Retorno a la Tierra (15 page)

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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Retorno a la Tierra
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Jason Bern, indiferente, jugaba con su anillo. Hundió el mentón en la grasa de su cuello de toro. «Aquí o allí, nada que tenga sentido…» No había tenido suerte al ser escogido por el computador, en vez de quedarse pasando el rato en compañía de Leyla Sands (una graciosa y linda gorda), que dominaba toda una serie de especialidades eróticas de su exclusiva invención. «Tanto peor, ya nos desquitaremos».

El módulo aterrizó sin el menor fallo sobre una inmensa plaza, en el centro de la ciudad. Un minuto más tarde, los cuatro hombres posaban un pie titubeante sobre el suelo del planeta madre. (Siran luchaba contra violentas náuseas; intentaba vanamente darse ánimos imaginando las delicias que le esperaban a su regreso al seno materno de la astronave).

Comprobaron que el sol se hallaba casi en el cénit, sobre sus cabezas, y que hacía mucho calor. El silencio que reinaba en la ciudad poseía consistencia material: uno se sentía enredado como dentro de una telaraña…

Claasen envió un mensaje de rutina al comandante Zagradinsk. Fue su asistente androide quien respondió; el comandante estaba ocupado. Claasen se encogió de hombros, pues poco le costaba imaginar a qué género de ocupaciones se entregaba su superior.

Aquella ciudad no se parecía en absoluto a las ciudades de Comu. No se encontraban las sutiles disposiciones de cintas aéreas y niveles móviles, ni los arabescos arquitectónicos entrelazados hasta alturas vertiginosas. Faltaban aquí las elegantes estructuras como prendidas con alfileres en el aire mediante los rayos–fuerza, así como las casas de cristal, los jardines flotantes, las finas rejillas filtrantes del viento, los espejos–prisma que coloreaban la luz diurna de matices cambiantes sin cesar… Pero esto no molestaba a Jon Claasen: no le gustaban demasiado las ciudades de Comu.

Era una aglomeración barroca. Sí, una ciudad construida en planta, como a ras de suelo, con altas torres de vigía aquí y allá, que asomaban a las plazas la mirada tuerta de sus vidrios rotos, con la pequeña felicidad de largas avenidas bordeadas de incongruencias geométricas, de estatuas extravagantes y delgaduchas representando tristes ejemplares de humanidad. Por el cielo, donde el sol implacable parecía hincharse como un odre de veneno, revoloteaban bandadas de pájaros vocingleros.

Los humanoides petrificados, estilizados, parecían recortados de gigantescas placas de acero; se alzaban como símbolos de humo, virutas de ausencia, ingeniándose quizás en evocar antiguos fantasmas. Sobre vastas llanuras de agua, que poco a poco se habían convertido en lujuriantes ciénagas, florecía con vehemencia la jungla ponzoñosa. En la boca abierta de los cálices putrescentes, entre las turgescencias de los falos vegetales, al ritmo milenario del gran coito silencioso, se extendía triunfalmente toda la podredumbre del mundo. El aire se abrasaba con una fetidez que lo dominaba todo.

Siran se apoyó pesadamente en la espalda de Bern, que gimió como arrancado a un sueño particularmente agradable:

—¡Déjame en paz!… ¡No puedo más, estoy enfermo!

Yen veía soles y miembros descuartizados; hormigueos de rostros torturados…

—Debemos alejarnos del sol —declaró Claasen—. ¡Es mortal!

Ante ellos se abría una avenida flanqueada por grandes edificios de una semejanza monótona. Cuchilladas de luz tallaban reflejos amarillos en las fachadas…

¡Grandes cuchilladas en las fachadas ciegas,

estallidos solares,

este calor intolerable,

esta fetidez de cloaca,

estas puertas entreabiertas al vacío!

Los demás se habían adelantado. Caminaban pesadamente, como si se hubiesen abatido bestias invisibles sobre sus espaldas. Si el calor era más soportable a la sombra de las casas silenciosas, en cambio reinaba un pegajoso tufo de invernadero. Por doquier se establecía el absolutismo de una podredumbre irreversible: la gangrena se había apoderado del vientre del mundo. ¡Oh viejo planeta madre! ¿De qué fantasmas eres tú mendigo? ¡Jodidosmildioses! ¡Jodidaviejacosa! Una mano gigantesca disecaba a pequeños navajazos el cadáver de la Tierra.

Los demás se habían adelantado un poco a Yen. Se retorcían en el claroscuro de la avenida como gusanos de insoportable fealdad /¡De insoportable fealdad!

Un pequeño animal saltó de un agujero oscuro y Yen se sobresaltó violentamente. Sin duda una de sus alucinaciones, una de sus innumerables pesadillas en vela que surgían sin cesar de las profundidades inagotables de su subconsciente…

Grandes cuchilladas en las fachadas ciegas,

estallidos solares,

este…

(echó mano a su desintegrador):

—No hagas eso —dijo el animalito en tono amable—. De qué te serviría. Además, no muerdo a extranjeros. Sería un acto estúpido: tengo tan pocas oportunidades de hablar con seres inteligentes.

Semicegado por el sudor que le fluía sobre los ojos, Ariz intentó fijar su atención en el pequeño fantasma blanco que terminaba de sentarse sobre sus ancas en medio de la avenida. Rebuscando en sus recuerdos, llegó a la conclusión de que se trataba de un perro. Uno de esos animales domésticos que los terrestres tenían en sus casas y que les proporcionaban, aparte de un afecto servil, toda clase de enfermedades infecciosas. Instintivamente dio un paso atrás:

—¿De dónde venís así, y en tan extraña procesión? —preguntó el perro.

Yen intentó recordar si aquellos animales domésticos poseían el don de la palabra.

—El antropomorfismo es cosa deplorable —dijo el pequeño animal con voz sentenciosa—; es un mal incurable… Pero no has contestado a mi pregunta. ¿De dónde venís así tú y tus tres compañeros?

Yen transpiraba abundantemente y en su boca temblorosa se cuajaba una especie de pasta indigesta: jamás ninguna de sus pesadillas había manifestado tanta vitalidad, tal «persistencia». Guardó su desintegrador y respondió a la pregunta del perrito blanco.

—¡Venimos del espacio!

—Pero ¿de dónde? —preguntó el perrito blanco.

—De un planeta llamado Comu.

—Bien, eso me basta. De todos modos, voy a daros un buen consejo: Largaos, ¡largaos tan pronto como podáis!

Y a su vez se esfumó tan raudo que Yen apenas tuvo tiempo de verlo desaparecer.

Era negra noche en e1 subterráneo, pero las tinieblas estaban como iluminadas por los bostezos burlones de más de un millar de perros de piel rutilante: giraban bajo las bóvedas de piedra, abrían sus fauces, se burlaban con sus millares de mandíbulas, lanzaban millares de miradas fosforescentes. Ladraban poemas delirantes glorificando el antropomorfismo; aullaban carcajadas punzantes como cuchillos de sílex, hasta que una mano humana los mandó dando tumbos hacia las profundidades de la cripta.

—¡Ariz! ¡Ariz!

En alguna parte alguien gritaba su nombre: ¡Ariz!

—¡Yen! ¡Despierta!

Abrió los ojos para ver la faz preocupada del oficial de tercera Jon Claasen.

—Os ordené terminantemente que no os quedarais al sol. ¿Es que siempre has de andar despistado, Yen?

—¿Dónde se fue? —preguntó.

—¿A quién te refieres?

—¡Al perrito blanco, hombre!

Claasen sacudió la cabeza con aire apenado:

—No había nada, nadie… ¡Es el sol!

Ariz se incorporó, pero cuando iba a gritar algo teatral como: «Ese animal existe, lo sé; acabo de hablar con él», sorprendió la mirada burlona de Jason Bern fija en él. Tragó saliva:

—Bueno, bueno. Quizá me haya quedado demasiado rato expuesto al sol.

Poco más tarde reemprendieron la marcha. Claasen llamó al navío y transmitió un breve parte. Yen se inclinó hacia Siran.

—Vamos a ver, tú que todo lo sabes. ¿Verdad que los perros son capaces de mantener una conversación?

Siran se burló.

—¡Ya veo que no soy el único que patina aquí!

Sobre extrañas pasarelas franquearon arroyos pútridos que despedían miasmas pestilentes; se extraviaron en subterráneos de temible silencio; visitaron edificios desolados que parecían albergar impalpables ejércitos de fantasmas (se sobresaltaron sin motivo y dispararon sus armas contra las sombras); resbalaron asqueados sobre tapices de sabandijas; y entonces soñaron como si temieran ahogarse en los pantanos de piedra semilíquida de las ciudades fraternas (?) de Comu.

—Esto no hay quien lo entienda —murmuró Claasen—. Aquí todo es tan horrible…

(Aquella no era la primera ciudad muerta que hallaban en la ruta de las estrellas; eso era lo de menos. Pero nunca habían respirado un aire tan saturado de angustia. Y Yen recordó las palabras del perrito blanco: «El antropomorfismo es un mal incurable…»)

Se detuvieron en una plaza donde parpadeaban luces de una melancólica fealdad; en alguna parte, en las entrañas de la ciudad, implacables centrales de energía continuaban alimentando sueños inútiles, ilusiones malsanas e irrisorias: barstriptease barstript e ase… cInErAmA…

Bern se echó a reír:

—¡Tendríamos que ir a ver esto!

Y antes de que los demás salieran de su sorpresa, el corpulento Bern echó a correr con velocidad insospechada hacia los frisos policromos y los bajorrelieves luminosos que inscribían en la noche obscenas invitaciones en una jerigonza desaparecida.

De momento quedaron paralizados —como marionetas a las que se ha cortado de improviso los hilos— viendo que Bern se alejaba hacia un barullo de imágenes y penumbra. Algunos jirones de tiempo murieron con dolorosa lentitud.

Claasen estaba furioso:

—¡Y que esto nos pase ahora! Precisamente cuando iba a dar la orden de regreso!

(Las órdenes eran tajantes: prohibido quedarse en ninguna ciudad después de caer la noche. Y en estas malditas latitudes anochecía rápidamente).

La oscuridad se apoderó de los edificios de piedra, metal y vidrios rotos, cayendo sobre la plaza como un murciélago gigante abatido en pleno vuelo. Del fondo del horizonte brotaron siniestros jirones de nubes sulfúreas, y un viento húmedo empezó a agitar la atmósfera sumergiendo la ciudad bajo una nueva ola de fetidez recogida al paso por las lindes de la jungla devoradora. Sus fosas nasales palpitaron con repugnancia y sus bocas se llenaron de un hedor dulzón, a descomposición vegetal.

Siran eructó con estrépito…

Tras algunos segundos de parálisis que les parecieron interminables, y como dolorosamente arrancados a la indiferencia de la noche eterna, echaron a correr como a un signo convenido y sin que Claasen diera la orden. Allá abajo hubo una oleada de color, una puerta se abrió, se cerró, y no vieron más a Jason Bern tragado por la fachada eléctrica:

S

BAR T

BAR CI

I N

PTEASE

R

AMA

Jon Claasen, Yen Ariz, Siran Chadif lanzaron simultáneamente un aullido de despecho. Se abalanzaron contra la puerta del bar de la misma manera estúpida que los insectos cuando se precipitan sobre el papel atrapamoscas. Tras ellos se cerraron los batientes y se vieron en un corredor oscuro en cuyo fondo brillaba una sola lamparilla azul.

Una voz gangosa de inflexiones primitivas se puso a desgranar una melopeya cuyas palabras les parecieron impregnadas de una intolerable vulgaridad. Al principio creyeron que el cantante era Jason Bern y que había enloquecido de repente. Pero ningún ciudadano de Comu tenía un timbre de voz parecido…

Claasen se mordió nerviosamente el labio inferior, mientras Siran parecía aliviado al escapar por un rato a los peligros que acechaban en los grandes espacios vacíos del Exterior. Pero Yen se sentía fuera de sí; aquella voz que cantaba en un inglés burdo (o decadente) removió entre los sargazos de su memoria el recuerdo de realidades perdidas. Sus ojos se cerraron y cedió sin resistencia a un torbellino de colores chillones, de plumajes enmarañados, de sensaciones fulgurantes. Excitación, dolor, placer, astillas bajo las uñas, agujas ardientes escarbando con maníaca precisión cada centímetro cuadrado de su epidermis.

Los tres hombres captaron a su paso sílabas, palabras aisladas, jirones de frases:


ching … woman

dying … loneliness …

if I could … you near …

dreadful night … city of … empty dreams …

Era una especie de invocación a los antiguos demonios de la pasión, de la locura, o quizás un exorcismo que debería rechazar los espectros de la soledad y la desesperación. Pero de pronto aumentó el volumen de la música, que se hizo brutal, sincopada, se quebró en los suspiros y jadeos del coito, para morir con un «diminuendo» irrisorio y singular. Casi enseguida fue reemplazada por un lamento áspero, sollozado en otra lengua totalmente incomprensible.

Jon lo vio súbitamente al entrar en aquella guarida tapizada de luz roja: Bern se apoyaba con todo su peso sobre una barra de metal cubierta de frascos y botellas, con las botas hundidas en un foso pantanoso de detritus amontonados. Una fetidez horrorosa reinaba en la sala: habríase dicho el olor
sui generis
de la podredumbre universal. La música procedía de un cajón desairado —como sentando cátedra de una monstruosa falta de gusto— sobre un pequeño estrado violentamente iluminado por haces de luz sangrienta.

Así que les vio, Jason lanzó a sus compañeros una sarta de insultos soeces; las palabras surgían como flechas envenenadas de entre sus labios demasiado gruesos; parecían nacer por magia o por alguna generación espontánea, con improvisación de pesadillas paridas por las entrañas fecundas de una poesía venenosa.

Bern, con el rostro violáceo, las pupilas dilatadas por un grave delirio, los ojos saltándosele de las órbitas, estriados de minúsculas telarañas carmesíes, aullaba como una bestia moribunda, enarbolando una botella cubierta de costras de suciedad. Claasen intentó hallar palabras conciliadoras, pero éstas se negaron a franquear los muros de su boca hinchada por un fermento de náusea, y se atascaron en su tráquea como una lluvia de gotas amargas. Sabía que Bern estaba perdido, que nada en el mundo podía salvarlo.

—Estás jodido, amigo. Por tu cuerpo circula un veneno sutil; por tus venas corre la ponzoña de la putrefacción… Unos segundos más y tu corazón se convertirá en un pellejo fofo y pesado.

—Ya lo sé —gritó Bern—. ¡Ahora ya lo sé todo! ¡Y voy a haceros el puñetero favor de ser yo quien os mate!

La botella gris rodó por el suelo, mientras la quejumbrosa canción continuaba enroscando y desenroscando los tristes meandros de sus frustraciones en la atmósfera putrefacta de la sala roja.

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