Finalmente, los viajeros no tuvieron necesidad de hurgar bajo la superficie radiactiva y recocida del planeta. A su alrededor, como una orla de perfectos ataúdes cromados, media docena de ojivas orbitaban automáticamente, con los cadáveres de sus pilotos inclinados ante las mudas pantallas de control. Esos satélites y sus ocupantes eran sin duda lo más preservado del fuego nuclear y de los cataclismos geológicos que le siguieron; los brillantes proyectiles eran testigos del hombre, de su tecnología y su civilización.
El navío llegado de lejos se cernía como una pálida luna brumosa alrededor de una de las ojivas, cuyo casco mitad brillante, mitad negro, llevaba la inscripción:
Norbert Weinberg
. Manipulado por fuerzas invisibles, el satélite de metal se abrió como una cucaracha bajo el pico de una urraca, aun quedando intacto, porque la manipulación se realizaba en un plano perpendicular del espacio. Medio tendido en su asiento abatible, el piloto reía con sus dientes sin labios ni encías, con la cabeza apoyada en el hueco de su casco. Sólo quedaba de él un esqueleto perfectamente conservado. Pero no hay nada tan parlanchín como un esqueleto. Los seres llegados de lejos (el navío y ellos quizás eran sólo partes distintas de una misma entidad, como la cabeza y las patas de una tortuga son distintas de la concha, y no obstante están unidas a la misma) manipularon el esqueleto que se disgregó en una infinidad de fragmentos del tamaño de una molécula de carbono, quedando intacto no obstante, porque esta autopsia se realizaba en un plano perpendicular del espacio.
La criatura así visitada, el hombre, el terrestre, el piloto, había poseído en vida dos sistemas mentales distintos, pero complementarios: el consciente y el inconsciente. De nuevo, brevemente, pudieron funcionar en parte.
El esqueleto habló, el esqueleto soñó.
El aparato, la astronave, el laboratorio orbital, el satélite, llamadlo como queráis, en fin, esta gran masa de metal, mitad brillante (níquel–aluminio) mitad negra, gira alrededor del planeta con una monotonía fastidiosa. El planeta, con no menor insistencia, gira igualmente, enorme, pero airoso como una pelota de goma, a la que se asemeja, además, por su granulado superficial, aunque también podría ser una naranja, digamos una naranja azul.
Dentro del aparato, cuyo nombre no importa aquí, que gira imperturbablemente alrededor del planeta, hay un hombre. Pero esto no tiene ninguna importancia. El hombre está muerto. Está muerto desde hace doscientos cincuenta o doscientos sesenta años; se ha deshecho dulcemente, vaciado, desecado sin corromperse en su escafandra casi perfectamente aséptica, en su habitáculo casi perfectamente estéril. Su piel, su carne, sus músculos, sus vísceras, esa masa gris y blanda que fue su cerebro, todo se ha fundido, se ha convertido en polvo, y el polvo ha caído dentro del forro de neopreno; ahora descansa en el fondo de las botas. En el hemisferio del casco con la visera levantada, el hombre, el esqueleto de hombre, ríe dolorosamente. Y cuando, obedeciendo a las rigurosas fantasías de la órbita del NAOS, el sol brilla a través de la escotilla de estribor, se refleja en el retrovisor y viene a iluminar el hueco del casco, los dientes brillan fugazmente y toman el color dorado del marfil viejo. Quizás entonces, hay como una sombra de ironía en esta risa, testimonio de los sueños del esqueleto.
Pero ¿sueñan los esqueletos?
El navío extranjero se ha ido como llegó, impalpable, inalcanzable, como un cilindro negro en la negrura del espacio. Y sólo queda un viejísimo cadáver mudo, prisionero en su ataúd cromado que gira alrededor de un viejísimo planeta mudo.
El sol inmóvil cae. Sólo el viento murmurador hace estremecerse las hierbas y las hojas, al fondo del valle que se abre como para acogerlo. En medio del valle, mantel verde como un mar rizado, la cabaña de madera tosca rompe el soplo irregular del viento, y su fachada con dos ventanas abiertas luce, anaranjada, bajo la caricia del astro que se eclipsa. Tendido en el umbral, un gran perro pastor duerme, sueña quizás, y sus mandíbulas se cierran a veces sobre presas imaginarias.
Criiic… Criiic… Criiic
, hacen las bellotas al abrirse bajo los dientes de la ardilla sentada en el alféizar de la ventana. En la única pieza de la cabaña, sobre el lecho largo y bajo junto al muro opuesto a la fachada, un hombre y una mujer duermen enlazados.
Bziii… Bziii… Bziii…
hacen las largas patas de las langostas o de los grillos frotando cadenciosamente sus élitros entre las hierbas del valle. Una pareja de gamos pasa, no lejos de la cabaña, con sus pezuñas afelpadas.
Graeueueuh
hace el rugido del lince oculto en las colinas que cierran el valle. El hombre y la mujer enlazados, desnudos bajo una simple colcha, no se estremecen ni siquiera cuando una corneja viene a rozar con su ala negra el techo de la cabaña, lanzando un doble graznido plañidero. El sol es una bola roja que palpita en el horizonte y viene a rozar con su lengua ardiente el lecho; lame las mejillas y la frente de los durmientes, haciéndoles parecer disfrazados de pinturas guerreras o devorados por una fiebre maligna. Pero no se mueven, no respiran sus narices ni circula sangre en sus venas, y sus costados tienen la inmovilidad del mármol. Tres gatos parecidos de pelaje y de tamaño vagabundean por la habitación, yendo y viniendo interminablemente entre la mesa y el lecho. Fuera, el rápido galope de tres caballos se acerca, se aleja, se extingue del todo. Más arriba, en las colinas, la garra aterciopelada de un oso pardo arranca miles de agujas del pino; el olor a resina es más fuerte que nunca en el aire sereno. Los dos durmientes de la cabaña no han despertado. No despertarán jamás, su sueño es definitivo, tiene la profundidad inmutable del sueño de los dioses.
Criiiic
. la ardilla ha roto su última bellota, olfatea el tibio aire de la tarde, lanza una última mirada a los yacentes, salta del alféizar de la ventana a la suave hierba del valle y corre hacia la cima de la colina más próxima. El navío extranjero se ha ido como llegó. Jamás el silencio de los espacios infinitos ha sido más pavoroso, ni la soledad helada del vacío tan absoluta.
JEAN-PIERRE ANDREVON, escritor de ciencia-ficción, nace en Francia el 19 de septiembre de 1937. Ha usado el pseudónimo de Alphonse Brutsche en sus novelas publicadas bajo la colección Fleuve Noir.
En 1969, escribió su primera novela, Les hommes-machines contre Gandahar.
En 1982, recibió un premio literario por La fée et le géomètre.
En 1983, Patrice Duvic realizó una antología de sus mejores textos, y ese mismo año publicó Le travail du Furet à l'intérieur du poulailler, considera su mejor novela y adaptada para la televisión en 1994.
En 1990, recibió de nuevo un premio literario por\1«\2»\3