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Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren

BOOK: Ventajas de viajar en tren
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Después de dejar a su marido ingresado en un hospital psiquiátrico en el norte, una mujer regresa en tren a Madrid. En el vagón, un desconocido, para amenizar el viaje, le pregunta de pronto: «¿Le apetece que le cuente mi vida?». Se trata de Ángel Sanagustín, psiquiatra que trabaja en la misma clínica y estudioso de los trastornos de la personalidad a través de los relatos y los escritos de los pacientes. Esos textos son los que guarda en una carpeta roja que lleva consigo. Hay casos de esquizofrenia, de dobles vidas, de paranoicos convencidos del control gubernamental a los ciudadanos mediante la clasificación de sus desperdicios. Cuando el psiquiatra baja un momento en una de las paradas en busca de un refresco y pierde el tren, la mujer tiene en sus manos la carpeta con los escritos. Irresistiblemente, querremos leerlos con ella.

Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren

ePUB v1.1

chungalitos
12.12.11

© 2000, Antonio Orejudo Utrilla

© De esta edición: 2000, Grupo Santillana de Ediciones, S. A.

ISBN: 84-204-4173-2

Depósito legal: B. 34.822-2000

Este libro ha sido galardonado con el XV Premio Andalucía de Novela 2000, patrocinado por el BBVA.

A Paula, a Jorge y a Helena;

largos recorridos

Uno

Imaginemos a una mujer que al volver a casa sorprende a su marido inspeccionando con un palito su propia mierda. Imaginemos que este hombre no regresa jamás de su ensimismamiento, y que ella tiene que internarlo en una clínica para enfermos mentales al norte del país. Nuestro libro comienza a la mañana siguiente, cuando esta mujer regresa en tren a su domicilio tras haber finalizado los trámites de ingreso, y el hombre que está sentado a su lado, un hombre joven, de nariz prominente, ojos saltones y alopecia prematura, que viste un traje azul marino y lleva sobre las rodillas una peculiar carpeta de color rojo, se dirige a ella con esta pregunta tan peregrina:

—¿Le apetece que le cuente mi vida?

Vaya pregunta. Al oírla, nuestra mujer, de aspecto más elegante y distinguido, mayor en edad, aunque menuda en estatura y, como suele decirse en estos casos, de semblante agradable y ojos vivarachos, se queda petrificada. El hombre se ríe de una manera que a ella le parece abierta y franca, y le aclara que es una broma, una manera como otra cualquiera de romper el hielo, porque el viaje hasta Madrid es muy largo.

—Mi nombre es Ángel Sanagustín —dice— soy psiquiatra y trabajo en la clínica donde usted acaba de ingresar a su marido; la he visto por allí esta mañana. No sé si el doctor Crespo le ha hablado de mí, trabajo en las aplicaciones del discurso escrito al diagnóstico de los trastornos de personalidad; pedimos al paciente que cuente un episodio de su vida por escrito, analizamos su narrativa y a continuación podemos diagnosticar. Lo haremos con su marido, y además con mucho gusto, porque los textos de los coprófagos son muy entretenidos, y acaban siempre haciéndome reír. Esta carpeta tan llamativa es un libro que estoy preparando sobre la esquizofrenia y los trastornos paranoides, que incluirá textos de mis pacientes. Igual tengo que pedirle permiso para añadir algo de su marido; las narrativas de los coprófagos son las más curiosas; luego, si quiere, le leo alguna. En el caso de los coprófilos todo lo que rodea al paciente pierde valor, los estímulos externos sufren un proceso de devaluación no selectiva, y el paciente queda fascinado por su cuerpo y por sus excreciones; sus textos dan vueltas y vueltas a la misma cosa hasta que al final caen en picado, se estrellan contra su propio pensamiento. Todos los esquizofrénicos acaban estrellándose contra su propio pensamiento. La esquizofrenia en sí es un trastorno del propio pensamiento. La coprofagia es una simple manifestación de este trastorno. Su marido debió de tener el primer brote psicótico alrededor de los veinte, veinticinco años. La esquizofrenia no avisa. El paciente cambia su comportamiento de manera repentina y radical; se vuelve desconfiado, huraño, discutidor, y se aísla de la gente; a veces se siente observado por desconocidos, cree que la gente habla de él, y que la radio y la televisión dan noticias sobre su vida; sufre alucinaciones audioverbales, oye voces y se muestra inquieto o agitado. También puede ocurrir lo contrario, que se muestre bloqueado psíquicamente, que no pueda articular palabra debido a una percepción alucinatoria, a un vacío mental o a una idea parásita. Los síntomas de la esquizofrenia son muy variados y por eso ha sido muy difícil diagnosticarla. Los enfoques psiquiátricos más especulativos, aquéllos con menor base científica, siempre han rehusado enfrentarse a la esquizofrenia, porque es una patología que no se deja sistematizar así como así. Al señor Freud no le interesó en absoluto, y el señor Jung se limitó a estudiar los trastornos asociativos, que, como la coprofilia, son simples manifestaciones de la enfermedad. Definitivamente, el psicoanálisis no sirve para estudiar la esquizofrenia. Tenga usted en cuenta que aunque no conocemos las causas, hoy casi nadie discute que se trata de una enfermedad con un sustrato biológico. Las causas de la esquizofrenia hay que buscarlas en la anatomía, en la neuropatología, en el sistema neuroendocrino o en el psiconeuroinmunológico. Los desencadenantes de la enfermedad son electrofisiológicos y bioquímicos; sabemos que están implicadas las monoaminas, los aminoácidos y los neuropéptidos. En realidad los seres humanos no somos más que un millón de impulsos eléctricos por segundo y unas cuantas reacciones químicas. Usted, por ejemplo, me está mirando ahora fijamente a los ojos, como suelen hacer las hembras humanas cuando conocen a alguien. Sin saberlo, está desencadenando en mí una serie de reacciones: los machos percibimos esa mirada directa como una amenaza. No, no se ría, es verdad; su mirada aumenta la conductividad eléctrica de mi piel y la hace transpirar porque el sudor contiene sal y la sal conduce la electricidad. Mire, mire cómo tengo la piel. Y ahora usted, al reírse, ha abierto los pliegues mucosos que hay en su boca, ha movido una docena de músculos subepidérmicos, y ha vertido sobre mí una generosa cantidad de bacterias. No, no se preocupe; no me importa; no soy hipocondriaco; es más, me gusta que me contagien. Mis palabras están cruzando el aire a una velocidad de mil doscientos kilómetros a la hora, Mach 1 se llama, la velocidad del sonido, y están haciendo vibrar unas sutiles membranas en su oído, que envían señales a su cerebro. Yo le puedo estar resultando simpático o antipático, entretenido o pesado; pero eso que usted denomina con esos nombres no son sino impulsos eléctricos que se producen en su cerebro. Nuestro cerebro es una maravilla. No conocemos ni la décima parte de su potencial. Gracias a las posibilidades evolutivas de nuestro cerebro hemos sobrevivido a una serie de cambios culturales que yo me atrevería a calificar de brutales, producidos además en unos pocos cientos de años. Un ejemplo: si alguien leyera todo lo que yo estoy diciendo, al llegar a este punto habría leído ya más de lo que leyó un campesino medieval en todas sus generaciones. Entre ese hombre y nosotros han transcurrido quinientos, seiscientos años, lo cual no es nada en términos evolutivos. En fin, lo que quiero decirle es que no somos nada más que electricidad y bioquímica. En realidad, eso que yo estudio, la personalidad, la entidad psicológica, no existe; parece mentira que un psiquiatra diga eso, ¿verdad? Pero, fíjese que si algo he aprendido estudiando la esquizofrenia es que la personalidad no es otra cosa que lo que nos cuentan de alguien, lo que alguien nos cuenta de sí mismo, lo que nosotros nos contamos de alguien o lo que nosotros nos contamos de nosotros. Lo que hacemos, lo que sentimos, lo que experimentamos es simplemente un impulso electromecánico que sólo adquiere sentido cuando lo contamos. Esto se ve muy bien al analizar las narrativas de los pacientes esquizofrénicos, luego, si quiere, le leo alguna. Los pacientes con esquizofrenia hebefrénica, por ejemplo, presentan una tendencia no diré irreprimible, pero sí muy marcada a narrar la propia vida. Estos enfermos tienen una particularidad, y lo hacen cada vez de modo diferente, de manera que su personalidad no consiste en otra cosa que una sucesión de relatos superpuestos como las capas de una cebolla. Cuando nos queremos dar cuenta, no tenemos personalidad propiamente dicha que estudiar, sino una colección de cuentos, una narrativa tras otra, debajo de las cuales no hay persona. Dirá usted, claro, por eso se llaman esquizofrénicos, porque tienen la mente escindida. Pero ¿quién hoy día no es más o menos esquizofrénico? ¿Quién no ha tenido alguna vez la sensación de ser observado o vigilado? ¿Quién no ha pensado alguna vez que un locutor se refería a nosotros cuando daba una noticia? ¿Quién no ha sentido alguna vez que los demás se enteraban de nuestro pensamiento? ¿Quién no ha oído alguna vez voces que comentaban nuestros actos o nos daban órdenes? El que no haya tenido alguna vez vivencias de influencia corporal, o empobrecimiento afectivo, o distimias alegres y depresivas que tire la primera piedra. Además, está demostrado desde los tiempos de la Retórica que si se utilizan las palabras adecuadas en el orden preciso es posible desencadenar en el sistema nervioso esas reacciones bioquímicas que denominamos risa o inquietud, pero también otras más complejas, que reciben los nombres de
calidez, proximidad,
o esa otra sensación, la impresión de que los seres humanos tenemos alma, espíritu, personalidad, una dimensión interior a fin de cuentas. Pero no hay dimensión interior que valga. Eso que las personas buscan en el arte al caer la tarde, después de haberse comportado por el día como bestias, y que suelen llamar
presencia humana, autenticidad, verdad, heridas del alma,
eso no es más que un orden de las palabras. Yo me río mucho de mis colegas en la clínica cuando hablan de la dimensión interior del ser humano. Yo les digo que la dimensión interior del ser humano es un cuento, y lo demuestro. Pero eso no acaban de aceptarlo; allí son todavía demasiado... cómo decirlo... demasiado humanistas. Por eso el doctor Crespo no le ha hablado de mí. No le gusto. Él cree que yo soy un poco reaccionario. Bueno, él cree muchas cosas. Él cree en la trascendencia del ser humano y de su mente, y no se resigna a ocupar el lugar que le corresponde en la escala zoológica; un lugar entre nuestros hermanos mamíferos. Él está orgulloso de la humanidad, del hombre, y considera que la locura es el refugio del individuo frente a la alienación social. Esta idea, que afortunadamente ya ha pasado de moda, ha sido catastrófica. Catastrófica no sólo para los enfermos, sino para la filosofía de la disciplina psiquiátrica. ¿Ha oído hablar de la antipsiquiatría? La antipsiquiatría fue un movimiento que negaba la esquizofrenia. Negaba la esquizofrenia y cualquier otro trastorno de la personalidad. La antipsiquiatría negaba la enfermedad mental. Durante los años en los que se nos obligó, sí, digo bien, se nos obligó a aplicar sus principios, el número de enfermos disminuyó. Claro; los soltábamos a todos. No había enfermos, sólo alienados. Por el contrario, lo que aumentó fue el número de delitos en las calles y de accidentes y suicidios en los domicilios. No, no me mire así. Desde luego que los factores psicosociales influyen en la enfermedad mental; fíjese si creeré en ello, que yo me dedico al diagnóstico y terapia de la esquizofrenia a través de técnicas de escritura. Es más: estoy convencido de que hay ciertas esquizofrenias que pueden canalizarse a través de su propia narración. Cuando el paciente esquizofrénico escribe está dando rienda suelta a su mundo de asociaciones, que cesa cuando cesa de escribir. Luego le leo una, para que se dé cuenta de lo que quiero decir. Es como si la escritura le ayudara a trazar una línea divisoria entre el delirio y la realidad. Ahora bien, me niego a considerar la enfermedad mental como un término relativo. Ese principio, ya le digo, es catastrófico. Le voy a contar algo que me sucedió a mí con un paciente que tendría que haber estado encerrado bajo mil llaves, y al que dejaron suelto para que se integrara en la sociedad. En aquel caso no era un esquizofrénico, sino un paranoico; y es cierto que la paranoia tiene difícil diagnóstico, porque el paciente no presenta ningún trastorno, salvo su delirio puntual, que suele estar además perfectamente encapsulado. Al contrario que el esquizofrénico, el paciente paranoico está siempre atento a los estímulos externos, estableciendo entre ellos vínculos erróneos. Las narrativas de los paranoicos son extremadamente efectivas y convincentes, y pueden llegar a ser peligrosísimas. Como se puede imaginar, yo trato a gente muy rara, a pacientes que interpretan el mundo de una manera patológica, a sujetos que establecen nexos inexistentes o que extraen conclusiones delirantes. Pues bien, no me he vuelto a topar jamás, ni en la clínica ni fuera de ella, con un cuadro sintomatológico como el del individuo este que le digo que dejaron suelto. Martín Urales de Úbeda, así se llamaba, no me importa decir su nombre porque está muerto, se suicidó. El nombre lo dice todo, ¿verdad? Martín Urales de Úbeda. Aquel hombre me subyugó, su poder de sugestión era hipnótico. Yo, que me tengo por un hombre equilibrado y emocionalmente estable, que estaba ya entonces protegido por una cierta experiencia profesional, estuve a punto de sucumbir, estuve a un paso de ver el mundo con sus ojos, de convertirme en un paranoico por inducción; pero afortunadamente logré escapar de su hechizo; bueno, de su hechizo y de su casa; me tuvo secuestrado. ¿Ha estado usted alguna vez secuestrada? No, ¿verdad? Es una cosa angustiosa. Cuando me secuestró, yo llevaba mucho tiempo buscándolo; no lo conocía, pero me habían hablado de él, me habían contado unas cosas espantosas, me habían dicho que convencía a las personas para que se tiraran a los camiones de basura, y él, de hecho, murió así, triturado. Y yo, a punto estuve. Si él hubiera estado internado, nada de eso hubiese sucedido; pero, claro, entonces la antipsiquiatría hacía furor y expresar objeciones equivalía poco menos que a declararse fascista. Veo que le interesa; si quiere se lo cuento.

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