Rebelde (16 page)

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Authors: Mike Shepherd

BOOK: Rebelde
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Kris respondió exagerando sus maneras.

—Sí, señor. Sin preguntas, señor.

—Me da que ni siquiera la Marina es capaz de sacarte una respuesta así. —Honovi sonrió—. Por cierto, hermanita, valoro mucho lo que hiciste por mi campaña. Hasta padre dice, cuando está tranquilo, que me sacaste las castañas del fuego.

Kris se inclinó y le dio a su hermano mayor, dos centímetros más bajo que ella, un beso en la mejilla.

—Sigue así, hermano. Haz que padre se enorgullezca.

—Lo haré. Y ahora, en marcha. Cuantos más Longknife haya circulando, más manos estrecharemos. —Citó la perenne demanda de padre y miró a cada una de las esquinas de la habitación en las que aún no había familiares presentes—. Di algo agradable a ese grupo de oficiales, o a los veteranos. Tú y yo sabemos que a padre le vendría bien toda la ayuda posible en el ala derecha y, con tu medalla y todo eso, seguro que algo consigues.

Era agradable comprobar hasta qué punto valoraba su padre que pusiese en peligro su vida.

—Ahora mismo —dijo Kris, obediente, mientras se daba la vuelta.

—¿Así funciona? —preguntó Tommy cuando Honovi se hubo marchado.

—¿Quieres decir si lo primero es la política y todo lo demás, secundario?

—Supongo.

—¿Tu familia no antepone los negocios a todo?

—Sí, pero también nos divertimos.

—Tommy —dijo Kris mirando alrededor, manteniendo su sonrisa firmemente pegada a su rostro—, este es un entorno en el que se forjan muchas lealtades políticas. Es en ocasiones como esta cuando mi familia hace negocios.

—¿Crees que Harvey podría llevarme a casa?

—Sonríe, escucha y todo saldrá bien —concluyó Kris, concediendo a Tommy aquel consejo básico de supervivencia que su padre le había dado cuando tenía seis años. Al lado opuesto de los militares se encontraba un grupo de viejos veteranos cubiertos de medallas que lucían orgullosos en sus solapas y en las impecables pecheras de sus ropas de civil. Dado que en aquel grupo no había ningún miembro de su familia que pudiese reconocer, Kris se dirigió hacia ellos, pero lentamente.

—Kris, casi no te había reconocido vestida de blanco —espetó unas de las amigas de madre en voz alta—. Ay, es que no es propio de ti, para nada. —Kris suspiró e hizo una pausa mientras una mujer acompañada de su hija se aproximaba hacia Tommy y ella. La madre lucía todas las últimas tendencias en los lugares incorrectos. Su hija tenía sus atributos tan realzados que a Tommy se le salían los ojos de las órbitas... O se había dado colorete en los pechos o estaba mostrando unos milímetros más incluso que la madre de Kris—. Esperaba que pudieses organizar el desfile de moda estival, como hiciste el año pasado —dijo la madre—. Tienes una mano con los horarios, las listas de asistencia y cosas así...

—Madre —intervino la hija, poniendo los ojos en blanco—, hasta tú puedes darte cuenta de que tiene otras cosas que organizar. ¿Te dejan hacer algo que no sea tu trabajo? —preguntó, mirando a Kris de arriba abajo—. Estás empezando desde abajo, ¿verdad? Quiero decir, como banderín, corneta o un rango así.

—Alférez —le informó Kris. Tras ella tenía lugar una conversación mucho más interesante.

—Los beneficios potenciales no tendrán límite, hijo —aseguraba una voz aguda—, una vez nos hayamos quitado de encima a ese montón de viejas asustadas de la Tierra, que tanto han limitado nuestra expansión. Nos están chupando la sangre, obligándonos a asentarnos en todo planeta habitable en su área de expansión antes de permitirnos dar un pasito al exterior. Es una vergüenza que un maldito tratado que no hace sino estrangular el crecimiento lleve el nombre de Bastión.

—Bueno, conozco a un chico encantador, McMorrison —continuó la mujer—. Quizá, si le hablo bien de ti, podría conseguirte un pase para el desfile de este año.

Kris murmuró algo parecido a «buena suerte» y se volvió en cuanto ellas lo hicieron. Se encontró cara a cara con un rotundo hombre de negocios, que se puso tan rojo como su corbata cuando se dio cuenta de que había hecho su última observación ante una de las tataranietas del hombre que, como presidente de la Sociedad de la Humanidad durante el fin de la guerra iteeche, elaboró el tratado que limitaba la expansión humana como último gran logro antes de retirarse definitivamente.

Kris sonrió, le extendió la mano y, mientras la estrechaba, dijo con aplomo:

—¿No cree que expandir el límite del crecimiento humano cuatro veces en los últimos sesenta años ha mostrado mucho valor por parte de quienes combatieron a los iteeche?

El hombre murmuró algo y Kris continuó su camino.

—¿Cómo lo haces?

—¿Qué?

—Estar al corriente de todas las conversaciones y pasar de una persona a la siguiente como una especie de ordenador —dijo él.

—Bueno, en primer lugar, yo no olvido mi nombre cada vez que se me pone una mujer con grandes pechos delante.

—Tiene que ser genial tener tu propio par para mirarlos siempre que te duchas. —Tommy esbozó una desvergonzada sonrisa.

—No sé yo.

—Pues a mí me gustaría opinar al respecto —dijo Tommy, solícito, antes de ahogar una carcajada—. ¿Te imaginas la cara que pondría Thorpe cuando recibiese órdenes de darte un permiso temporal para que pudieses asistir a un desfile?

—No quiero ni pensarlo —dijo Kris, intentando no poner cara de asco. Todo cuanto había hecho para ser una alférez corriente se esfumaría en el acto si el general McMorrison hacía caso a aquella vieja.

—Kris, ¿qué haces en la Marina? Pensé que lo tuyo era la política —dijo alguien a su izquierda. Se detuvo y vio a una mujer joven que, como excepción en aquel acontecimiento, vestía con normalidad. Sin embargo, Kris no acertó a recordar su nombre, así que sonrió y le extendió la mano.

—Apuesto a que no me recuerdas —empezó la mujer—. Soy Yuki Fantano, del norte de Tuson. Pasaste una semana preparando nuestros cuarteles generales de campaña para la última reelección de tu padre.

—Claro, Yuki —mintió Kris—. ¿Cómo van las cosas por el norte?

—Con un calor del demonio, y eso que todavía estamos en los primeros meses. No me puedo creer lo rápido que te ocupaste de aquel caos y lo convertiste en un espectáculo de primera.

—Bueno, tengo algo de experiencia en esa clase de cosas.

—Apuesto a que sí. —Yuki sonrió.

—Y, además, no conocía a nadie, y todos fuisteis lo bastante amables como para seguirme la corriente cuando empecé a ponerlo todo patas arriba.

—¿Cuándo va a admitir Billy Longknife que estamos obligados a imponer tasas a la importación para proteger nuestras industrias de la basura barata que vomita la Tierra? —escuchó Kris a sus espaldas. Observó con un rápido vistazo a dos mujeres mayores que charlaban entre ellas—. Y mira a todas estas mujeres, vestidas como Brenda Longknife. Parecen fulanas terrícolas. Espero que ahora Billy apoye las restricciones turísticas. Por lo más sagrado, en unos minutos van a colocarle una medalla a esa Longknife por salvar a una de nuestras niñas de un montón de escoria de las «Siete Rameras». Un buen sistema de pasaportes se hubiese ocupado de dejar a esos matones en el lugar al que pertenecen.

—Si lo ha hecho un Longknife —le aseguró su amiga—, no ha podido ser muy difícil. Después de todo, los secuestradores no eran más que matones de tres al cuarto. Los mundos interiores no enseñan en los colegios otra cosa que a robar bolsos.

Yuki se puso pálida.

Kris se encogió de hombros, sonrió y prosiguió.

—¿Por qué no les has dicho nada a esas? —preguntó Tommy.

—¿Has intentado enseñar a cantar a un cerdo? —contestó ella.

—Supongo que sería una pérdida de tiempo. Entonces dime, ¿qué cambios hiciste en la oficina de Tuson para impresionar tanto a Yuki?

—Al final todo es muy sencillo, Tom, si no te importa tener éxito o si las personas que te rodean están «honradas» de contar contigo. Eso lo aprendí la segunda vez que me arrojaron en mitad de ninguna parte con órdenes de coordinar a un montón de extraños para conseguir votos a padre. —
Y me uní a la marina para que no continuasen enviándome allí donde necesitaban que alguien les sacase las castañas del fuego. Los militares se mantienen al margen de la política, así que la alférez Longknife también lo hará
—. Y cómo no —concluyó—, todo lo que hagas, hazlo con una sonrisa.

—¿Así que una sonrisa?

—Sí, y no dejes de sonreír, que a estos dos los conozco.

—Los negocios de la Tierra me están dejando sin blanca por el escaso tiempo de vigencia de las patentes —se quejaba el doctor U'ting, investigador en nanobiología—. Cada vez que hemos puesto en marcha una de mis ideas, esos ladrones de la Tierra declaran que la patente ha expirado y empiezan a quedarse cosas para ellos. El sector exterior está llevando a cabo todas las investigaciones y ellos a cambio no nos pagan ni con dinero falso. Yo propongo que nos libremos de ellos y que se pudran.

—Necesitamos una ley central de patentes, Larry, y el sector exterior ha estado intentando extender la duración de las nuestras —apuntó el doctor Meade, antiguo profesor de ciencias políticas de Kris.

—Y la última vez que el Senado la aprobó, ese maldito presidente de la Tierra vetó la propuesta. Joder, Grant, ¿cuándo fue la última vez que el sector exterior eligió presidente? Alguien que no fuese un Longknife. Oh, una o dos veces; pero siempre que tiene lugar una elección popular, la Tierra y las «Siete Brujas» se ocupan de colocar a alguien y nosotros somos incapaces de aprobar una ley. Por lo que a mí respecta, estaríamos mejor por nuestra cuenta. Que cada planeta se ocupe de sí mismo. Desarrollamos nuestras propias patentes, organizamos nuestros propios archivos. Y que esos ladrones intenten duplicar mi trabajo sin mi autorización expresa, a ver qué pasa.

—Son el principal mercado —observó el doctor Meade mientras daba un sorbo a su bebida.

—Y tienen la mayor flota —intervino Kris, uniéndose a la conversación—. Durante la guerra iteeche, fue esa flota la que nos salvó. Con miles de millones de terrícolas a bordo.

—Hola, Kris. Veo que te ha ido bien —dijo el doctor Meade con una sonrisa.

—Solo hice mi trabajo —contestó Kris.

—¿A quién le importa la historia antigua? —gruñó el otro—. El imperio iteeche se ha echado a dormir y nadie ha vuelto a encontrar indicios de otra especie alienígena.

—Gracias al tratado de Bastión. Realmente no nos hemos esforzado mucho por encontrarlos —aclaró el doctor Meade.

—Es una galaxia gigante y no hemos hecho más que tocar su superficie.

—Suenas como un terrícola con la cabeza metida en la arena.

Kris asintió en dirección al doctor Meade y continuó, dejándole a él con aquella familiar discusión. Era como si estuviese compitiendo por estrechar el mayor número posible de manos. El bar no quedaba demasiado lejos. Kris se detuvo el tiempo necesario para pedir un vaso de agua con gas; Tom pidió una cerveza.

A poca distancia, a su derecha, se encontraban los veteranos hacia los que se había estado dirigiendo. Era fácil reconocerlos por las medallas que lucían en sus solapas; veteranos de la guerra iteeche. Las mujeres ancianas del grupo debían de ser las únicas en toda la estancia que vestían chaquetas, blusas y pantalones de una era pasada. Pero claro, Kris no podía pensar en ningún modo de abrochar medallas a un corsé. Pensar en su madre colocándose la insignia dorada en forma de sol de la Orden Terrícola o la medalla al Mérito Militar en su indumentaria hizo sonreír a Kris.

Varios veteranos le devolvieron la sonrisa y Kris se unió a ellos con confianza. Como la hija del primer ministro, había pasado poco tiempo con aquellos individuos. Como alférez de la Marina, le dieron la bienvenida. Lo que no hicieron fue interrumpir la conversación que ya estaba teniendo lugar cuando se incorporó al grupo.

—Lo que estos crios necesitan es una buena guerra.

—Son demasiado blandos, demasiado blandos y complacientes, te lo digo yo.

—Una buena guerra les daría agallas. Como las de antes.

—Míralas a ellas, mostrándolo todo como libertinas.

—Panda de borregos.

—Una buena guerra les enseñaría a defenderse por sí mismos.

—Y mirad quién los dirige. Ese maldito Longknife y sus escándalos. El muy bastardo no ha servido de uniforme ni un día de su vida.

—Un par de horas con un sargento instructor meterían a ese hombre en vereda.

—Mi sargento instructor lo hubiese dejado arrastrándose.

—Eso ya lo hace. —La pulla provocó risitas en el grupo.

Algunos contertulios repararon en la presencia de Kris; era difícil no verla, vestida de blanco en contraste con los estridentes colores que recorrían la estancia. A su paso le dedicaban cordiales saludos y miradas, pero no contuvieron las protestas hacia su padre. (Tommy parecía listo para marcharse, pero Kris lo ignoró.) Cuando te has enfrentado a un guerrero iteeche, una nadería como la hija de un político no va a hacer que cambies de opinión, mucho menos sobre tu tema favorito.

Nada de aquello era nuevo para Kris; lo había escuchado todo con anterioridad. Hasta algunos oficiales con antigüedad, el capitán Thorpe incluido, creían que los jóvenes solo se alistaban para ganar su primer sueldo fijo, sin preocuparse por la comunidad. El deber y el honor eran valores perdidos en una generación conducida por políticos. En algunos rincones se murmuraban cosas aún peores. El sistema estaba manejado por las personas equivocadas, se oía. Una buena guerra demostraría al mundo quién merecía ser el líder.

Después de intercambiar miradas y sonreír a todo el mundo, Kris se volvió.

—¿Sabes? Puedo llegar a entender por qué algunos de estos viejos veteranos son como son —le dijo a Tommy—. Lo que me cuesta comprender es que alguien con menos de cien años hable como ellos.

—Puede que sea porque perteneces a una familia acomodada —sugirió Tommy.

—¿Insinúas que soy parte del problema?

—No, solo que quizá estés demasiado cerca de un bando para ver el otro.

—¿Estás a favor de cargar hacia lo desconocido?

—Eh, Kris, soy de Santa María. Nosotros ya estamos rodeados por lo desconocido. Pero incluso allí, hay gente que ve las cosas de una manera y gente que las ve de otra.

—Pero todos tenemos que vivir en la misma galaxia. Y tenemos que hacerlo todos juntos. ¿Alguna sugerencia?

—Si la tuviese, ¿no se la hubiese contado a tu padre la primera vez que lo vi?

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