Venían de muy lejos…
13/07/46 ? 47 ? 48…
Intenta concentrarse en su pupitre, su planisferio, sus visores, sus máquinas…
Pero es demasiado tarde: el nombre ha vuelto, con el calor que lo acompaña y el escalofrío insidioso que se insinúa en sus miembros, en su garganta, tan pronto como evoca, como pronuncia en el laberinto secreto de su cerebro: Vanessa.
—¿Me oyes, Giordano?
—¡Muy bien, Harold!
Pero no, no tan bien, pues casi enseguida grita:
—¿Qué…? ¡Repítelo otra vez!
—¡Alerta G!
Pasa a alerta G, es decir que pulsa sobre el teclado del computador la fórmula para el desenclavamiento de los misiles. Pequeñas luces verdes se encienden un poco en todas partes. El NAOS está listo para vomitar. Hecho esto, realizadas las maniobras y sólo entonces nota la tensión que crece en su interior, que le agarrota, sobre todo a nivel de los intestinos. Esta vez va de verdad. El gran juego.
—Dime, Harold, en nombre de Dios, ¿qué pasa?
—No se preocupe, comandante (¡Me trata de comandante!) La situación se ha complicado un poco aquí abajo y vale más estar preparados. Pero todo indica que se aclarará en cuestión de horas. ¿Sin novedad?
—Sin novedad…
Diciendo esto consulta con su pantalla radar en todas direcciones. Pero la cuadrícula sigue virgen de ecos sospechosos. Alrededor del NAOS el cielo aún está vacío. La voz sin rostro llamada Harold se aleja, se calla, prometiendo llamar cuando algo…
Quiere decir: cuando haya que lanzar el paquete.
Lanzar el paquete, esto hace pensar en la eyaculación. Levanta la cabeza para contemplar la
pin–up
desnuda clavada a la derecha del planisferio y que parece moverse cuando uno inclina la cabeza de un lado a otro. Es una de esas postales impropiamente llamadas holofotos, por la impresión de relieve que producen. Esta es una rubia estupenda con pechos como balones y muslos abiertos mostrando su guedeja tan reluciente como si se la hubiera cepillado.
Se llama Molly. Al menos, es el nombre escrito bajo la holofoto. Bob no sabe por qué cedió a la costumbre y clavó esa porquería en su habitáculo. Molly nunca se la ha puesto dura. Por otra parte, es muy difícil lograr eso cuando uno está embutido en una combinación espacial, a causa de este condenado tubo de desagüe que sujeta el glande: si el miembro empieza a' hincharse, lo pellizca horriblemente.
Pero Molly no era más que un pedazo de papel, una muñeca fofa, un estereotipo, como tantas otras chicas que ha tenido debajo. Vanessa…
No hay nada que decir sobre Vanessa. Es un pensamiento vagabundo, una quemadura secreta, un recuerdo desencarnado que no quiere desatarse de su carne, que habita en él, que le taladra, y vuelve a visitarle cuando menos se espera.
Vanessa está más allá de las palabras.
Fue hace tanto tiempo.
Era cuando lo de Ben, en la época en que… Pero ya no hay nada que decir de esa época, ni de Vanessa.
Suspira, bruscamente siente calor; le parece que va a dormirse. Reduce dos grados la temperatura de su combinación, aumenta un poco la presión del oxígeno.
El NAOS ruge sin ruido en el vacío, su vientre de metal parece rozar las algodonosas nubes de la naranja azul.
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra…
Un galope súbito le hizo detenerse. Se volvió. Tres caballos lanzados a una carrera furiosa se acercaban a contraluz, en un poderoso galope que el sol bajo, por el brillo loco que ponía en las crines, hacía más espectacular. Esperó, manos en la cintura, a que pasaran los corceles. Para su sorpresa, éstos se detuvieron al llegar cerca de él. Sonó un relincho solitario. Fue el macho quien lo lanzó, con la cabeza levantada y el morro fruncido. La yegua vino hacia él y, flanco contra flanco, las dos bestias resoplaron, mirándole de perfil con su ojo redondo.
El potrillo que les seguía continuaba brincando al trote ligero alrededor de sus padres, saltando ágilmente, coceando con sus cuatro cascos que no conocían el hierro. Luego se calmó y fue a husmear y mordisquear el flanco de su madre, que apoyó un momento su fina y larga cabeza sobre el cuello estremecido del joven. Eran tres hermosos animales de raza, alazanes los dos adultos, más claro el potrillo, manchado además con algunos toques blancos en la pechera.
Quiso acercarse a ellos, tocar su pelaje reluciente bajo el cual se adivinaban los fuertes músculos. Pero cuando se hallaba tan sólo a cuatro o cinco pasos de los animales, éstos se espantaron, reanudaron el trote y luego el galope. Los vio rodear la cabaña, pararse de nuevo, sin duda para beber en el arroyo que ahora las altas hierbas le ocultaban. La huida de los caballos —aunque huida no era la palabra adecuada— no fue un movimiento de miedo, ni tan sólo de desconfianza, al menos él lo entendió así; los tres animales habían querido manifestarle así su audacia, su espíritu de independencia; quizás otra vez le dejarían palmear sus grupas y quién sabe si montar el gran macho. Otra vez, sí. Aún era demasiado pronto, el mundo era demasiado nuevo.
Tiró el tallo, del que ya había exprimido todo su jugo, y eligió otro, verde y vigoroso, que no pudo cortar con los dedos. Al inclinarse para arrancarlo, vio un pequeño coleóptero negro que huía a toda velocidad por el suelo. Entre dos altos brotes coronados de flores violentas, una araña había tejido su tela geométrica; iluminados de frente por el sol dorado, los hilos brillaban como si fuese una red de platino fundida de una pieza sobre el verdor. Inclinándose hacia delante, de rodillas en la hierba, pudo ver a la tejedora esperando en un rincón de la tela; era una de esas grandes arañas de abdomen abultado, pardo claro con un dibujo simétrico de manchas blancas; cuatro de sus patas adelantadas al frente, las otras cuatro hacia atrás. La araña no se movía, ni tan sólo se sobresaltó al agitar ligeramente uno de los tallos que sostenían la tela. Diríase una partícula mineral, o un trozo de corteza llevada hasta allí por el viento e incrustada contra la redecilla radial.
Se incorporó. Hasta entonces nunca había visto una araña, o mejor dicho, no se había tomado el trabajo de observarla tan de cerca. Muy altos en el cielo, tres o cuatro vertiginosos puntos negros señalaban pájaros, cuervos o quizá rapaces cazando. Se dirigió de nuevo a la cabaña. A causa del sol bajo, su sombra se extendía ante él, inmensa, sobre la pradera luminosa. Algo saltó a su derecha, haciendo un surco en la hierba y ocultándose al refugio de su cobertura: un conejo salvaje sin duda, o una liebre. La pradera entera estaba viva. Cada uno de los seres que la componían existía en simbiosis con la totalidad de los demás. Las mariposas se encargaban de la polinización de las flores que saqueaban, pero eran también la presa preferida de las arañas. Otros mil insectos se entredevoraban en la jungla de hierbas, pero la muerte de unos significaba la vida de otros, y la muerte de todos aprovechaba a la pradera, que gracias a la acción de las bacterias biorreductoras del suelo, asimilaba el fósforo y el nitrógeno mineralizado de los pequeños cadáveres; alimentándose a su vez, crecía y daba alimento a los herbívoros: caballos, gamos, conejos, que a su vez eran perseguidos por los zorros, el lince y el oso de los bosques. El bosque ondulante de las colinas, que crecía sobre el humus que él mismo fabricaba con el depósito de sus hojas otoñales, formaba un biotipo también, recorrido por el viento portador de semillas, alimentado por las lluvias, respirando por fotosíntesis el carbono, que es la base de toda vida.
Y mientras caminaba a largos pasos hacia la cabaña, pensó que él también formaba parte de este ciclo ininterrumpido de vida abundante; cazaba (o cazaría) algunos animales para satisfacer su necesidad de proteínas, aunque sólo lo imprescindible para no destruir el frágil equilibrio del biotipo; cultivaba también (o cultivaría) algunos frutos, algunas legumbres, que ocuparían su lugar en el ciclo sin desorganizarlo, y él mismo devolvería a la tierra sus desechos orgánicos cotidianos hasta que, llegada la muerte, su cuerpo entero obedeciese al ciclo del carbono. Eso pensaba mientras hollaba la hierba tibia con sus pies desnudos, y esas reflexiones le llenaban de apacible alegría. El trueno estalló cuando sólo se hallaba a unos veinte pasos de la cabaña. Fue a la vez tan repentino y fugitivo que no estuvo seguro de haber oído un ruido real; en un rincón de su sensibilidad auditiva, adormecida por el canto de la pradera, sonó como un gruñido sordo y lejano de nubes entrechocadas. Pero Su conciencia no había registrado el ruido con suficiente atención para conseguir identificarlo. Pensó: «un trueno», simplemente por reflejo adquirido, pero la limpidez del cielo, que ninguna nube alteraba, demostraba claramente lo ilógico de su suposición. Pronto dejó de preocuparle el caso aunque, mientras avanzaba algunos pasos, sintió el cuerpo recorrido por desagradables estremecimientos. Era tan sólo una sensación tenue, en el umbral de la percepción, pero este ligero estremecimiento de su piel y el escalofrío estaban en total desacuerdo con la dulce plenitud en cuyo seno se movía, por lo que las sombras agitaron todavía un instante la superficie de sus vagos pensamientos.
Pero cuando vio recortada en la puerta abierta de la cabaña la silueta iluminada de lleno por la luz anaranjada del sol poniente, las sombras se borraron de su espíritu aún más pronto que la inquietud consecutiva al trueno que le sorprendió. Sólo estaba a diez o doce pasos de la casa de madera cuando la aparición se precisó en el rectángulo oscuro de la puerta, justo debajo del porche. Su corazón se puso a latir locamente en su pecho, la sangre corrió con más rapidez en sus arterias. La emoción le sumergía con sus reacciones fisiológicas involuntarias. La emoción, es decir, la alegría en estado bruto. Echó a correr. Un perro fue a su encuentro, sus ladridos rompieron el aire mientras saltaba a su alrededor intentando morder los bajos de su pantalón. Pero no le importó. Corría. En seguida estuvo cerca de ella, ante ella. No tuvo que correr mucho y pronto estuvo al lado de ella para tocarla. La tocó. Estaba sofocado, muy sofocado y su corazón golpeaba tan fuerte bajo sus costillas, que de momento no pudo decir nada. Y de haber dicho algo, habría sido sólo una frase vulgar, o menos que una frase, dos palabras: ¿Eres tú?, o tan sólo una palabra: Tú. Pero tocarla como lo hacía, con la punta de los dedos y el brazo alargado, la punta de sus dedos en la mejilla de ella, esto le bastaba, concentraba toda su energía, agotaba toda su capacidad de felicidad. Y además, no era necesario decir: ¿Eres tú? Desde luego era ella. Y era normal que ella estuviera esperándole. ¿No la había dejado unos instantes para dar su paseo por la pendiente de la colina? Por un momento, un pequeño instante, un segundo, o quizá menos, tuvo la impresión desoladora de que era incapaz de responder a estas preguntas tan sencillas, y que no podría decir cuándo ni dónde, pero la impresión se desvaneció antes de llegar a ser formulada claramente en su espíritu. Al contrario, la ola de ternura y de amor que lo invadía le cantaba un estribillo tranquilizador: se encontraban desde siempre, y siempre sería la primera vez. Su índice dibujó la curva de la mejilla, se detuvo en la comisura de la boca; ella volvió un poco el rostro, tomando su dedo entre los dientes, lo mordisqueó, mojándolo de saliva, haciéndolo rodar entre sus incisivos y caninos. El se acercó medio paso, estaba ahora verdaderamente cerca de ella, podía notar el perfume dorado de su piel, los senos desnudos bajo la tela de algodón crudo casi rozaban su pecho. Hundió su mirada en la fuente de los ojos claros, liberó su dedo de la boca que lo sujetaba y pasó toda la palma de su mano sobre la carne dulce y tibia del mentón, del cuello, del hombro. Ella sonrió, sus dientes muy blancos y algo irregulares brillaban entre sus rosados labios. El se acercó todavía más, esta vez se hallaba verdaderamente contra ella, piel a piel, vestido a vestido, y sentía sus muslos firmes contra los suyos, y los senos erguidos se aplastaron sobre su pecho. El gran perro cesó en sus correrías para sentarse cerca de ellos, con la bocaza abierta y la roja lengua colgando fuera de sus colmillos, mientras les miraba con sus ojos moteados de pardo y oro fundido. Apoyó su cabeza contra la cara de ella, la incrustó entre el cuello y el hombro, saciándose del olor de aquella carne tostada por el sol. Empezó a dejar resbalar sus manos planas a lo largo de la espalda, a pasarlas sobre el cuerpo, lentamente, como la nieve que se funde sobre la roca tibia de primavera. Su cabeza pasó sobre los senos temblones, llegó al vientre, se detuvo en la pelvis, sobre el tejido recio de los pantalones vaqueros. Ahora se hallaba de rodillas ante ella, sus manos rodeaban las nalgas y su cara quiso cavar un nicho entre sus muslos, con la boca abierta a la altura del sexo, la nariz aplastada sobre el hueso del pubis. Permaneció mucho tiempo así, sin pensar, pero extático de felicidad y como sin fuerzas. Luego ella le levantó dulcemente y rodeándole la cintura le hizo entrar en la cabaña.
Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban…
15/18/27 ? 28/29…
Está sobre el norte de Francia cuando la voz de Vandenberg, transmitida por el complejo MPSS (en su jerga:
Multi Parpóse Sateüite System
), crepita en sus auriculares. Esta vez ya es la alarma general. Por lo visto los Iván han dado treinta minutos a los Estados Unidos para congelar la ronda de los NAOS. Los treinta minutos han transcurrido. La voz comunica al comandante Giordano que doce ABM rusos han sido lanzados contra él desde la base de Kanin:
—Los recibirás dentro de tres minutos cuarenta y siete segundos. Te van a pegar duro. ¡Agárrate bien, Giordano! Te necesitamos. Desde aquí no podemos hacer nada, pero.
Ha comprendido. Debe espabilarse solo. Consulta su pantalla de radar, donde acaba de aparecer una mancha blanquecina: los cohetes soviéticos suben en haz a su encuentro. (3 ? 31") ya no siente ninguna impresión en especial. Su cabeza está fría, sus tripas no están agarrotadas. En el momento de la acción, se ha convertido en una máquina sin autonomía, que funciona según lo programado (3 ? 7"). Se alejará de su órbita en el último instante para engañar a los ABM rojos que se desviarán hacia los señuelos y le olvidarán. Quizá… (2 ? 28"). La mancha blanca se ha fragmentado en un semillero de lúnulas de contorno desvaído (2 ? 1"). Ahora ya puede contarlos. Son doce, se dirigen sin desviarse un ápice hacia la gran mancha central de la pantalla que refleja la posición del
Norbert Weinberg
(1 ? 16"), (0 ? 57"), (0 ? 39"), (0 ? 28"), (0 ? 20"). ¡Ahora! El keroseno y el oxígeno líquido rugen en los costados del NAOS que acelera de modo fulgurante y se desvía de su órbita. Bob se ahoga, su corazón se vacía de sangre, sus visceras parecen reventar en su vientre comprimido. ¡18 G durante doce segundos! Luego los deflectores frontales y de estribor entran en acción y el NAOS decelera regresando a su andadura, mientras que atrás, lejos, o más cerca, cómo saberlo en el espacio, las bolas de fuego blanco cegadoras sacuden fugazmente el negro vinagre del espacio. ¡Lo he conseguido! No, no del todo: los señuelos han sido pulverizados, pero todavía quedan tres ABM que se le pegan al culo. Los ve avanzar hacia el centro de su pantalla, y las tres pequeñas lunas blancas parecen fundirse con la señal del NAOS cuando lanza sus propios ABM. Esta vez la luz blanca le rodea, hace centellear de manera insoportable los cromados de su habitáculo. Cierra los ojos.
Claclaclaclac
. Se diría que graniza a su alrededor. Son las partículas ionizadas desprendidas por la explosión de las cargas nucleares que bombardean su cápsula, y que se materializan en el rabioso crepitar del contador de radiaciones. Contempla impasible la aguja que no cesa de girar en la caja: 22 ? 23 ? 24–llega al rojo–26 ? 27–se estabiliza en el 28. Ha recibido 28 REM. La radiactividad normal calculada para una estancia de dos semanas en el espacio es de 1,3 a 1,4 REM. La dosis máxima admisible en una sola exposición es de 25 REM.