Razonamiento —pensé yo— tan válido como tantos otros que generalmente consideramos mejores o más «normales».
—¿Qué dirías tú —le pregunté en otra ocasión— si animásemos nuestra vida, que espero será larga, con la presencia a nuestro alrededor de animales domésticos?
—¿Qué es un «animales»?
—Un «animal» —rectifiqué, riendo. El concepto había desaparecido del lenguaje de aquellos trogloditas. Y entonces se lo expliqué por extenso.
—Comprendo —dijo al fin Miére—. Tus «animales» son monstruos. ¡Exteriores y peligrosos! ¡Oh!, perdona, Philippe —añadió llena de confusión ante la vivacidad de su réplica—. En modo alguno he querido ofenderte personalmente.
—No lo dudo, querida. El Exterior de este mundo, en otros tiempos fue sin duda tan peligroso como tú dices. Pero, créeme, hoy no corremos allí ningún peligro.
Por momentos la joven parecía dispuesta a dejarse convencer.
—¿No te gustaría acompañarme a mi país, donde gozaríamos por muchos años de una vida libre y feliz?
Yo, personalmente, me ahogaba un poco encerrado en aquel pequeño dominio subterráneo, a pesar de la maravilla, renovada cada doce horas aproximadamente, de la inmersión en el centro del «árbol de la vida».
—Ya ves, querido, hasta qué punto estimo nuestra vida común…
—Pero no aquí. Yo quiero vivir «fuera».
—Tu morada es el Exterior, ¿no es verdad? Al «aire libre».
—Exactamente. A la hermosa luz del sol, bajo la frescura vivificante de un aire libremente renovado.
—¡No, no! ¡Decididamente, no podría! —gimió entonces la muchacha. Y vi que se ponía a temblar con violencia, incapaz de dominar una reacción de agorafobia implantada en ella por toda su educación.
—De todos modos, querido —dijo poco después, cuando hubo recobrado su calma habitual—, no tardaremos en ser descubiertos y mi traición será motivo para que comparta tu suerte. Ya lo sabes. Yo también. Al menos, habremos conocido la alegría de amarnos y compartir el fruto de la planta vital.
Y se arrojó de nuevo en mis brazos.
A pesar de todo, a pesar de mis fracasos, intentaba siempre convencerla para que me presentase a sus semejantes. Erróneamente sin duda, me parecía que, mejor que a la misma Miére, habría convencido a los famosos «ellos» de quienes hablaba con gran reticencia, tanto la llenaban de horror anticipado. Ellos intervinieron, sin embargo, para poner en marcha el proceso que permitió nuestra fuga desesperada.
Y eso por un camino que conocía, inconsciente pero perfectamente, a través del recuerdo de una conversación con mi guardiana terrestre.
—Seguramente debe existir un medio de acceso a la superficie —pregunté un día, quizá por milésima vez, y no tanto a mi compañera como a mí mismo—. No lo conozco…
—En fin, ¡por todos los diablos! ¡Yo he llegado aquí de algún modo!
—Cuando te descubrí —dijo Miére— te alimentabas en el seno del «árbol de la vida». Por esto cambié de habitación. La cámara de vida de mi anterior alojamiento ha quedado contaminada para muchos años; mientras tanto…
Esto era lo que había archivado inconscientemente en un rincón de mi cerebro; gran verdad es que los senderos de la atención son inciertos. Me había fijado en la nueva noción sugerida por Miére, es decir, que muchos alojamientos individuales (que antes debían servir para grupos y no para una sola persona, pues el «árbol de la vida» personal de mi amante nos alimentaba sobradamente, pese a tener que compartirlo) actualmente debían estar desocupados en aquel vasto complejo subterráneo de habitaciones. Lo cual denotaba una importante disminución de los efectivos humanos.
Por el «árbol de la vida», esa matriz maravillosa, verdadero útero materno artificial, tan acogedor y protector para quienes mantenía en su seno, como destructor para los Exteriores, contra los cuales su finalidad esencial era defensiva, ese árbol, en fin, era el núcleo de una «sombrilla».
Estas ideas emergieron a mi conciencia en un instante, cuando aparecieron dos de «ellos», y hube de combatir por mi vida y mi libertad, así como por las de Miére.
Aún no sé cómo llegaron «ellos». Miére me había dejado para una de sus misteriosas ocupaciones, de las que «no sabía» decirme nada… De pronto, tuve necesidad de ver el fuego sagrado de sus cabellos. A veces era víctima del pánico sin causa aparente. A fin de cuentas ella era mi liberadora. Creo que el encierro suscitaba en mí esa necesidad de una presencia. Salí en busca de mi amor, de mi llama roja y blanca, por los corredores. Mi paso era apresurado. Me había provisto de una potente linterna.
Mucho antes de verles, les oí hablar y me detuve, apagando mi linterna, justo en la esquina del corredor gris. Una puerta se abría sobre un local iluminado. Un rectángulo de oro se dibujaba en el suelo, tan revelador para la vista como las voces para el oído. Voces de hombres.
—Has traicionado la fe jurada. No quiero saber nada más. Síguenos.
—Vosotros no podéis comprender. No es un verdadero Exterior. Es un hermano, es como nosotros en todo. El…
—Silencio te digo, mujer irresponsable que das asilo a la infamia. ¿Vas a venir, o tendremos que obligarte?
—¡Dejad que le vea por última vez!
Avancé sigilosamente, como si estuviera en una cámara funeraria, hasta llegar junto a la puerta. Eché una mirada: dos siluetas cubiertas de largas túnicas blancas estaban de espaldas a la puerta. Miére se arrodillaba entre ellas. Uno de los hombres le torcía la muñeca y la obligaba a adoptar esta postura. En tres zancadas me abalancé sobre el grupo.
Mi mano golpeó la nuca del de la derecha. Cayó lanzando un débil suspiro. Mi golpe no era mortal, lo había dosificado, pero tardaría bastantes horas en recuperar el conocimiento.
El otro ya me hacía frente. Lanzó su mano en un movimiento cortante hacia mi cabeza. Su gesto fue soberbio y no pude por menos que admirar tal rapidez de decisión.
Desgraciadamente para mi adversario, mi ciencia de los combates Dog–U era muy superior a su propio método. Detuve el golpe con el movimiento de los viejos sabios, cuello encogido en la figura del Kya. Al mismo tiempo, mi índice golpeaba el punto Ta de su epigastrio. La potencia de este movimiento de contra acarreaba fatalmente la muerte inmediata, al destruir la transmisión nerviosa del circuito raquídeo.
—¡Qué has hecho, Philippe! —gimió—. Desde ahora estamos condenados a un destino peor que la muerte. ¡Los conozco!
—Ven, amor mío —dije simplemente—. Es necesario dejarnos de rodeos; hemos de ganar el Exterior.
El miedo, o muchos miedos, por unos segundos se reflejaron en los rasgos de la muchacha, alterados como la superficie de un lago bajo el viento que precede a la tempestad. Nunca creí posible tal cosa, pero la vi palidecer notablemente.
—Pero ¿cómo? —gimió.
—A través del «árbol de la vida», naturalmente. ¿Cómo no se me ocurrió antes?
De súbito, la confianza reemplazó al temor.
—¡Contigo sí! ¡Vamos! —exclamó lanzándose en mis brazos.
—Mi ropa —dije rápidamente—. Mi arma, mis equipos.
Sin detenerse a recapacitar sobre la decisión ya tomada, Miére corrió febrilmente por los corredores.
Cinco minutos más tarde, después de vestir a mi compañera con mi traje impermeable, la arrastré hacia la cámara de vida.
—¡Nos cogerán, Philippe, y entonces moriremos juntos! —exhibía un estilete.
—Calla. Dame esa arma. —Y deslicé el puñal en un bolsillo de mi combinación clara de científico—. No tengas miedo. No creo estar equivocado; la planta nos sacará de aquí.
—Vamos, Philippe, esto es una locura. Las máquinas no funcionan ahora.
—Precisamente.
La masa translúcida estaba allí pero, a diferencia de las otras veces que la vi, sin la luz verde que brotaba de ella durante las sesiones de «alimento».
Pese a todos mis esfuerzos, una membrana invisible y casi inmaterial, pero resistente, impedía el paso y no nos dejaba penetrar en el interior del tronco vital.
Por fin, jugándome el todo por el todo, y convencido de que no había otra salida —pues los constructores de aquella formidable maquinaria no podían establecer al principio ninguna comunicación con el exterior, excepto por mediación de aquellas plantas protectoras— ataqué la pared con el cuchillo de Miére.
Unos resplandores señalaron por fin la huella de mi tercer o cuarto ensayo de incisión. Temí que se escapara algún líquido, pero fue al contrario: me sentí aspirado de alguna manera por la abertura que acababa de practicar.
Yo tenía de la mano a Miére, quien penetró tras de mí en el interior de la planta.
El curioso fenómeno ya observado, a saber, una aparente pérdida de nuestro peso, se reprodujo enseguida. Pero esta vez sentí la impresión de encontrarme sumergido en una jalea glacial. Cuando la planta me suministraba su néctar, dejaba de respirar normalmente. De esto no cabía la menor duda: era preciso contener la respiración. Miré a Miére. También había dejado de respirar. Su mirada me interrogaba. Señalé hacia lo alto del gran conducto vertical, e inicié un movimiento con los brazos. Miére comprendió. Nos elevamos sin esfuerzo.
Cincuenta, sesenta segundos, ciertamente no más, de esta ascensión angustiosa, sabiendo que el regreso era imposible, y con la perspectiva de morir asfixiados. Luego emergimos en la oscuridad. Estaba buscando la linterna sujeta a mi cintura, cuando la de mi compañera se iluminó y paseó su haz sobre el lugar al que habíamos llegado.
Era el interior de un conducto cilíndrico, revestido de un barniz rojo oscuro que reconocí.
Por medio de éste se distribuía a las «sombrillas» del exterior el líquido nutricio. Aquel conducto por el que emergimos, horas o semanas antes lo habíamos contemplado desde el exterior, pero lo reconocí sin vacilación.
Me pregunté si la curiosa «gelatina» por la que habíamos nadado estaría derramándose en la cámara de vida.
Sea como fuese, el conducto en donde nos encontrábamos estaba provisto de escalones en su interior, prueba de su origen artificial.
La mirada de Miére relucía cuando la fijó unos instantes en mí. Toda indecisión había desaparecido de ella. Al contrario, la esperanza reemplazaba a su temor de momentos antes.
La dejé atrás, queriendo afrontar solo el posible peligro, pero empezamos a subir inmediatamente.
Ascensión ridículamente fácil. El trazado de las escaleras metálicas que nos sacaban de nuestra sofocante prisión, resultaba maravillosamente funcional. La luz de mi lámpara revelaba sin cesar nuevos escalones, todos iguales, de tal modo que cuanto más subíamos más me iba pareciendo que no llegaríamos nunca.
Ascensión fácil, pues, pero terriblemente, horriblemente larga. La cabeza me daba vueltas, mareado por las gradas que rodeaban el negro agujero del trayecto recorrido, y el otro, al lado opuesto aún más sombrío, hacia donde nos conducían nuestros esfuerzos.
Me golpeé fuertemente la cabeza con la negra tapadera, al alcanzarla.
—¿Qué pasa? —preguntó Miére ante mi exclamación, tocándome con la mano mis talones.
—Creo que hemos llegado a la cima del tubo… —dije—. Busco la manera de abrir.
Pero no había nada. Mi impaciencia aumentaba; mi cabeza parecía volverse cada vez más ligera, mientras examinaba y tanteaba cada punto de aquella cúpula oscura. La fatiga se dejaba notar después de la trabajosa ascensión hacia lo que yo creía era la luz y la libertad. Hice que mi compañera se sentase en uno de los escalones para que no le diera vértigo el abismo bajo nuestros pies. El sudor bañaba mi frente; lo sentía deslizarse en riachuelo viscoso por mis mejillas y escocerme en los ojos. El aire parecía volverse mefítico. Me vi perdido, y conmigo la mujer terrestre, reflejo de mi antiguo amor.
De pronto su mano tocó mi pierna, interrumpiendo mi desordenada agitación.
—Escucha —dijo—. Creo que se acerca alguien.
Me acometió un temblor de rabiosa laxitud. Era verdad. Nos llegaban ruidos confusos de las profundidades, de donde nosotros mismos habíamos salido. Cerré un segundo los ojos implorando el final de nuestras penalidades. Un cansancio infinito se abatió sobre mis hombros.
Pero la vida mandaba, y la suerte se decidió a favorecerme. El ruido era el de las máquinas de vida, pues recordé que se ponían en marcha automáticamente.
La tapa se abrió mientras una marea rugiente se acercaba a nuestros pies. Ya era hora, pues el aumento de la presión del aire amenazaba rompernos los tímpanos.
Lanzada en torbellino por la hélice interior que describían los escalones que habían permitido nuestra huida, el agua nos propulsó hacia fuera, hacia una tremenda explosión de luz, la del astro central de aquel sistema planetario. Cegado por el resplandor, cerré los ojos, aunque sin soltar la mano de mi amiga. Flotamos unos instantes a pleno cielo sobre nuestro vehículo líquido, y luego algo blando amortiguó nuestra caída. Levanté a Miére con cierta violencia.
—¡Corramos! —dije.
En pocos segundos nos vimos dentro de uno de aquellos embudos sin vegetación que abundaban en el terreno artificial descubierto a nuestra llegada sobre el planeta primigenio.
Miére se protegía los ojos con la mano, soportando valientemente aquel suplicio para su retina, ciertamente mucho más intenso que el mío, ya que durante toda su vida sólo había conocido la luz artificial. Reía, ebria de alegría:
—¡Lo hemos conseguido, amor mío! ¡Te seguiré a donde quieras! Te amo y te admiro.
Luego se vio una vez más rodeada por mis brazos.
Seguía llevando en bandolera mi fusil narcotizante. Mi radio no podía haberse dañado durante nuestra escalada. Era de construcción demasiado robusta para ello. Mi cuerpo vibraba de alegría, al soplo natural del aire que aspiraban nuestros pulmones. La mujer amada me acompañaba como preciosa garantía del éxito de mi misión. Mi intuición no me había engañado y esto naturalmente también contribuía a mi júbilo.
Pero no dejaba de albergar una sensación de inquietud. Miére ya no me parecía Lia, y alentaba en mí la sospecha de no sé qué traición.
Esta sensación imprecisa se concretó al fin cuando, después de recobrar el aliento y algunas fuerzas bajo la cálida luz del sol poniente, me acordé de mis camaradas y de su jefe de raza Bien, el comandante Martson.
¿Me habría esperado la astronave?
Desplegué la antena parabólica y regulé la frecuencia.
—Navío
El Previsor
. Navío
El Previsor…
Aquí explorador número cuarenta y seis, el científico Olmar. ¿Me recibís? ¡Contestad!