Rebelde (32 page)

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Authors: Mike Shepherd

BOOK: Rebelde
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Parecía un modo bastante aburrido de desperdiciar el día.

—¿Y quién es nuestro viejo invitado?

—No es tan viejo. Puede que incluso lo encuentre atractivo. Es un tal Henry Smythe-Peterwald, el decimotercero en llevar ese nombre —puntualizó el coronel—. Ya es bastante malo hacerle cargar a un pobre chaval con ese nombrecito, pero que encima sea el decimotercero... —El coronel negó con la cabeza.

Kris consiguió tragar lo que estaba masticando y responder al intento de broma del coronel con una sonrisa.
¡Ay, madre! Con todos mis intentos por dar esquinazo a este hombre, y ahora tengo que pasar el día entero con él.
El hecho de que su padre estuviese en los primeros puestos de la lista elaborada por la tía Tru de gente que quería ver muerta a Kris no debería complicar su relación, ¿verdad?

Y usted que pensaba que la misión iba a ser segura, coronel.

Kris inspeccionó la carga de los camiones mientras Tom comprobaba por última vez su estado. Mientras los tres convoyes se preparaban para ponerse en marcha, Kris mantuvo una sonrisa en su rostro ante la idea de que la encadenasen a un mostrador mientras la mayoría de aquellos que la habían acompañado el día anterior se enfrentaban a más carreteras embarradas, pantanos y bandidos. Kris bromeó con insistencia acerca de cambiarle el puesto a alguien hasta que ya no quedó nadie que la escuchara.

Cuando los camiones hubieron partido, se dirigió a su oficina. Jeb estaba esperándola; elaboraron rápidamente el horario de descarga, almacenaje y preparación del cargamento del día siguiente. Spens se encontraba en su estación de trabajo, fuera de la oficina; un único viaje al exterior del perímetro había sido suficiente para el contable. Como especialista en operaciones, ordenaba el torrente de información que inundaba los tableros de batalla. Estaba haciendo lo mismo para ella. Negó con la cabeza cuando la vio pasar.

—¿Te molesta algo? —le preguntó Kris.

—No nos envían más que basura. Raciones de veinte años que no hay quien mastique. Tengo medio almacén lleno de suministros médicos caducados. Mira esto. —Le enseñó un impreso—. Vacunas caducadas hace un mes. ¿Es seguro utilizarlas?

—Compruébalo con la farmacia —le pidió Kris, mirando sobre su hombro. Sí, la mitad del almacén número 3 estaba llena de basura pasada de fecha—. Seguramente estaban caducadas cuando las donaron.

—¿Cuánto, una semana? ¡Alguien nos está utilizando de vertedero!

—No, alguien nos está utilizando para deducir impuestos por sus generosas donaciones —replicó Kris.

—Seguramente fue mi viejo el que propuso la idea —gruñó Spens—. Y se pregunta por qué no quiero su trabajo.

Kris miró fijamente el impreso, acusando para sí al mundo que había querido dejar atrás al unirse a la Marina.

—Eh, mira lo que he encontrado por ahí —dijo una voz alegre a su espalda.

—Esperaba una presentación algo más... formal.

Kris se volvió, encontrándose con un sonriente Tommy y con Henry Smythe-Peterwald XIII, con los brazos cruzados, esperando en el umbral. Su atractivo, esculpido con exquisitez, era mucho más llevadero sin madre colgando de su codo. Aquel día llevaba un costoso traje hecho a medida. Kris recordó que aquella era la misma actitud con la que su madre la esperaba a su regreso de las montañas Azules.

Reprimió una mueca al recordar aquella situación, para que su invitado no pensase que estaba dirigida a él.

—No lleva puesta la acreditación de visitante. Lo llevaré al cuartel general para que se registre —dijo Kris, actuando según el procedimiento estándar mientras se aclaraba las ideas—. Querrá ver al comandante Owing. Está al mando, dado que el coronel Hancock está de permiso.

—¿No podemos ahorrarnos todo eso? Ya relleno bastantes formularios en casa —dijo, sin la menor acritud.

—¿Qué quiere ver? —le preguntó Tommy, lanzándole a Kris una mirada de soslayo que gritaba: «Además de a cierta alférez novata».

—Cualquier cosa menos a mi padre. ¿Qué haces aquí, Kris? —Henry se alejó rápidamente de Tommy para situarse junto a su cicerone.

—Lo que la Marina me ordena, Henry. Unirse a la Marina parecía el mejor modo de provocarle un ataque al corazón a madre.

—Ah, nuestra dedicación a la salud coronaria de nuestros padres... —Rió en voz baja—. Bueno, tenemos mucho en común. Y llámame Hank. Me basta con que mi padre me llame Henry.

—Por mí bien. A madre le encantará saberlo.

—¿Tu madre te está empujando hacia mí como mi padre me empuja hacia ti?

—Con la fuerza de una catapulta para asteroides.

—Entonces creo que te debo una disculpa. —Hank esbozó una débil sonrisa.

—Aceptada y devuelta —dijo Kris, extendiendo la mano. Él la estrechó; por un momento pensó que iba a besársela, pero no, se limitó a estrecharla con firmeza.
No vayas a hacerte primeras impresiones,
se dijo Kris. Aquel hombre iba a tener que definirse a sí mismo, independientemente de la historia de sus padres, las ilusiones de madre o, ya puestos, las sospechas de la tía Tru.

—Bueno, ¿qué podemos hacer por ti? —dijo Tommy, propiciando el abrupto fin del apretón de manos.

—Creo que la idea es que yo haga algo por vosotros. Al menos, así es como conseguí convencer a mi padre de que no me enviase a Grozen a trazar los planes de construcción de una central. «Si podemos aparecer en los medios gracias a una buena acción, hagámoslo», le dije. Así que tengo la nave llena de cosas que podrían veniros bien.

—¿Y cuando esté todo descargado...? —preguntó Kris.

—Entonces sí que me tocará ir a Grozen.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en descargarlo todo? —preguntó Tommy.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaré en decidir qué os es útil?

—Unas cuantas horas —dijo Tom.

—Unos días —respondió Kris.

Tom le lanzó una mirada de sorpresa.

Bueno, nadie ha dicho que este chico haya venido aquí a matarme.

—Spens ha descubierto algo muy interesante esta mañana. —Kris observó cómo reaccionaba Hank cuando su contable le describió su hallazgo matutino. Cuando Spens hubo terminado, el visitante encendió su comunicador.

—Ulric, ¿tenemos suministros médicos a bordo?

—Varias toneladas, señor.

—Envíe toda la información sobre ellos aquí abajo, incluyendo las fechas de caducidad. ¿Cómo se llama?

—Spens, señor.

—A ese nombre lo enviaré, señor.

—Bien, Ulric. Haz que los Smythe-Peterwald se sientan orgullosos. —Se volvió hacia Kris—. Esto debería solucionarlo.

Kris asintió. Si los suministros habían resultado ser un timo, aquella decisión pondría fin al problema, al menos ese día.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres ver?

—Cómo es un día cualquiera para vosotros.

—Puede resultar un tanto desagradable —dijo Kris.

—Y peligroso —añadió Tom.

—Me he enterado de lo de ayer. Un tiroteo al estilo del lejano oeste.

—Algo así —contestó Kris.

—¿Por qué no te enseño cómo volvemos a montar los camiones? —intervino Tom.

—No está mal —dijo Kris. Le proporcionaría la oportunidad de ordenar sus pensamientos mientras Tom y Hank se entretenían con algo propio de hombres. Aunque seguramente el primero fuese el único en encontrarlo entretenido, pues Tom tenía intención de mostrar a aquel niño rico lo poco que sabía.

—¿Nunca has desmontado un motor? —preguntó Tom quince minutos después, mientras se limpiaba el aceite de las manos.

—Nunca me he acercado a uno descubierto.

—¿Ni siquiera al de un coche?

Hank miró hacia la nada a través de la puerta del garaje.

—Mi chófer se ocupaba de eso. ¿El tuyo no, Kris?

Kris interpretó correctamente aquella petición de ayuda, pero no estaba dispuesta a ponérselo en bandeja a Hank.

—Ayudaba a nuestro chófer a cambiar el aceite y preparar las limusinas constantemente.
—Bueno, en dos ocasiones en las que madre no miraba.

—Esa experiencia viene muy bien cuando recibes camiones en este estado —dijo Tom.

Hank suspiró profundamente y encendió su comunicador.

—Ulric, ¿hasta qué punto hemos utilizado los camiones que llevamos a bordo?

—El que más ha rodado lo ha hecho quince kilómetros, señor. —Hank cortó la comunicación mientras sonreía, satisfecho—. Dudo que alguno de los treinta camiones que voy a entregaros tenga que pasar por el taller. ¿Cuál es la siguiente parada en mi
tour
por vuestro duro día de trabajo?

Tom parecía muy molesto por el hecho de que ya no fuese a ser tan necesario. Su sonrisa desapareció durante tres segundos antes de regresar con toda su intensidad.

Kris intervino antes de que las cosas fuesen a más.

—Deja que te enseñe mi almacén. —Aquella frase trasladó el centro de atención de Tom a ella y le dio la oportunidad de mostrar lo que había conseguido. Mientras Kris conducía a Hank, descubrió que tenía muy buena conversación. Bueno, siempre y cuando esta se limitase a aquello de lo que ella se sentía orgullosa: cómo había mezclado a los trabajadores del almacén que había heredado con unos voluntarios a los que había reunido y un puñado de guardias de la Marina a los que había encargado la protección del edificio. Durante su vida, había enderezado el rumbo de numerosas campañas y programas de voluntarios que los amigos de su madre soñaban con formar pero que no eran capaces de organizar. Aquel almacén y las personas a las que daba de comer eran buena prueba de ello.

El recorrido también le proporcionó numerosas oportunidades de enseñarle otras cosas a Hank. Y mientras él observaba, ella lo estudiaba. Había preocupación en los ojos que adornaban aquel rostro perfectamente esculpido, pero permanecieron abiertos de par en par a la vez que expectantes mientras contemplaba su trabajo.

Kris también tuvo la oportunidad de comparar a los dos hombres que había en aquel momento en su vida: el primero mostraba una preocupación casi infantil por que el otro no fuese una amenaza; el segundo era reservado y no parecía preocupado más que por las palabras de Kris. No dejaba de prestar atención y solo formulaba preguntas inteligentes que hacían que continuase hablando cuando creía no tener otra cosa que decir. Era fácil conversar con alguien así.

Concluyeron su recorrido en el rompeolas, contemplando el amerizaje de una nave sin tripulación. Salpicó al finalizar su trayectoria, mezclando espuma y agua con las gotas de lluvia. Un remolque partió de los raíles de la Marina en cuanto la nave de suministros se detuvo.

—Es una de las mías —explicó Hank—, cargada con algo que llaman galletas contra la hambruna. Son barritas de doscientos gramos; cubren todas las necesidades de proteínas, vitaminas y minerales de un día. Lo bueno es que, si se mezclan con agua, se expanden en el estómago y producen sensación de saciedad.

—Agradecerán un cambio después de tanto arroz y legumbres —aseguró Tom.

—¿Qué vas a hacer con todas esas naves cuando las hayan vaciado?

La pregunta iba dirigida a Kris.

—Vamos a reciclar el aislante —dijo señalando los montones donde se acumulaba aquel material—. Los motores los reducimos a polvo de carbón. En la mayoría de las misiones de rescate el material reciclado se emplearía en la economía del lugar, pero Olimpia no tiene una economía propiamente dicha, así que tendremos que dejarlo aquí hasta que puedan hacer algún uso de él. —Se encogió de hombros.

—Pero ¿podéis usar mis camiones? —Miró a Kris a los ojos por primera vez.

—Ahora mismo —afirmó Kris—. Nelly, muéstranos un mapa de ciento sesenta kilómetros a la redonda. —Ante ellos apareció un holograma; Kris se concentró en el mapa para evitar la intensa mirada del joven. No había escuchado una sola cosa que no quisiese oír en la última media hora. ¿Cómo no iba a gustarle estar con un hombre generoso que empleaba su tiempo en averiguar sus necesidades? Ella misma se había alistado en la Marina precisamente para eso.

A juzgar por el imperio comercial que Hank compartía con su padre, aquella situación era la más cercana al mundo real que aquel joven había experimentado.

—Ahora podemos repartir comida entre los más necesitados —dijo Kris mientras señalaba al centro del mapa, llamando la atención de los dos chicos—, así que aquí nadie pasa hambre. El problema es el campo que se extiende más allá del perímetro. Incluso con los hombres de Tom trabajando a contrarreloj, solo tenemos quince camiones que funcionen. Dos de cada tres están estropeados por culpa de alguna avería. Los mecánicos locales tienen que desmontar uno para que otro funcione, pero en el estado en el que se encuentran las carreteras, por cada uno que arreglan se estropean dos. —Suspiró.

—Mis treinta camiones podrían ayudar a ese respecto —dijo Hank mientras seguía la mirada de Kris por el mapa—. Pero el norte presenta sus propios problemas. Está lleno de colinas y valles con ríos. No veo muchos puentes.

—Porque no los hay —intervino Tom. Kris informó a ambos sobre lo que había aprendido del coronel acerca del objetivo del planeta de tener un Gobierno mínimo.

—No habrá puentes hasta que los granjeros locales no los construyan. —Superpuso un mapa previo a la erupción del volcán. Antes había cuatro puentes; todos ellos habían sido arrasados por la corriente.

—Lo que necesitáis son barcos y puentes portátiles —afirmó Hank. Después, su sonrisa se hizo más amplia—. Dejad que os muestre lo que tengo para vosotros —dijo, mostrando absoluta confianza en sí mismo—. Papá ha comprado una empresa que hace embarcaciones de metal inteligente, el mismo material del que está hecha la Tifón. Los barcos pueden plegarse hasta alcanzar el tamaño de un contenedor estándar, una carga perfecta para cualquier camión. Depositadlo en el agua, seleccionad una forma y apartaos. En cinco minutos tendréis un barco, una barcaza o un puente listo para los pasajeros o para que pase un vehículo por encima. Y el precio es inmejorable, señorita; puede llevárselo gratis.

—¿Cuánto pesan? —intervino Tom, sin terminar de creerse lo que Hank les ofrecía—. Esas carreteras están embarradas. ¿Y cómo pueden sacarse del camión para depositarse en el agua? ¿También andan?

—No —contestó Hank—. Son pesados. Normalmente utilizamos una grúa. Puede que el metal sea inteligente pero nadie, ni siquiera en Santa María, ha descubierto cómo hacer que también sea ligero.

Kris se esforzó por contener la sonrisa que le provocaba aquel enfrentamiento cargado de testosterona.

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