirme qué…
Atención
Norbert Weinberg
. Al décimo top.
Top… top… top…
El se dice que ¡mierda! No le dirán nada; aquí no tiene tele ni periódicos. Sabe menos que el más desgraciado paisano del más jodido agujero de esta cochina Tierra, pero al mismo tiempo se ha convertido en una máquina perfectamente programada. Los
top
suenan automáticamente en su cerebro, pero sus ojos activos recorren el pupitre rápida y regularmente, mientras sus diez dedos vuelan sobre los mandos. Al décimo
top
, cuatro visores rojos se iluminan, diseminados por las cuatro puntas del pupitre. Inmediatamente sus manos corren por encima del tablero, apretando aquí y allá al
Service Propulsión System
, las teclas y los contactos
Reaction Control Sistem
, y girando los diales graduados. De los costados del
Norbert Weinberg
brota un ruido sordo, las paredes se ponen a vibrar imperceptiblemente. El queroseno y el oxígeno líquido se combinan en la cámara de combustión: una pequeña llama que todavía no influye en la órbita del NAOS, pero que pronto aumentará desmesuradamente para lanzarlo fuera de su trayectoria.
A partir de ahora, el satélite queda abandonado a sí mismo. Vandenberg sólo es una voz próxima y lejana a la vez; el oficial navegante Bob Giordano ha pasado a ser un verdadero piloto.