Authors: Mike Shepherd
—¿Lo ha arreglado? —preguntó José.
—Compruébalo —contestó Kris, no muy segura.
José empujó la palanca hacia delante y el barco se puso en marcha.
—Parece que va todo bien —dijo él—. ¡Sí! ¿Crees que podrás ocuparte de la abolladura de proa? —Señaló la zona en la que el metal había quedado combado.
—Lo intentaré... cuando estemos en tierra —respondió Kris. Sus palabras provocaron carcajadas entre el capitán y su tripulación. José hizo que el barco fuese sensiblemente por debajo de la velocidad máxima, situó a dos vigías con palos largos en la proa y ordenó al resto que achicasen agua. Indicó a Kris con un gesto que se dirigiese a la estación de mando.
—¿Tienes un mapa de la bahía? —Kris extrajo el lector y abrió la imagen más reciente del acceso a la costa y superpuso sobre esta un mapa previo al desastre.
—¿Así está bien?
—Sí. Tres ríos desembocan en un pantano del que surgen doce meandros. Navegarlos es un caos. Podríamos ir por el camino equivocado sin darnos cuenta.
Kris pulsó el botón del satélite de posicionamiento global y apareció más información en la pantalla.
—Así que tú también tienes uno. Yo tuve que empeñar el mío.
—Funcionará —le aseguró Kris antes de entregarle la unidad y volver a achicar agua. No tuvo que preguntar cuándo habían llegado al río. Aunque José puso el motor a toda máquina, tuvieron que frenar. Los troncos de los árboles asomaban sobre las aguas allí donde antes se encontraba la orilla. Incluso después de que el planeta se secase, aquella zona tardaría mucho tiempo en recuperarse.
Kris se irguió, estiró la espalda y se volvió hacia José.
—¿Vamos a continuar por el centro del río?
—No si queremos llegar antes de la semana que viene. La corriente se mueve a una velocidad de seis, quizá ocho nudos. Tenemos que alejarnos de ella. Y claro, corremos el peligro de chocarnos con los árboles. Nabil, Akuba, mucho ojo con lo que se acerque de frente. No queremos que el barco de esta mujer encalle por culpa de un árbol o una piedra. —La lluvia escogió aquel instante para caer con más fuerza, reduciendo la visibilidad a la distancia de un bote. José aminoró la marcha, por lo que la velocidad se redujo hasta casi desaparecer.
Su avance era lento y los vigías de proa no hacían más que desviar el barco de rocas, desechos, restos de un edificio y árbol tras árbol. Kris echó sucesivos vistazos al canal principal, pero no podían ir por allí. Quizá en el pasado hubiese sido tan plácido como el lago de su hogar. Pero entonces el agua estaba agitada, formando olas que rompían en películas de espuma. El agua había enloquecido con una fuerza capaz de reducir árboles a astillas y rocas a grava. Por peligroso que fuese navegar a través del terreno anegado, adentrarse en la corriente principal era un suicidio.
El fatigoso viaje no estuvo exento de miedo. Una corriente los alejó de un árbol que estaban apartando, enviándolos de lado, río abajo, hasta impactar contra una roca que acababan de esquivar con precaución. Incluso el gran Olaf necesitó ayuda para retirarla. Todas las manos del barco empujaron la roca con palos, remos o por sí mismas, solo para mover el barco. A través del agujero empezó a salir el agua.
—Todos los de la Marina al otro lado, a la izquierda —gritó José en cuanto Tom se dirigió a la derecha. Kris se aferró a las cuerdas que asían el cargamento para situarse en el extremo izquierdo, hasta donde se atrevía. Nabil y Akuba movieron la proa del barco y José dejó que la corriente los moviese cien metros río abajo mientras se aseguraba de que todo iba bien antes de poner el motor en marcha y renovar el combate con las salvajes aguas.
Kris echó un vistazo a su reloj; a la velocidad a la que iban tendrían suerte de llegar al rancho Anderson antes del anochecer. Contempló la posibilidad de llamar al coronel, pero desestimó la idea. Estaba decidida a cumplir con su tarea; ya la colgarían por rebeldía o insubordinación más tarde. En aquel momento no podía hacer otra cosa. Kris se concentró en el río.
La lluvia caía a rachas. Tommy comentó que parecía como si cayesen sábanas de agua sobre ellos. Mick contestó que estaba listo para irse a la cama, con sábanas o sin ellas. Aquella observación hizo que Olaf se preguntase quién dormiría con quién. Pese a estar cansados y empapados, aún tenían fuerzas y ganas para reír. Kris pensó que, para navegar por un río enloquecido, no había tripulación como aquella.
A medida que pasaban las horas, el frío y la humedad empezaron a hacer mella en Kris. Le dolían músculos que no sabía que tenía. No podía limitarse a quedarse quieta, sino que tenía que emplearse a fondo a cada instante para no golpearse contra los costados de metal líquido, las cajas de comida o los frágiles viales de cristal que contenían las vacunas. De modo que se mantuvo en pie, poniéndose en cuclillas para achicar agua, doblando las rodillas para mantener el equilibrio frente a los vaivenes y las sacudidas. Aquella experiencia no se parecía en nada al crucero que Tommy y ella compartieron en el Oasis. Después de aquello, ¿estaría dispuesta a meterse en algún lugar lleno de más agua de la que pueda contener un jacuzzi?
—Ese es el rancho Harmosa —le indicó José a Kris, señalando un tejado que asomaba entre ellos y el embravecido río—. El siguiente es el de Anderson, a unos cinco kilómetros río arriba. Todo va a ir bien.
Mientras el capitán les informaba, tomó una curva y una corriente procedente del canal principal cayó sobre ellos. José sujetó el timón con ambas manos y envolvió su poste con las piernas, luchando contra la fuerza de las aguas. El barco giró bruscamente, subiendo y bajando con una violencia desconocida durante aquella jornada. Tommy perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer, pero Kris pudo sujetarle del cinturón. El siguiente vaivén los hubiese arrojado a los dos por la borda de no ser por Mick, que introdujo los pies bajo las cuerdas que sujetaban el cargamento. Finalmente, Olaf consiguió abrirse paso a través de las cajas; sujetó a Tommy y a Kris por las mochilas con sus manazas y los arrojó hacia el interior como si no pesasen nada.
Kris permaneció tendida bocabajo durante un largo minuto, dando bocanadas, dejando que la lluvia la empapase hasta los huesos. En menudo lío se había metido, arrastrando a Tommy consigo. Pero ya casi habían llegado.
Solo un poco más,
se dijo a sí misma mientras se esforzaba por ponerse en pie, aferrando las manos (y uno de los pies, además) a las cuerdas que mantenían el cargamento unido.
—Gracias, Kris —dijo Tommy.
—Gracias a todos —añadió Kris, escudriñando a la tripulación a través de la oscuridad.
—Somos nosotros los que tenemos que darte las gracias a ti. —José rió—. Piensa en las historias que podremos contar cuando regresemos. —Olaf y Mick parecían disfrutar de la idea. Nabil se limitó a negar con la cabeza. Akuba ni la levantó, centrado como estaba en buscar restos flotantes.
Empezaba a oscurecer de manera muy intensa. Después de echar un vistazo a su muñeca, Kris comprobó que era muy temprano para semejante negrura. Parte de las tinieblas se debía a la incesante lluvia. Pero también eran el resultado de los precipicios de trescientos metros de altura que se extendían al sur del desfiladero por el que corría el río.
—Hay rápidos a cinco o seis kilómetros del rancho Anderson. —José llamó a todos los presentes—. Tened los ojos bien abiertos. Si nos pasamos, nos meteremos en un buen lío.
Kris intentó conectarse a la red, pero solo escuchó interferencias.
—Nelly, haz una búsqueda de radio. Ponte en contacto con cualquiera que esté conectado a la red.
Nelly no consiguió dar con ninguna señal.
—Quizá se haya quedado sin energía —explicó Kris a José y a la tripulación—. No significa nada que se quede en silencio —los tranquilizó. Pero ¿por qué no se tranquilizaba ella misma?
Nabil y Akuba extrajeron unas linternas y apuntaron con ellas hacia la proa. La lluvia parecía haber perdido intensidad, aunque no era más que una ilusión debida a la oscuridad reinante. Más de cien metros separaban el haz de Nabil de los restos anegados de un edificio de varias plantas. José aminoró la marcha y se aproximaron cuidadosamente a este. La planta superior había ardido; algunos grandes troncos asomaban ennegrecidos sobre las aguas. Allá donde el río lamía la planta superior, dos calaveras los observaron desde sus cuencas vacías.
—Madre de Dios. —José se santiguó y cambió el rumbo del barco.
—Dijeron que habían incinerado a los muertos —recordó Kris—. Supongo que fue aquí donde lo hicieron.
—Esa era la vieja casa, donde los Anderson empezaron hace cincuenta años. El rancho principal debería estar allí —dijo José, señalando a su izquierda. Lentamente, el barco se dirigió hacia aquella dirección. La lluvia recobró intensidad; a punto estuvieron de darse de bruces contra el primer edificio inundado antes de avistarlo. El agua había cubierto sus altos muros hasta la mitad—. Allí es donde guardan el ganado. Tened cuidado con la verja —previno José. Kris decidió que era el momento de llamar a casa.
—Coronel Hancock, aquí la alférez Longknife. —Seguía sin escucharse otra cosa que no fueran interferencias. Kris repitió la frase, con idénticos resultados—. ¿Nelly?
—Me temo que los precipicios bloquean la frecuencia —dijo Nelly—. No puedo establecer una conexión con el satélite de comunicaciones desde nuestra posición.
—No pienso exponerme a la corriente con esta oscuridad solo para buscar un sitio desde donde pueda conectar —dijo José antes de que Kris llegase a articular palabra.
—No iba a pedírselo —concluyó Kris.
—Hemos llegado a la verja —anunció Mick desde la proa.
José viró hacia la derecha.
—Creo que hay una puerta por algún lado en esta zona. Voy a apagar el motor. Preparaos para empujar el barco.
Encontraron un agujero en la verja antes de dar con la entrada. Una vez lo atravesaron, José se adentró en la oscuridad. La luz reveló más edificios inundados. El barco chocó contra lo que sea que estaba oculto bajo las aguas. El capitán detuvo el motor y empujaron el barco con palos. Cuando la lluvia hizo una nueva pausa tuvieron la oportunidad de echar un buen vistazo alrededor, comprobando que estaban en medio de una granja, rodeados de casas, graneros y otros edificios, todos ellos inundados. No había ninguna luz.
—Tienen que estar por alguna parte —dijo Kris con el ceño fruncido.
José hizo una mueca idéntica.
—Hay un par de graneros cerca de los riscos. También hay una o dos casas. —Señaló hacia la derecha, y en esa dirección se encaminaron. Cuando atravesaron un enorme granero y la verja que comenzaba en uno de sus extremos, la corriente cobró fuerza, por lo que les costó más mover el barco. José se dispuso a encender de nuevo el motor.
—Espera un segundo —le pidió Kris—. ¿Escucháis eso? —El rumor de la lluvia y el río dificultaban oír cualquier otro sonido. Pero a medida que se asentó el silencio y la tripulación contenía la respiración, el sordo murmullo se hizo más persistente.
—Las cataratas —suspiró José—. Deben de tener mucha fuerza para hacer tanto ruido. Pero no vamos a ir a ninguna parte si nos limitamos a empujar. —Encendió el motor, pero mantuvo la velocidad muy baja. La tierra que habían dejado atrás había visto tiempos mejores. En los alrededores había vacas perdidas sobre pequeñas islas o hundidas en el barro hasta las ubres. Pasaron ante un reducidísimo rebaño que debía de haberse refugiado en una isla menor. Por muy lamentable que fuese el aspecto de las vacas, debían de haber sido seleccionadas para sobrevivir: la esperanza de un optimista que aspiraba a salvarlas para empezar con un nuevo rebaño cuando las lluvias cesasen. Pero el agua les llegaba ya hasta la parte superior de las extremidades; se ahogaban de forma lastimosa mientras los humanos, incapaces de ayudarlas, pasaban ante ellas.
—No va a quedar nada de nosotros —le susurró Nabil a Akuba.
—Hay algo ahí al frente. Parece fuego —gritó Olaf desde su posición en la proa. José detuvo el motor. Tardaron un rato en separar los sonidos de la lluvia y el rugir del río, pero pocas cosas había más dulces que el sonido de una voz humana. Olaf puso las manos alrededor de su boca y gritó con su tronante voz de barítono—: ¡Ah del rancho!
Recibió respuesta al tercer grito.
—¿De qué maldito rancho hablas? ¿Quiénes sois? Tengo un fusil.
—Soy José —replicó el capitán a voces—, con un barco lleno de medicinas y comida. ¿Quieres que pare, o sigo mi camino?
—Puede que encontremos un lugar al que amarraros durante la noche, si traéis una cuerda.
—La tenemos. ¿Hay algún árbol cerca?
—No, pero si tenéis comida, pienso sujetar la cuerda con mis propias manos toda la noche. —Seis figuras se materializaron lentamente entre la niebla. Una de ellas tenía la mano levantada y Olaf le tiró una cuerda. Los seis hombres tiraron con fuerza y el barco se movió hasta atracar en el barro.
—Por Dios, nos alegramos muchísimo de veros. ¿Vienen más barcos con vosotros?
—Estamos solos. ¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Kris mientras saltaba sobre el costado hasta aterrizar sobre el fango, que le cubrió hasta los tobillos.
—Algunos se marcharon antes de que la situación empeorase. Otros están durmiendo bajo los pocos tejados que todavía aguantan. Otros estamos aquí fuera, preocupados. ¿Escuchasteis nuestro mensaje?
—Hemos oído lo de la fiebre de Grearson. He traído a un médico con la vacuna. —Kris señaló al médico mientras bajaba del barco, con sus dos bolsas con los símbolos de la cruz, la luna creciente y la estrella rojas. Kris extendió la mano hacia el hombre con el que había estado hablando—. Soy la alférez Kris Longknife, de la Marina de la Sociedad de la Humanidad, a su servicio.
Kris escuchó una voz procedente de la niebla.
—¿Además de todo por lo que hemos pasado, va y viene una Longknife? —Sin embargo, el apretón de manos y la sonrisa con los que la recibió el hombre eran genuinos.
—Agradecemos mucho cualquier cosa que llevéis con vosotros —dijo un hombre con el pelo cano, vestido con unas ropas que colgaban sobre él como si un año atrás hubiesen tenido mucho más que cubrir—. Soy Sam Anderson. Mi padre fundó este rancho. Miró alrededor, a la neblinosa oscuridad, como si viese algo que ya pertenecía al pasado—. Y supongo que concluirá conmigo. Escuchad, ¿a cuántos podéis sacar de aquí en el barco? Tenemos a un par de docenas de enfermos, además de los ancianos y los niños. Creo que antes del amanecer vamos a tener que empezar a trepar por el precipicio. Sería un detalle que os llevaseis a los más débiles en el barco.