Repetí diez veces esta llamada, probando sobre las tres frecuencias que utilizaba nuestro navío. Una sensación de irrealidad me asaltó. Parecía increíble que estuviera llamando a un navío humano por medio de una vulgar radio de servicio. Increíble que una joven como la que había soñado desde la muerte de Lia estuviese a mi lado, ocupada en quitarme la combinación para secarla. El mundo subterráneo sí conservaba para mí su realidad. Me pareció que había vivido allí siempre y que lo demás había sido un sueño.
—Olmar… Del navío
El Previsor
. ¡Santo Dios, Philippe! ¿Me oyes?
—¡Vbur! ¡A toda potencia, amigo! ¿Conque todavía estáis aquí?
—¡Todo el tiempo! ¡Se prepara un motín! ¡No tendremos reservas suficientes para regresar al planeta madre!
—¿Dónde estáis? Dame vuestra posición.
Así pues, no lo había soñado… Después de regular mi emisor para que enviase su señal al satélite que a la llegada habíamos situado en órbita estacionaria sobre aquel conjunto de islas del hemisferio Norte, dirigí una sonrisa a Miére. ¡Cómo se sorprendió Vbur, cuando le expliqué que no venía solo, sino en compañía de una muchacha autóctona! Todo era maravilloso.
Una prueba viva y con ella, ¿qué más podían necesitar mis conciudadanos para creer en mí?
Sin duda sería necesaria otra expedición. No se podía disponer que se quedase un grupo en aquel lugar, aunque fuese bajo mi dirección, pues, ¿quién sabía si los «hombres de abajo» no se decidirían a intentar una acción ofensiva?
Pero volveríamos con material más perfeccionado y sobre todo con medios más poderosos. Una gran astronave, sin duda de la clase de los cruceros de línea. O muchas, ¿por qué no? ¡La flota bien podía ocuparse de aquella exploración! ¿No fueron «fragatas», naves de altura pero guerreras, las que según las leyendas exploraron las tierras emergidas del planeta primordial?
—Los hombres que vendrán a recogernos hablan otra lengua que no es la tuya —dije a mi joven amiga—. Pero no tengas miedo; yo traduciré tus palabras para ellos…
—¿Otra lengua? ¿Cómo puede existir una lengua que no se entienda?
—Ya lo verás, lo verás… Mientras tanto, confía en mí, querida, ¿quieres? —le sonreí.
—Seguro, Philippe. ¡Me has demostrado la veracidad de tus profecías!
Ella también sonreía; su mirada enfebrecida, maravillada, expresaba su fe hacia mí. Con la alegría por recobrar la libertad y la seguridad en mí mismo, ¿cómo iba a recelar nada?
Aire estrujado como un viejo papel del que nos desembarazamos, zumbido de insecto aumentado a la décima potencia en cuanto a volumen sonoro, el ligero helicóptero se posó suavemente, ante los ojos maravillados de mi compañera y mi mirada alegre, acompañada de toda una serie de gestos de bienvenida que no pude dejar de dirigir a sus ocupantes.
Mejor dicho, su ocupante. Era un aparato de modelo ligero, un tres plazas. Y como nosotros éramos dos para regresar a la base… Me abalancé para estrechar entre mis brazos a mi camarada y salvador.
Un empujón me lanzó rudamente al suelo. La parte trasera del cráneo se golpeó contra el bordillo de roca lisa y fundida de una sola pieza, aparentemente inalterable. Recibí un buen mamporro, como dicen nuestros navegantes. Me levanté con la vista nublada, como en sueños.
Realmente se trataba de una pesadilla. Me vi en pie, titubeante, la silueta enfundada en su combinación con casco estaba inclinada, minuciosamente ocupada en hacer desaparecer con su desintegrador pesado los restos calcinados de Miére. Desesperado, avancé un poco, y entonces pude oír lo que decía aquella cabeza hundida entre los hombros:
—¡No queda nada! ¡Ni una sola prueba! Ningún «terrestre» originario… ¡Nada! ¡Nada apoyará ya tu tesis, la «unidad de cultura» que defiendes, demonio! ¡No deshonrarás nuestra patria!…
Por fin pude arrancar el casco del asesino y conseguí derribarle. En mi delirio alucinado, consecuencia del golpe recibido en mi occipucio, crecía un gran fuego rojo y desesperado; el odio asesino duplicaba mis fuerzas físicas. El arma voló lejos, rota como una caña por mi puño de acero. Un rostro se congestionaba ante mis ojos: el del traidor, el abominable esbirro de las sucias intrigas Bien, el jefe militar de nuestra expedición, Martson.
Lo estrangulé lenta y obstinadamente. Ninguna fuerza humana hubiera conseguido impedirlo.
Nada me falta añadir al final de este relato que se me ha autorizado a incluir en mi expediente. El resto es conocido de todos.
Vbur no me creyó. Nadie me creyó. En cuanto a las huellas del disparo efectuado por el comandante, se interpretaron como un incidente fortuito durante nuestra lucha.
Al parecer, mi odio hacia los Bien era bien conocido de todos.
Los motivos científicos que me impulsaban a buscar un mítico origen común de todas las razas humanas se atribuyeron a mi pasión política: la de construir una Federación dominada por las naciones extranjeras.
Vbur también era Bien; aun siendo amigo mío, su propia pasión le cegó.
Asesiné al comandante; es un hecho que confieso.
Se afirma que he inventado lo de mi compañera, lo mismo que la existencia de otros terrestres, personajes que sólo aparecen brevemente en mi relato, y que fueron destruidos por mí enseguida. Incluso el film tomado por mí en la cúpula de la «sombrilla», en el que aparecía el tubo alimentador en pleno funcionamiento, debería bastar como demostración, creo yo.
Mi dominio de las técnicas de combate cuerpo a cuerpo son también, a lo que parece, un indicio abrumador de mis tendencias íntimas.
Han sido «humanos» conmigo al declararme irresponsable.
La mayoría de la tripulación quería lincharme allí mismo.
El capitán Vbur, impasible, me salvó la vida.
Ningún navío regresará jamás al tercer planeta de aquel lejano sistema, al borde de la galaxia.
En cuanto a mí, he elegido vivir hasta terminar la redacción de esta crónica. Algún día caerá en manos de alguien, cuando los acontecimientos actuales estén olvidados y sean ya historia antigua.
Quizá las «sombrillas» seguirán asegurando la supervivencia de los terrestres en el subsuelo del planeta. Que los hombres emprendan entonces su exploración siguiendo el camino fortuitamente utilizado por mí.
Miére muerta, asesinada por los Bien lo mismo que mi amada Lia y por la misma causa. Yo no viviré mucho tiempo. Mientras tanto, mi patria se cubre de infamia con la agresión al sistema de Cyta IV.
Afortunadamente, he conseguido veneno.
Daniel Walther
—No hay duda, señor. Con toda seguridad es la Tierra. Control positivo. Vamos a grabar las llamadas y las respuestas, si procede.
—De acuerdo. Pasad a vuelo orbital al término del período.
—A sus órdenes, señor.
Bajo el vientre del
Megasol
, la bola azul y verde adornada con estelas de vapor; antiguamente llamada Tierra. En el ecuador, cuarenta mil kilómetros y grandes polvaredas; achatamiento muy débil en los polos; población (?) siete mil millones de individuos varones, hembras y hermafroditas.
El
Megasol
9, navío superlumínico de prospección, había navegado durante más de doscientos superperíodos por el espacio interestelar en una misión de simple búsqueda, compuesta de controles rutinarios. Su tripulación, elegida al azar (?), estaba compuesta por diecinueve hombres, diecisiete mujeres, ochenta y nueve androides de ambos sexos, así como por una variada gama de computadores perfeccionados.
En aquellos momentos el
Megasol
pasaba por el punto de control
T4
. Era una zona poco frecuentada del espacio, en la Vía Láctea, donde se hallaba un planeta de despreciables dimensiones llamado Terra, que según algunos era la cuna (entiéndase: el mundo de origen) de la raza prehumana mixta.
El comandante de primera Leo Zagradinsk estaba fumando un cigarrillo de Lé, con la mirada fija en el cuadro receptor
la
.
No era muy amigo de escalas técnicas durante los regresos hacia Comu (en la galaxia
M4
), donde le esperaban sus libros–parlantes y las caricias de su mujer–amor. Su mujer–amor sabía hacer absolutamente todas las cosas eruditamente descritas en la edición corregida y aumentada de la
Erotografía
de Lob el Xantiano. Su generosa mujer–amor sabía realmente hacerlo todo; y Zagradinsk tenía la neta impresión de que no tardaría en sufrir una crisis de depresión nerviosa al pensar que sabiéndolo hacer todo, la tenía a tantos años luz, como agujeros negros.
Incluso en el camino habían encontrado tres tripulaciones Lems, pero, como solía ocurrir, algunos desconocidos plenipotenciarios habían firmado un fantasma de tratado, por lo que no llegaron a las manos; lo cual, tratándose de unos Lems, era una manera de hablar.
Leo pulsó un botón rosa y la estúpida voz recitó de nuevo las instrucciones: «…absolutamente imposible que dicho planeta Terra… completamente deshabitado… verosímilmente por muy rápida decadencia… guerras tribales… calculada entonces en siete mil millones de habitantes… saber si siempre… trazas de civilización inteligente del tipo
A/3…
orden terminante de no intervenir en los asuntos de los autóctonos…»
Mujer–amor… Hace un calor terrible y tengo ganas de quitarme toda la ropa. Qué me importa a mí su civilización, decadente o no. Tienes nalgas como frutos de zani, senos como…
«…inmediatamente después de esta… volveréis en vuelo…»
Pequeñas lágrimas abrasadoras y muy saladas empezaron a manar del borde de sus párpados: mujer–amor, tú lo haces como en los libros, y unos instantes después vienen a interrumpirte en mitad de un tremendo orgasmo para anunciarte la sorprendente noticia: No hay trazas de vida inteligente en el planeta madre. La naturaleza (según la frase usual) había reclamado sus derechos:
«Las psicosondas son concluyentes: no existe la menor emanación de pulsiones mentales/intelectuales del tipo
A/3
o siguientes. En cambio, hemos descubierto la presencia de una fauna y una flora de extraordinaria riqueza…»
A Leo le importaba un comino el destino del planeta Terra. Millares de mundos perecían cada vez que los dioses locos, sembradores del universo, bostezaban de aburrimiento en la fosa oscura del cosmos. Y además, no eran maneras de arrancarle a sus pasatiempos eróticos, aunque fuesen imaginarios…
Del costado del
Megasol
se desprendió un objeto pequeño y brillante. Una gota de fuego proyectada hacia la noche.
—Un bonito planeta —murmuró el oficial de tercera Jon Claasen, mientras el módulo de superficie trazaba una graciosa espiral.
Sus tres compañeros desdeñaron todo comentario. Habían cerrado los ojos y pensaban en sus cosas.
—Siete mil millones de habitantes desaparecidos —continuó Claasen su monólogo—, convertidos en humo. Un simple soplo en las fauces de la eternidad…
Ya que estamos en ello, presentemos a los cuatro personajes de esta historia:
El oficial de tercera, Jon Claasen (delgado, esquizoide y sentimental).
El pañolero de segunda clase, Yen Ariz (músculo–lumbar, quizá paranoico).
El guardia Siran Chadif (estatura mediana, mirada acariciante, leve tendencia a la agorafobia).
El guardia Jason Bern (cuatro condecoraciones, corpulento, sin señas particulares).
El módulo penetró en la atmósfera de Terra y descendió ligero hacia un continente adamascado por la niebla. Yen Ariz se agitó en su asiento:
—Habría preferido que nos abstuviéramos de entrar. Estos cambios de programa a última hora, estas misiones ridículas, me ponen nervioso. Uno de estos días los Lems nos darán caza, ¡y no nos bastarán dos ojos para llorar!
—Cierra el pico —dijo Claasen—. ¡Estás pensando en voz alta!
El módulo parecía colgado de las nubes por invisibles hilos de rocío.
—¡Mierda! Nos va a costar un retraso considerable —gruñó Yen—, y cuando por fin estemos de regreso en Comu no nos dejarán tiempo ni para respirar…
Mientras tanto, sobrevolaban casi rozando las cimas de una cadena de montañas festoneadas de nieve, almenadas de manchas de cielo azul.
—Esto es terriblemente exótico —ironizó Jason Bern agitando suavemente una de sus manazas, adornada con una piedra–cantante que sin duda habría robado a un joyero de Vanessa.
Pero el oficial le lanzó una mirada venenosa y se calló.
De una plataforma rocosa salió volando un pájaro, batiendo poderosa y majestuosamente sus alas: era un cóndor, un animal sagrado mensajero de los dioses, pero los tres hombres acurrucados en el módulo no lo sabían. Sólo Claasen, instintivamente, siguió con los ojos este hermoso símbolo viviente que ya se inscribía como un acento circunflejo invertido en las lejanías del indiferente azur.
Posteriormente planearon sobre selvas devoradoras, parecidas a monstruos insaciables: oleadas ininterrumpidas de árboles, altas marejadas de hojas trenzadas, toneladas de lianas, cataratas vegetales.
(Yen cerró los ojos: bajo sus párpados desfilaban interminablemente imágenes fantasmales, en una sinfonía «decadente», perversa. Cuerpos torturados, empalados, imploraban en vano la muerte. Adoptaban posturas horribles, innobles, obscenas, se retorcían en una agonía de insectos atravesados por agujas de entomólogos dementes).
Siran Chadif declaró con voz apagada:
—¿Por qué no han confiado esta misión a un equipo de androides? Lo habrían hecho tan bien como nosotros; quizá mejor.
Luego, en una brecha del caos esmeraldino descubrieron algo que parecía una ciudad. Su extrarradio, sus arrabales, aparecían roídos por el monstruo verde, semidevorados por miríadas de avanzadillas vegetales, recubiertos por las vanguardias de asalto de la selva.
El servo–piloto inició el descenso.
Siran sintió que una bestezuela maligna le roía el ombligo. ¡Ah!, aquella sensación desoladora: siempre igual. Mientras se veía dentro del protector capullo que era el viejo
Megasol
, se encontraba bien, como en casa. Allí estaban las mujeres, los leales androides, la rutina, el servicio, las crisis de cólera y de autoridad del comandante Zagradinsk… Llegaba a olvidar que pese a sus dimensiones, la astronave era tan sólo una lágrima de fuego derivando científicamente a través del espacio sin límites. Pero cada vez que se trataba de echar pie a un mundo desconocido y se abría ante él la inmensidad de los paisajes —cuando el zumbido sedoso, las blandas trepidaciones de las máquinas del navío eran reemplazadas por los cien mil ruidos y rumores extraños de la vastedad que los envolvía— tenía la impresión de ser un náufrago sobre un minúsculo islote volcánico, en medio de un océano agitado. Entonces añoraba desesperadamente una cáscara de metal donde encerrarse, donde dormir con un sueño libre de pesadillas. Ni siquiera las frecuentes inhalaciones de vizz le proporcionaban el consuelo tan ardientemente deseado. («Soy un enfermo en un universo enfermo»).