Authors: Mike Shepherd
—Tienen que ayudarnos. Nunca hemos pedido ayuda antes, pero estamos al límite. ¿Nos puede oír alguien?
Kris asió el micrófono de la radio.
—Aquí la alférez Longknife. El volumen es bajo, pero la señal es clara —gritó—. Repitan el mensaje. —Soltó el botón y esperó. Las interferencias seguían allí. Solo eso—. Nelly —llamó Kris.
—No hay señal.
Kris se inclinó en la silla y contó hasta diez con lentitud. Cuando llegó a diez, cambió de opinión y contó hasta cien. Si hablaba, no escucharía el mensaje entrante. Cuando Kris empezaba a desesperarse ante la perspectiva de no volver a oír el mensaje, la radio volvió a la vida.
—Apenas nos queda batería, pero voy a intentar repetir este mensaje el tiempo que pueda. Aquí el rancho Anderson, al norte de Willie del Sur. Estamos sufriendo un brote de la fiebre de Grearson. Hasta ahora tenemos dos muertos. Alrededor de una docena muestran síntomas. Hemos quemado los cuerpos para que no contaminen el agua. Estamos enfermos, hambrientos y ahora el río no deja de crecer. No podemos llegar hasta el muro del cañón. Si saben lo que les conviene, será mejor que vengan a ayudarnos, porque si morimos y contaminamos el agua con nuestros cuerpos, este virus va a extenderse por todo Olimpia.
—Nelly, ¿qué es la fiebre de Grearson?
—Un conjunto de síntomas parecidos a los de la gripe que reside en el cuerpo como un tifoideo, provocando malestar a quien lo padece hasta que sus resistencias bajan hasta cierto punto. Tiene un cincuenta por ciento de mortandad en adultos no tratados, más alto en niños y ancianos. Descubierto por primera vez en Grearson...
—Suficiente. ¿Tenemos vacunas contra eso en el almacén?
—Sí. Alrededor de mil unidades.
Kris apretó los párpados con fuerza. Con mil no tendría ni para empezar solo en Puerto Atenas.
—Nelly, muéstrame dónde está el rancho Anderson. —Si estaba al norte de un río en dirección sur, eso significaba que estaba en las colinas. No sería fácil llegar—. Actualiza la información del río con las últimas fotografías.
Al norte, el caudal del río no paraba de aumentar hasta desbordarse, aproximándose a las paredes del cañón.
—Esta fotografía tiene una semana. Desde entonces, las nubes han impedido actualizar las instantáneas —informó Nelly. Y no había dejado de llover. Si la última semana había sido mala, la actual parecía todavía peor.
Kris se puso en pie. Una vez en la puerta, recordó que debía advertir al coronel. Pero él se dirigía hacia el sur, y el problema estaba en el norte. Extrajo dos hojas de un montón próximo a la radio y escribió una rápida nota en la que detalló adonde se dirigía y porqué. Dejó una en la habitación de la radio y otra en el escritorio del coronel; luego, echó a correr hacia la enfermería.
—Tenemos un brote de la fiebre de Grearson a unos sesenta kilómetros río arriba, en un lugar que está a punto de quedar inundado —anunció.
El doctor tenía los pies apoyados en la mesa mientras leía una revista de medicina.
—Mierda —dijo, mientras bajaba los pies con gran estrépito—. Eso sería diez veces peor que el brote tifoideo del mes pasado. No ha habido un brote de la fiebre de Grearson en treinta años.
—Bueno, pues ahora tenemos uno. ¿Quién viene conmigo? —preguntó Kris.
—Puede que Hendrixson todavía esté sangrando —dijo el médico—. Supongo que eso significa que iré yo. —Empezó a llenar una bolsa.
—Si están sufriendo un brote de Grearson, Danny, va a haber un montón de enfermedades oportunistas flotando por allí. —El doctor suspiró y ayudó a su compañero con el equipaje.
—Nos vemos en el almacén del muelle. Yo recogeré las vacunas —dijo Kris mientras se dirigía a paso ligero hacia la salida—. ¿Cuántas personas viven en el valle? —le preguntó a Nelly.
—Doscientas treinta y siete.
—Nos llevaremos doscientas cincuenta dosis de la vacuna. Búscame a alguien en el almacén que vaya a buscarlas.
—Localizadas. Haré que Jeb vaya a por ellas.
—Alférez Lien —dijo Kris a través de la red—, ¿dónde estás?
—Entre camiones estropeados —respondió Tommy.
—Nos vemos en la puerta del almacén. Tenemos un problema.
—¿Tengo que llevar también mi fusil? —Suspiró.
Kris corrió hasta la puerta seguida por su escolta, a la que consiguió ignorar mientras se mantenía a una docena de metros de ella. Encontró a Jeb a los mandos de una carretilla elevadora en la que llevaba pequeñas cajas de suministros médicos.
—Trescientas unidades, pero a menos que haya leído mal, caducaron el mes pasado.
Kris se subió a la carretilla.
—Al muelle —ordenó antes de ponerse en contacto con la enfermería a través del comunicador—. Doctor, nuestras vacunas contra la fiebre de Grearson caducaron el mes pasado. ¿Podemos utilizarlas?
—¡Maldita sea! —Después, una pausa—. Puede. Quizá tengamos que utilizar un poco más de lo normal. No me puedo creer que esté diciendo esto.
—Tenemos trescientas dosis para doscientas cincuenta personas. Quizá le interese empezar a elaborar una nueva remesa.
—Si llega al agua no podremos hacer suficientes.
—Lo entiendo, doctor, pero tenemos que impedir que llegue al río. —Siempre y cuando el río se mantuviese lejos del rancho.
Ya se habían llevado el camión grúa, junto con dos de los barcos. Kris se dirigió hacia el barco más próximo al agua y lo activó a través de un pequeño teclado. Las instrucciones aparecieron en una diminuta pantalla. Después de leer varias partes, Kris oprimió el botón número 6 de los mandos. Tal y como aseguraban los mensajes, el metal tomó la forma de una lancha de río a motor. Diez metros de longitud, dos de anchura, proa alta, popa baja y una estación de control con remo a uno de los lados de la columna, con el teclado y la pantalla al otro. Kris estudió el resultado y concluyó que tenía buen aspecto. Jeb interrumpió a una docena de hombres que estaban apilando sacos de arena en el rompeolas para contener la crecida del agua lo bastante como para poder llevar el barco al agua, unos centímetros por encima del muro de cemento. Jeb dividió al grupo, enviando a la mitad al rompeolas y a la otra mitad al almacén, a por suministros.
—¿Quiénes van a ir? —preguntó Jeb.
—Yo, un médico que vendrá de un momento a otro y Tommy. Necesito más hombres, gente que conozca bien el río.
—Ester dijo que no debías abandonar el pueblo.
—Lo que no tengo que hacer es coger un camión. Esto es distinto.
—Como sigas con esa actitud, jovencita, vas a conseguir que te maten.
—Hasta ahora lo ha intentado mucha gente, pero nadie lo ha conseguido.
—Así que estás comprobando hasta qué punto tienes suerte.
—Carga el barco, viejo.
—Ahora mismo. Mick, no haces más que quejarte de que no haces nada. Mueve tu pecoso culo hasta el Andrea Doria y dile a Addie que quiero ver a José. Esta señorita va a navegar por el río y va a necesitar al mejor marino del que disponemos.
—Ahora mismo, abuelo —dijo un joven de unos dieciocho años antes de echar a correr.
—Que vaya también Olaf, ese tío de ahí que parece un oso. Vas a adentrarte entre cañones, así que quizá necesites a alguien capaz de trepar. Nabil, Akuba, venid aquí. —Dos hombres altos y delgados, oscuro uno de ellos, más oscuro todavía el otro, corrieron hacia ellos.
El médico llegó acompañado por Tommy. Miró a su alrededor, como si esperase ver humo extendiéndose bajo la lluvia.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Kris. Ella se lo explicó. Para empezar, el médico vacunó a todos los que participarían en el viaje.
—Kris, se supone que tienes que quedarte aquí —dijo Tom cuando hubo terminado.
—Ya se lo he dicho —refunfuñó Jeb—. Pero esta chica no escucha, así que ahorra saliva. —Jeb estaba estudiando el bote; se había hundido unos diez centímetros después de cargar la comida y los suministros médicos—. Dejaré que José diga la última palabra con respecto al cargamento. Hay que tener cuidado con el peso. Lleváis demasiado, y no hace falta que te diga que estos días el río es letal. ¿Has navegado alguna vez?
—Mi familia tiene un barco. He navegado por un lago en Bastión.
—Esto no se va a parecer en nada.
—Ya me lo imaginaba.
José llegó seguido de Mick a poca distancia. El hombre, cetrino y de unos treinta años, echó un vistazo a la embarcación, subió a bordo, la estudió un poco más y ordenó finalmente:
—Asegurad todo el equipo con cuerdas. Navegar por el río va a ser una jodienda, y no quiero enfrentarme a más problemas de los que ya vamos a tener. Mick, dame remos y palos. —Una vez más, el pecoso se marchó corriendo.
Los hombres que cargaban el barco habían traído cuerda de sobra consigo; empezaron a enrollar el cargamento con ella. José cogió las tres pequeñas cajas planas de vacunas.
—¿Para esto tanto alboroto?
—Sí —dijo Kris—. Ya entenderás lo que va a pasar si no llevamos esta vacuna río arriba.
—Morirá gente, y si el río se lleva los cuerpos, todos nosotros moriremos. ¿Crees que estaría participando en esta tontería si fuese otro el motivo? Jeb, busca un chaleco para cada uno. Y busca tres mochilas. Que sean los de la Marina los que lleven las vacunas.
A Kris no le gustaba la idea de hacer de mulo de carga. Abrió la boca, pero José la interrumpió antes de que llegase a pronunciar palabra.
—Escucha, mujer, soy el capitán de este barco. Si estuviese ahí arriba... —Señaló al cielo gris—. Y quisiese salir con vida del espacio, quizá te escucharía. Quizá, si me diese la impresión de que sabes de lo que hablas. Pero aquí abajo, José sabe todo lo que hay que saber de este río. Si quieres llevar esto a esa gente, escucharás a José. Harás lo que te diga si quieres permanecer con vida.
El hombre miró con el ceño fruncido a la ensenada que se extendía ante ellos.
—La bahía es cruel, con corrientes, crecidas y bajadas desconcertantes. El río va a ser mucho peor. Pero creo, quizá, que José puede llevarte a tu destino.
—Quizá —dijo Kris.
—Sin José estarías muerta, chica, así que considérate afortunada.
—Haz lo que te dice, marine. De lo contrario, no pienso enviar a mi gente —añadió Jeb.
—No estaba discutiendo. ¿Crees que es mejor que llevemos las medicinas encima? —le preguntó a Jeb.
—Si caéis al agua, flotaréis, y los chicos harán lo posible por rescataros. Si las cajas caen al agua, se hundirán. Supongo que podría hacerse algo al respecto, pero parece que José ya ha pensado en algo.
—Eso parece —tuvo que admitir Kris.
Diez minutos después, con los suministros cargados, dejaron el muelle atrás.
—Debería regresar antes que el coronel, pero si no es así, dile dónde estoy —le gritó Kris a Jeb.
—¿Por qué no utilizas esa cosa que llevas en la muñeca para decírselo personalmente?
—Hoy ha pedido el resto del día libre. ¿Para qué molestarlo?
—Vale. ¿Qué otra cosa podría esperar de una Longknife? —Kris ignoró el comentario y empezó a achicar agua. Desde que el barco había adquirido su forma, se había acumulado un centímetro de agua en la cubierta, que empezaba a chapotear; todo aquel que estuviese desocupado tenía que achicarla.
—¿Te acuerdas de esa suerte del novato de la que te hablé? —dijo Tommy cuando se cruzó con Kris—. Pues he visto a los veteranos saludando desde el puerto: ellos no tienen la suerte que tenemos nosotros de adentrarnos en este maldito río.
—Tommy, tenemos que llevar las medicinas río arriba —dijo Kris, señalando con el pulgar a su mochila.
—Alguien tiene que llevarlas. Nadie ha muerto y te ha legado su trabajo. Empiezo a pensar que si hay tanto escrito sobre los Longknife en los libros de historia es porque se negaban a que otro hiciese su trabajo. —Kris no tuvo respuesta para Tommy.
José enseguida puso el barco a toda velocidad, a unos doce nudos. Maniobraba bien a través de las olas, salpicando cada vez que pasaba sobre una y proyectando la rociada sobre el agua, por lo que solo caía una parte en el barco. Las cosas marchaban bien hasta que golpearon algo, que provocó un estruendo, un parón y una pérdida súbita de velocidad, aunque el motor seguía a plena potencia.
—Maldita sea —gruñó José mientras retrocedía, para finalmente parar el motor. A su izquierda, a unos centímetros bajo las olas, flotaba un tronco de casi un cuarto de metro de diámetro, cubierto de ramas y dando vueltas a consecuencia del golpe. José extrajo algo del tamaño de un estilete del bolsillo de su camisa, lo ató a un palo de un metro, esperó a que el tronco se mantuviese estable y lo empujó con el palo. En cuanto hizo contacto, una llama roja se encendió en su extremo. Al cabo de un instante, el capitán del barco de Kris se dirigió a la radio.
—Addie, tengo un tronco cerca del tramo de amerizaje. Lo he señalado. Será mejor que vengas a por él.
—Ya he visto la bengala —respondió una voz de mujer—. Vamos para allá. ¿Tenéis problemas?
—Quizá. Creo que nos ha dejado la hélice tocada. Puede que necesitemos que nos remolquéis.
—Podemos ocuparnos también de eso.
Kris no estaba dispuesta a retroceder. Soltó el cubo con el que achicaba agua y se dirigió hacia la estación de control.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor? —dijo José, con una expresión en la que se mezclaban el desafío masculino y la vergüenza por ver disputado su rango.
—Puede que sí —dijo Kris mientras presionaba las teclas al otro lado del timón. La pequeña pantalla se encendió—. A bordo de la Tifón, mi trabajo era controlar el comportamiento del metal líquido en combate. Tiene que haber un modo de que el metal se repare a sí mismo.
—¿Eso crees?
—No lo sabremos hasta que no lo hayamos intentado. —La pantalla era pequeña y el teclado solo era numérico; Kris empezó a introducir una serie de complejas series a través de las pantallas de opciones, navegando a través de lo que parecía una especie de árbol. No ayudó el hecho de que las pantallas pareciesen escritas por alguien que no dominaba el inglés.
—¿No vas a echarnos a pique, verdad? —preguntó Tom. Kris se tomó la pregunta en serio, especialmente después de que Nabil y el gran Olaf asintiesen.
—Intentaré no hacerlo, pero quizá os convenga abrocharos los chalecos. Nunca se sabe cómo va a comportarse una marine espacial en el agua.
—Muy gracioso. —Tom no se rió—. Como si equivocarse en el espacio fuese mejor: prueba a respirar vacío —la retó. Pero Olaf se abrochó bien el chaleco y Nabil escudriñó las olas que se formaban en los alrededores. Kris encontró una opción para reparar el equipo de propulsión, localizó el problema en el barco, seleccionó el tornillo hidráulico y pulsó «reparar». La pantalla parpadeó y se apagó.