Rebelde (33 page)

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Authors: Mike Shepherd

BOOK: Rebelde
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—¿Alguno de esos camiones que tenéis en órbita lleva alguna grúa consigo? —preguntó.

—Puede que unos pocos. Tengo hambre. ¿Os apetece comer conmigo?

Entonces Kris se echó a reír.

—Creo que puedo invitarte a algo en el comedor a cambio de esos puentes portátiles. Pero te advierto que todo son platos fríos que apenas se han descongelado del todo. La mitad del personal se marchó esta mañana con los convoyes.

—Estaba pensando en algo un poco más íntimo —replicó Hank—. Hay un restaurante en el pueblo que sirve unos filetes deliciosos.

Tom parecía un niño al que le hubiesen robado su osito de peluche.

—Es imposible que siga abierto.

—Mis fuentes me aseguran que así es.

Kris tenía serias dudas al respecto. Tenía una docena de motivos para decir que no, desde «mis jefes no me permiten cruzar la puerta» a «¿está bien que comamos filetes mientras los demás se mueren de hambre?».

—Me encanta la idea —dijo finalmente—. ¿Quieres venir, Tom?

—Alguien tiene que quedarse a proteger el perímetro —dijo él. Kris nunca había visto a su duendecillo pecoso tan abatido.

Después de comprobar su arma de mano, Kris permitió a Hank que la condujese a través de la puerta, donde les aguardaba un lujoso todoterreno con dos atractivos hombres, que bien podían ser antiguos marines, esperándolos.

—Papá no me deja ir a ninguna parte sin estos dos. ¿Dónde está tu escolta?

—El ejército no autoriza escoltas para los alféreces, por mucho que des la lata al respecto —contestó Kris—. En casa, mi chófer era un antiguo militar, pero lo veía más como un amigo. Quiero decir, es complicado pensar en alguien que te anima en todos los partidos de fútbol como otra cosa que un colega.

—¡Jugabas a fútbol! Debías de pasártelo en grande.

—¿Tú no?

—No. Papá creía que no era sano y que los otros chicos eran unos salvajes. «Demasiado arriesgado», insistía. Pero claro, yo era hijo único. Tú no.

Kris pensaba que había tenido una infancia demasiado segura, sobre todo después de lo de Eddy. Nunca había considerado a su hermano mayor Honovi como un escudo frente a la excesiva protección de sus padres; sencillamente era un incordio.

—No, yo era la hermana mediana —dijo ella sin permitir que el recuerdo de su hermano pequeño la inmutase.

—Me hubiese gustado tener una hermana pequeña con pecas —dijo Hank, lanzándole una divertida mirada de soslayo. Antes de que Kris pudiese contestar, ya habían llegado a su destino.

El restaurante se encontraba en una calle perpendicular al camino que Kris solía recorrer. No había ningún letrero que revelase su presencia, aunque Kris observó a un grupo de hombres armados a su alrededor, uno de ellos apostado en el tejado. Si ella necesitaba tiradores para la comida que repartía en la base, podía hacerse a la idea de la protección que necesitaría un lugar en el que se sirviese comida decente.

La puerta se abrió antes de que los guardaespaldas de Hank la tocasen. Un corpulento hombre vestido con un frac y corbata negra se alzaba en el umbral de la puerta, con los menús en las manos. Condujo rápidamente a Kris y a Hank a un tranquilo rincón en el que había una mesa cubierta de cristal, plata y lino. Kris tuvo que esforzarse por escudriñar la posición de sus guardaespaldas, que tomaron mesas separadas en lados opuestos del establecimiento, con sus trajes grises fundiéndose con las maderas, los brillos cristalinos y el rojo de la alfombra del restaurante. Había otros clientes, pero una serie de plantas minuciosamente colocadas impedía ver los rostros de los comensales. Así que el coronel estaba en lo cierto; no todo el mundo pasaba hambre en Olimpia. Allí donde había dinero, también había comida a la altura. Otra lección para una alférez novata, la hija de un primer ministro y la heredera de los muchos millones de Ernie Nuu.

El menú prometía varios cortes deliciosos de carne, e incluso marisco. Curiosamente, no incluía los precios.

—No sé qué pedir —dijo Kris después de echar un vistazo al menú.

—Deja que pida por ti —contestó Hank.

A Kris no terminaba de gustarle que un hombre asumiese que leer un complicado menú estaba más allá de las limitadas capacidades de una mujer.

—Sé lo que pone en el menú, Hank. Pero el coronel nos hizo entregar nuestras tarjetas de crédito. —Una mentira piadosa—. No sé si me alcanzará.

—He oído que en el mercado negro hay tarjetas de crédito. Tu coronel es un hombre precavido —dijo Hank—, Pero invito yo. —Dado que ella debía de ganar diez veces menos que él, Kris decidió que tampoco estaría mal dejarse agasajar por un joven de su misma edad, para variar. Después de lo ocurrido el día anterior, ¿por qué no permitirle el lujo de elegir las ensaladas?

—Entonces —empezó Kris—, dejaste que tu padre te metiese en el negocio familiar en cuanto saliste de la universidad.

—No exactamente. A papá no le gusta eso de perder el tiempo entre libros. Empecé en el negocio con catorce años. Hizo que pasase el verano gestionando correos, ¿te lo puedes creer? He progresado en mi carrera, ¿no te parece? —dijo, moviendo los dedos como si subiesen una escalera imaginaria.

—¿Sin ir a la universidad?

—Bueno, la verdad es que papá trajo a profesores de la Tierra o de donde fuese para que me enseñasen durante la jornada. Mi trabajo de graduación del instituto fue el proyecto de una planta farmacéutica, basado en el de uno de los mejores hombres de mi padre, del que aprendí todo lo que sabía. Se lo entregué a papá y al profesor Maxwell. Sí, creo que ese era su nombre. Maxwell me puso un sobresaliente. Papá repasó el trabajo de cabo a rabo y me enseñó por qué no merecía más que un notable. Nunca más volví a ver a aquel profesor.

El sumiller llegó con un sauvignon cuya marca le hubiese valido un elevado precio en Bastión. Hank inició la cata como un experto.

—Muy bueno —asintió después de probar un sorbo—. Te va a gustar —le aseguró a Kris.

Kris aguardó mientras él llenaba su copa y llevó a cabo el obligatorio ritual, halagando después el contenido con mucha pompa para dejarlo finalmente al lado de su vaso de agua, prometiéndose a sí misma no volver a tocarlo. Después de la noche anterior, no estaba dispuesta a cometer el mismo error.

—Parece que no has llegado a formar una rutina en tu vida —dijo Kris para dejar el tema del vino.

Hank meditó antes de formular la respuesta.

—No —dijo finalmente con una sonrisa—. Pero ya sabes lo que dicen: lo único permanente en la vida es el cambio.

—Sí, lo leí en alguna parte —dijo Kris con sorna—. En mi caso, había algunas cosas estables. Harvey siempre estaba allí para llevarme a los partidos de fútbol y animarme. Su mujer siempre estaba dispuesta a agasajarnos en la cocina. Y siempre estaba rodeada de tías y tíos, de los cuales solo algunos eran familiares de sangre. ¿Tú no tenías familia?

—El tío Steven murió en un accidente durante una carrera cuando yo era pequeño. La tía Eve hizo que uno de sus muchos amoríos saliese peor que mal, y a lo grande. Si no hubiese insistido en rondar por lugares tan peligrosos, quizá seguiría con nosotros. Por cierto, el camión que he traído dispone de una estación médica de emergencia. El conductor no es que sea un neurocirujano, pero apuesto a que le encantaría echar una mano por aquí.

Kris apoyó los codos sobre la mesa, la barbilla sobre sus manos y pestañeó de forma exagerada.

—Escucharte hace que mi infancia, vista en perspectiva, sea maravillosa.

—Oh, venga ya, no será para tanto. Nadie ha tenido una buena infancia. Eso pone en todos los libros.

Y así transcurrió la comida, en una competición entre las miserias vividas durante sus respectivas crianzas. Era un juego en el que Kris nunca había tenido la oportunidad de participar; es difícil jugar en igualdad cuando hasta tus amigos más cercanos te tienen envidia. En la universidad, Kris aprendió rápidamente que incluso aquellos con los que desarrollaba cierta confianza no entendían que una Longknife tuviese motivos para quejarse.

La velada transcurrió rápidamente y, cuando Kris se excusó para ir al servicio, se sorprendió al comprobar que habían transcurrido dos horas. Mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Su nariz seguía igual de grande, y los efectos del clima sobre su piel hubiesen hecho que su madre fuese corriendo al balneario más próximo. Su pelo corto tenía un aspecto sensiblemente parecido al de los espantapájaros. No obstante, Hank seguía dispensándole un trato igual de cálido. Era un hombre que no quería estar con ella por su dinero, si podía fiarse de lo que le dijo la tía Tru sobre su estado financiero. Pero de lo que la tía Tru estaba segura era de que él, o al menos su familia, la querían muerta.

Kris tiró el papel usado a la basura, echó un vistazo a las lociones, colonias y otros productos personales a disposición de los clientes al lado del lavabo, hizo buen uso de ellos para cambiar su aspecto de «alférez» a «noche de fiesta» y regresó a la mesa. Hank estaba hablando a través del comunicador integrado en los gemelos de sus mangas.

—Descargad los tres siguientes cuanto antes —dijo antes de ponerse en pie para recibir a Kris—. Si te tomas el postre con calma, encontrarás unos regalos muy bonitos en el puerto.

—¿Qué sugieres? —Su
maître
trajo entonces un carrito lleno de chocolates, fruta y confituras que hacían la boca agua. A Kris le bastó olfatear aquellos manjares para comprobar que no eran de adorno, sino reales y suculentos postres. No podía esperar a hincarles el diente, como diría la mujer de Harvey—. Muchas gracias, puede dejarlo aquí. Vuelva en una hora a recoger las migas —dijo con una sonrisa.

—Ya ha oído a la señorita —dijo Hank, indicándole que se marchase con un gesto.

—No, no, no —dijo Kris—. Estoy lo bastante llena para el poco trabajo que he hecho esta tarde. ¿Tienen sorbetes?

—De mora, fresa o mezcla de cítricos —dijo el
maître.

—El de cítricos —dijo Kris.

—Yo tomaré lo mismo —concluyó Hank, aunque contempló cómo se llevaban el carrito con ojos lastimeros.

—Que yo renuncie no quiere decir que un chico en edad de crecer como tú tenga que hacerlo —observó Kris.

—Disciplina. Mi padre suele afirmar: «Imponte una severa disciplina, porque nadie puede hacerlo por ti, ni lo hará» —citó Hank—. Sospecho que ya has descubierto que, a la hora de rebelarse contra padres exitosos, uno debe ser muy selecto. No todo lo que nos legan carece de sentido.

—Ah, sí —contestó Kris con sinceridad—, pero separar el grano de la paja es un reto que puede llevar toda una vida.

—¿Por eso estás en la Marina?

—¿Por eso estás tú en Olimpia?

—Estoy aquí para comprobar por mí mismo en qué necesitáis ayuda.

—Sí, pero ¿por qué has optado por venir aquí en primer lugar? Seguro que a tu padre no le hace ni pizca de gracia que te hayas desviado del proyecto —dijo Kris, reemplazando las generalidades en torno a las cuales había girado la conversación por un específico «¿qué haces aquí?» que hubiese hecho que la tía Tru estuviese orgullosa.

—Sí, pero ir directamente a ello le hubiese alegrado demasiado. No me gusta hacer exactamente aquello que él espera.

—Pero ¿por qué quieres hacer esto?

—Ah, eso sería confesar demasiado para ser la primera cita, ¿no te parece?

Quizá, pero claro, ella agradecería saber qué tramaba tras aquella sonrisa y aquellos ojos entrecerrados. Sin embargo, antes de que Kris pudiese formular más preguntas, su comunicador emitió una señal.

—Alférez Longknife —contestó.

—El almacén ha sufrido un ataque con cohetes.

El estómago de Kris se congeló en un instante y el excelente filete solicitó regresar a la boca.

—¿Ha habido bajas?

—No lo sabemos todavía —respondió Tom.

—Ahora mismo estoy allí —dijo Kris, poniéndose en pie y apartando a un lado al
maître,
que le llevaba el sorbete. Hank se puso en pie a la misma velocidad y se dispuso a rellenar el cheque con el que pagar la comida. Sus guardaespaldas aseguraron que el camino hasta el coche estaba despejado, incluso mientras Hank firmaba una cuenta que hizo tragar saliva a Kris. Fuera apenas llovía, pero la calle estaba desierta, tampoco había nadie en los tejados ni asomando por la ventana.

Los habitantes de Olimpia habían aprendido a esconderse tras escuchar explosiones a plena luz del día.

Cinco minutos después, Kris se encontraba en el almacén del complejo. En la sección sur de la torre de vigilancia había un enorme boquete. De la zona de su propia oficina manaba humo.

—Voy a tener que dejarte aquí —dijo Hank—. Solo puedo desobedecer las órdenes de mi padre hasta cierto punto antes de que estos dos me inmovilicen.

—Entiendo a lo que te refieres. No tenías modo de saber el avispero que se ha despertado durante la cita.

—No te olvides de los próximos tres desembarcos. Quería estar aquí cuando aparecieran. Contienen los camiones y esos barcos de los que te hablé.

—¿Querías ver mi cara de sorpresa y de paso robarme un beso?

—Lo cierto es que lo había contemplado.

Ella le dio un rápido beso en la mejilla.

—Ahora ya sabes qué es tener una hermana. Tengo que ponerme en marcha. Hasta la próxima.

Él rió, quizá un poco sorprendido por el beso.

—Sí, definitivamente habrá una próxima vez. —Y entonces se marchó.

Kris no miró atrás; era el momento de reincorporarse a la Marina. ¿Dónde estaban las bajas? ¿Dónde estaban los atacantes? ¿Hasta qué punto era seguro aquel lugar? Activó el comunicador.

—Alférez Longknife al complejo del almacén. ¿Ha habido bajas?

—Hemos rescatado a los tres heridos del almacén número 2.

Era donde se encontraba la oficina de Kris.

—Estamos todos. Hemos tenido suerte. No ha habido muertos —informó Tom.

Le alegró oír aquellas noticias. Kris avanzó a paso ligero para reunirse con los heridos. Ester Saddik estaba vendando el brazo de un civil. Spens, el contable de Kris, estaba tumbado, con el uniforme hecho trizas y ensangrentado. Un médico lo examinaba.

—Au —protestó Spens cuando le levantaron una sección de la camisa cubierta de sangre.

—No será para tanto si todavía puedes quejarte —bromeó el médico.

—Sí que lo es. Maldita sea, ¿por qué mi padre nunca tenía días así en la oficina?

—Quizá porque tu padre nunca cabreó a los malos como lo hicimos nosotros ayer —aventuró Kris.

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