Authors: Mike Shepherd
—Está un poco viejo y machacado para ser un regalo —comentó Kris—. Se trata más bien de un rompecabezas. ¿Siguen gustándote?
—Umm —dijo Tru echando un vistazo rápido al ordenador mientras los demás se servían. Se trataba de una vieja unidad de muñeca, gruesa y pesada, de al menos doscientos gramos. Utilizaba una interfaz anticuada; ni siquiera necesitó sus gafas para verla. Tru intentó activarlo, sin éxito.
—Un formateo muy básico —observó.
—¿Podrás acceder a la información?
—Probablemente —murmuró Tru, echando un vistazo a la bandeja vacía—. Pensé que había galletas, pero parece que se me han acabado.
—Podría preparar unas cuantas —dijo Kris mientras se incorporaba de un salto. Tru le había enseñado a Kris todo lo que sabía sobre cocina. No era gran cosa, pero Tru preparaba unas galletas con pepitas de chocolate para chuparse los dedos y Kris había aprendido de una experta.
—Me has convencido —accedió Tru con una sonrisa, concentrando su mirada en la unidad. De modo que mientras Tru convertía la mesa de la cocina en el sueño dorado de un pirata informático, Kris condujo a Tom a la inmaculada cocina de su tía. Igual que durante tantos años, las sartenes esperaban a Kris en el cajón inferior de la derecha, al lado del horno. La harina estaba en un frasco blanco al fondo de la balda de la cocina. Una bolsa de pepitas de chocolate marca Ghirardelli descansaba donde siempre, en el estante superior de la despensa. El mundo había cambiado mucho, pero la cocina de la tía Tru era una de las constantes en las que Kris siempre podía confiar.
Habría mucho que decir sobre el poder curativo que ejerce sobre el espíritu dejar a una niña pequeña suelta en una cocina para que prepare galletas... o a una niña grande, tanto da. Mientras el delicioso olor los rodeaba, ella y Tom lamían la cuchara y saboreaban pedacitos de masa. Hubiesen saboreado más si Tru no hubiese expresado en voz alta su miedo a que no llegasen a cocinar nada.
Harvey se retiró a una esquina a leer, repasando las noticias y compartiendo las más extrañas con todo aquel que escuchase. Tru hurgaba en el ordenador; le había retirado la tapa y sus entrañas estaban al descubierto, listas para ser inspeccionadas.
—Este pedazo de inteligencia artificial es parte de la investigación del secuestro que tuvo lugar en Sequim, ¿verdad? —preguntó Tru, incorporando componentes de la unidad a un módulo de análisis que había construido ella misma.
—Sí —admitió Kris, haciendo una pausa para engrasar una parte del papel de horno—. Pero la policía local no parece interesada en ella. O, al menos, nadie me preguntó dónde la llevaba. Imaginé que tú tendrías más posibilidades de sacarle la información que nadie en Sequim. Y además, estuve a punto de morir en un campo de minas preparado por aquellos imbéciles, minas antipersona nuevecitas, modelo 41, que los marines no pueden permitirse, y mucho menos unos secuestradores. Quiero saber de dónde sacan toda esa tecnología. —Kris apretó los labios—. Y el dinero con el que la pagan.
—¿Cómo están investigando el caso? —preguntó Tru, centrada en su tarea.
—Interrogándolos —dijo Harvey—. Los cuatro están cantando como tenores irlandeses en un bar bien abastecido, ¿no es así? —preguntó a Tom.
—Es decir, bien alto pero sin afinar —contestó el joven alférez.
—¿Cuatro? —Kris interrumpió sus labores de cocina—. Capturamos a cinco.
—Uno sufrió un ataque al corazón al día siguiente de que lo detuvieseis —dijo Harvey sin separar la mirada de su lectura.
—Umm... —murmuró Tru antes de que Kris pudiese preguntar cuál de los secuestradores estaba criando malvas—. Estoy dentro, pero parece que el paranoico de su dueño lo encriptó todo. Parece un paquete comercial estándar. Debería descubrir información interesante en unos minutos. ¿Quiénes eran esos secuestradores? —le preguntó Tru a Harvey.
—Parece que no eran más que unos delincuentes —dijo Harvey, pasando las páginas.
—¿Y de dónde proceden?
Harvey retrocedió una página.
—La Tierra, Nuevo Refugio, Columbia, Nueva Jerusalén.
Aquello suponía una buena parte de las Siete Hermanas, los primeros planetas colonizados desde la Tierra. Los dos primeros, Nuevo Edén y Nuevo Refugio, tenían las puertas abiertas. Yamato, Columbia, Europa y Nuevo Cantón fueron habitados por poblaciones de regiones específicas de la vieja Tierra. Nueva Jerusalén había sido un caso único... y seguía siéndolo. Cinco matones de tres al cuarto de la Tierra y tres de sus superpobladas hermanas habían secuestrado a la hija del director general de una de sus colonias exteriores. Aquella situación hizo que Tru arquease una ceja.
Harvey gruñó con desdén.
—Esos malditos vagos comían gracias a las ayudas del Gobierno y no hacían otra cosa. Esos miserables debieron pensar que iban a dar el golpe de su vida en un planeta de la periferia para así poder retirarse a su casa, a pegarse la gran vida con el dinero del rescate.
A Kris no le sorprendió la actitud de Harvey. Conocía a muchos habitantes de los planetas periféricos a los que les importaban bien poco los miles de millones de habitantes de los mundos centrales que se negaban a emigrar. Kris incluso había estudiado aquel fenómeno en la universidad. No es que la Tierra y las Siete Hermanas constituyesen paradigmas del bienestar; sus incontables miles de millones de habitantes tenían trabajos acordes a sus maduras economías, pero estaban demasiado centrados en sí mismos, convencidos de su propia importancia y algo decadentes. No era una combinación que los mundos periféricos viesen con buenos ojos. Y un incidente como el que había tenido lugar solo reafirmaría las erróneas percepciones de aquellos como Harvey, lo que haría que las cosas se volviesen más volátiles.
—Así es como lo percibirían algunos. —Kris no quería enfrentarse a su viejo amigo.
—La percepción lo es todo —murmuró Tru—. Y la realidad... puede estar sujeta a cambios. —Tru concluyó con una sonrisa y se reclinó sobre la silla—. No me ha llevado mucho tiempo. Deja que lo copie en mi último hijito. Sam puede organizar los datos mientras probamos una de esas galletas —dijo Tru, y después musitó unas instrucciones a su ordenador personal para que se pusiese en marcha con el proyecto.
—Necesitan un rato más para enfriarse —avisó Kris, pero ya estaba utilizando la espátula para retirarlas del plato. Las pepitas estaban derretidas y goteaban; las galletas estaban tan deliciosas como cuando Kris tenía que subirse a una silla para alcanzarlas. Habían cambiado muchas cosas en su vida; las galletas de la tía Tru, no.
La primera docena de galletas desapareció y la segunda remesa estaba ya lista cuando la tercera entró en el horno; entonces, el informe de Sam distrajo a Tru, que se colocó un comunicador en la oreja, murmuró unas instrucciones en voz baja y rechazó las galletas que le ofrecieron. Se inclinó en la silla, con los ojos inmóviles mientras escuchaba, y sus labios empezaron a apretarse.
—Parece que encaja perfectamente con lo que dicen los informativos. Demasiado.
Kris dejó una galleta, se limpió las manos y echó un vistazo de cerca a la unidad de muñeca. Parecía vieja, machacada, un modelo estándar de unidad que cualquiera podía comprar por veinte dólares durante los últimos cincuenta años. Kris extendió el brazo para mover la luz del flexo. El interior de la unidad era un caos.
—¿Qué es esa porquería? —preguntó.
Harvey levantó la vista del papel y entrecerró los ojos.
—Parece la suciedad que se forma en la muñequera. Ya sabes, la porquería que limpias cuando se supone que deberías estar haciendo los deberes.
—Pero ¿dentro de la unidad?
—El muy bastardo debió sudar un montón y jamás la limpió, así que acabó accediendo al interior. Me sorprende que la unidad aún funcione. —Harvey negó con la cabeza, reprochando aquella falta de cuidado.
—Déjame ver eso. Oh, los ojos de tu tía cada vez son más viejos. —Tru también negó con la cabeza, apesadumbrada. Abandonó la habitación y regresó al cabo de un instante con una caja negra a la que Tom se quedó mirando fijamente. Tru la dejó cerca de la unidad y empezó a susurrar órdenes a su ordenador. Al cabo de un rato, diminutos filamentos surgieron de su caja y se extendieron hasta la unidad que estaba estudiando. Diminutos y finos hilos brillaron bajo la luz mientras viajaban sobre la superficie de la parte trasera de la unidad. Dos de ellos se unieron a algún componente y estos, a otros, y los filamentos ondearon juntos como dos olas emparejadas.
»He encontrado las entradas y salidas —dijo Tru con una sonrisa.
Kris frunció el ceño.
—¿Las entradas y salidas de qué?
—Del auténtico ordenador que hay dentro de este cacharro. Tu pobre y vieja tía Tru ha estado perdiendo el tiempo con el señuelo que han puesto como distracción. Ahora accederemos al auténtico contenido. Puede que lleve un tiempo. ¿Eso que huelo son las galletas quemándose?
Aquella remesa fue directa a la basura. Mientras Kris preparaba la siguiente, Tru y Tommy se inclinaron a observar la unidad de muñeca, estudiándola con renovado respeto.
—¿Qué hace un matón de poca monta con semejante tecnología? —preguntó Harvey.
—No hacen más que desconcertarnos con estas cosas —comentó Kris por encima del hombro mientras metía las últimas galletas en el horno.
—Sí, la verdad es que sí —coincidió Tru.
Kris se limpió las manos con un paño y se situó entre sus ancianos favoritos.
—¿Qué clase de ordenador es? Nunca he visto nada parecido.
—Y no lo verás hasta dentro de unos años —le aseguró Tru—. Los circuitos autoorganizados revolucionarán los ordenadores portátiles, como mi Sam y tu Nelly, pero el coste sería exorbitante. Algunos de mis amigos los están utilizando para operaciones encubiertas.
—¿Como esta? —preguntó Tommy.
Tru se reclinó sobre la silla, observando los objetos que se extendían sobre su mesa de cocina, como si los estuviese viendo por primera vez.
—Sí. Como esta operación.
El silencio que siguió a aquellas palabras se vio interrumpido por dos pitidos. Kris volvió su atención al horno, cuyo reloj por fin había recordado cómo poner en marcha, mientras Tru regresaba al centro de su atención. Kris empezó a colocar la siguiente docena de galletas sobre la bandeja del horno.
—No —la detuvo Tru—. Guarda la masa en la nevera. Apaga el horno y envuelve las galletas con una servilleta. Nos vamos de visita.
—¿A dónde? —preguntó Harvey.
—A casa Nuu. Kris tiene que hablar con sus bisabuelos Ray y Peligro.
—¡No podemos molestarlos! —gritó Kris, tragando con fuerza.
—Tú eres la que no puede —dijo Harvey, brusco, mientras guardaba lo que había estado leyendo.
—Sus bisabuelos tienen que poner a Kris al día sobre la historia de su familia —dijo Tru, situando los componentes del ordenador cuidadosamente en una caja de estasis que había sacado de un cajón de la mesa—. Están en casa Nuu. Allí es donde vamos a ir.
—Pero están haciendo cosas importantes —alegó Kris—. No podemos molestarlos.
—¿Esas cosas que están haciendo son más importantes que tu vida?
Harvey la interrumpió antes de que Kris concluyese qué clase de respuesta merecía aquella pregunta.
—Tru, no podrás entrar en casa Nuu. Hay marines apostados por todas partes. Están sometiendo a todos los visitantes a escáneres de retina y revisan todas las credenciales. Tú y tu magia electrónica no pasaréis del primer marine motivado con una M-6.
—Chapados a la antigua, ¿eh? —dijo Tru con un suspiro mientras cerraba la caja de estasis, llena para entonces.
—Mucho —dijo Harvey.
—Entonces tendremos que ir a otra parte. Harvey, llévanos a la residencia del primer ministro.
—No —gimió Kris, pero su chófer ya se estaba dirigiendo hacia la puerta seguido de cerca por Tru—. No podemos molestar al primer ministro. Tiene la agenda completa. No podéis interrumpir al hombre que está dirigiendo el planeta. —Kris tenía amplia experiencia al respecto.
—Conseguirá un hueco en su apretada agenda. —Tru hizo una pausa, comunicándose entre susurros con Sam—. Ya lo ha hecho. Igual que tu madre.
Kris corrió tras Tru, con Tom siguiéndola de cerca.
—Mi madre. Oh, no. Tiene el calendario cubierto de actividades sociales de aquí a Año Nuevo. Además, no creo que quieras hablar con mi madre. —Kris intentó reír. Acabó profiriendo una especie de carcajada nerviosa y aterrada—. ¿Por qué querríais hablar con ninguno de los dos?
Tru y Harvey se encontraban ya en el ascensor. Kris y Tom corrieron para apretujarse en su interior mientras las puertas se cerraban. Una mujer, con un caniche en brazos, se les unió en la siguiente planta. Fue un trayecto silencioso.
—¿De qué crees que tienes que hablar con madre y padre? —preguntó Kris mientras se daba prisa para igualar la rápida marcha de Harvey bajo la fría sombra del garaje subterráneo.
—De tu vida —respondió Tru mientras se sentaba en el asiento del copiloto, al lado de Harvey. Aquello dejaba el asiento trasero para Kris y Tom.
Mientras se ponía el cinturón, Kris siguió intentando detener el coche.
—Vale, pongamos que la misión pudiese salir mal. Sabes que forma parte del trabajo en cuanto te pones el uniforme. Sí, quiero hablar con el primer ministro acerca del equipamiento, pero tenía previsto hacerlo cuando se encontrase de buen humor. Quizá cuando me estuviese colgando una medalla. No hay prisa —insistió—. Dios mío, no podéis llegar y poneros a hablar con mi padre; mucho menos con mi madre. —En absoluto. Primero había que hablar con las secretarias. Después, comprobar de qué humor se encontraban. Más tarde, pedir cita. La clase de conocimientos básicos que se adquieren cuando tus padres gobiernan un planeta.
—Kris, te equivocas. En este asunto hay cosas de las que no eres consciente. —Tru se dirigió a Harvey—. Por favor, date prisa, no quiero tener que volver a cambiar de hora esta reunión. Podrían darse cuenta de que ha sido cosa mía. —Sonrió cuando se volvió hacia Kris—. La gente confía demasiado en que todo lo que les dice un ordenador es cierto. No lo digo para echar tus ilusiones por tierra. —Satisfecha de haber dicho lo que pensaba, Tru miró hacia delante y empezó a murmurar a su ordenador. Kris ya había visto a Tru consultar con su otro yo con anterioridad y sabía que no debía ser interrumpida.
Aceptando lo inevitable, Kris apoyó la espalda sobre el asiento.