Authors: Mike Shepherd
Sobre Kris, tres marines permanecían alerta con las armas preparadas y sonrisas de orgullo en sus rostros.
—Así se hace —dijo el cabo Li.
—Así se hace —repitió Hanson.
—Dios mío, Dios mío... —repetía la recluta.
—La casa está asegurada —informó el sargento a través de la red de comunicaciones—. Los técnicos no han encontrado ningún interruptor de contacto continuo. Uno de los malos ha muerto. Cinco están esposados y durmiendo profundamente. Unos cuantos dardos somníferos impactaron a corta distancia: algunos de estos tipos agradecerían atención médica.
Kris se enjugó las lágrimas y consiguió ponerse en pie sin separarse un solo centímetro de la niña.
—Muy bien, sargento.
Kris conectó su comunicador a la red local.
—Aquí la alférez Longknife. La rehén está a salvo. Repito, la niña está sana y salva. Hemos reducido a cinco de los secuestradores, algunos están heridos. Solicito refuerzos médicos de emergencia. Cuidado, el terreno en torno al objetivo está cubierto de minas. No aterricen hasta que las hayamos desactivado. —Media docena de redes de policía y la Tifón hicieron saber a Kris que habían recibido su informe.
Kris echó la vista hacia abajo hasta cruzar su mirada con los ojos enrojecidos que la observaban. Estrechó a la niña con fuerza.
Te equivocas, madre: la Marina no es una pérdida de tiempo. Algunos días valen más de lo que nadie podría pagar.
Si aquello hubiera sido una simulación, Kris hubiese pulsado un botón para dar la partida por concluida y se hubiese ido a por una pizza. Pero en el mundo real, las cosas no terminan cuando uno quiere, y aquella aventura estaba lejos de concluir.
La niña, tan frágil y ligera en los brazos de Kris, murmuró «Edith» cuando le preguntó cómo se llamaba. Kris ya lo había leído en el informe de la misión, pero aquel nombre se parecía tanto a «Eddy» que le dolía recordarlo. A juzgar por el modo en el que Edith se aferraba a su rescatadora, daba la impresión de que fuesen familiares; y lo cierto es que Kris no podía negarlo. La recluta cargó con el cuerpo del tirador de la planta superior sobre su hombro. El cabo Li y Hanson permanecieron cerca de Kris y Edith mientras estas bajaban por las escaleras. Nadie quería perder a la niña por culpa de algún imprevisto. La recluta depositó al secuestrador inconsciente en el suelo del salón, al lado de dos de sus compañeros. Todos sangraban por los puntos en los que habían sido alcanzados por los dardos; dos de ellos, profusamente. Uno temblaba y parecía estar entrando en
shock.
Dos prisioneros conscientes se juntaron en el sofá, con las manos atadas a la espalda. Ante ellos había un charco de sangre donde antes se encontraba uno de los cuerpos que ya habían sido retirados.
—¿Quién está al mando? —interrogó Kris.
Los dos secuestradores pasearon sus ojos alrededor de la estancia, como si acabasen de entrar.
—Martin —murmuró uno de ellos. El otro señaló con un gesto de la cabeza al que temblaba. El sargento extrajo la cartera de este y la abrió. Martin tenía un carné de conducir y uno de identidad de la Tierra. ¡La Tierra! ¿Qué haría un matón terrícola en aquel lugar? La situación se había vuelto todavía más rara.
Pero a Kris le preocupaban más los problemas inmediatos.
—Chicos —se dirigió a los prisioneros—, estamos rodeados de minas. Quiero que las desactivéis. ¿Quién tiene la llave? —Observaron a Kris con la mirada perdida.
»Tomen sus identificaciones. Quiero saber a quiénes hemos pillado. Especialista, ¿puede despertar a nuestros dormilones?
Hanson se aproximó a aquellos cuerpos lánguidos y les administró unas inyecciones. Después, empezó a zarandear al primero con el pie mientras le apuntaba con el fusil a la cara.
—Despierta, tío. No sabes en qué lío te has metido. —Hanson sonrió, animado. El sujeto se despertó entre toses, abrió los ojos, sujetó el cañón del arma e intentó moverse rodando. Solo consiguió chocar contra la espalda del terrorista que estaba tumbado a su lado. El técnico se agachó hasta quedar cara a cara con él—. ¿Quién controla las minas?
—Martin. Él es el que tiene los códigos —respondió, encantado de contestar.
Los intentos por despertar a Martin solo consiguieron que aquel corpulento hombre pasase del sueño a la inconsciencia.
—Este tiene el corazón débil —informó Hanson—. Necesita ir a un hospital o lo perderemos.
El sargento oprimió su frente contra la de uno de los recién despertados secuestradores.
—¿Dónde guarda Martin los códigos?
—En su ordenador. Lo juro, están ahí.
El técnico cacheó a Martin hasta dar con un ordenador de muñeca viejo, machacado y cubierto de abundante sangre. El técnico intentó limpiarlo sobre su traje de combate, pero aquella armadura estaba diseñada para que la sangre no abandonase el cuerpo de su usuario, no para limpiarla una vez fuera. Optó por secarla sobre el sofá antes de encenderlo. Nada.
—Lo estaba toqueteando cuando le disparé —protestó el sargento.
—Creo que ha borrado los datos —concluyó Hanson. Kris había aprendido tiempo atrás que lo que se ha guardado en una unidad nunca desaparece del todo, no si las personas adecuadas lo buscaban con paciencia. Cogió el ordenador y lo guardó en el interior de su morral mientras estudiaba el entorno a través del umbral de la puerta. Cuatro de sus marines se encontraban al otro lado de un campo de minas a rebosar de explosivos. Kris no podía arriesgarse a perder a nadie después de haber rescatado a Edith. En teoría, los técnicos debían poder despejar el campo, pero las minas no se andaban con miramientos y Kris no estaba dispuesta a que un miembro de su pelotón acabase fatalmente herido.
—Aquí la alférez Longknife. No tengo modo de desactivar las minas. ¿Hay alguien en esta red que sepa cómo hacerlo? —Varias redes de policía respondieron que no. Mientras Kris meditaba sobre sus inaceptables opciones, su red de comunicaciones tronó.
—Aquí el capitán Thorpe de la Tifón. Estamos de camino, a treinta segundos de la cabaña. Nos ocuparemos del campo de minas. Sugiero a todo el mundo que se ponga a cubierto.
Los soldados que rodeaban a Kris intercambiaron miradas de perplejidad.
Hanson negó con la cabeza.
—El capitán no va a hacer eso. Por favor, que alguien me diga que no va a hacerlo. Mi equipo va a acabar esparcido por todas partes.
—Llegará en treinta segundos. Creo que ya ha tomado una decisión.
Kris imitó el gesto del técnico.
—No creo. No estando yo tan cerca.
—Creo que sí, señora —dijo el cabo Li mientras reía.
—Obedezcamos al capitán —gruñó el sargento—. Aquí va a haber un alboroto de los buenos de un momento a otro.
Mientras los marines a su cargo llevaban a los prisioneros a la habitación trasera, Kris hizo una llamada rápida a su escuadrón de disparo y les ordenó que retrocediesen... mucho, de hecho. Después miró hacia el cielo del alba a través de la ventana frontal, ansiosa por ver lo que se avecinaba. El manual explicaba que el metal inteligente de una nave de la clase kamikaze puede reestructurarse de varios modos distintos. Ella misma había cambiado el diseño de la Tifón de «viaje general» a «misión orbital», pero esa era una conversión bastante habitual. Sin embargo, transformar la nave en un vehículo volador... eso sí era un cambio radical.
El despejado cielo azul liberó un agudo alarido.
Kris atisbo un rastro blanco en el suroeste que se aproximaba hacia su posición, bañado por la luz del amanecer. Se preguntó cómo puede asegurarse una casa cuando una nave espacial aterriza a su lado; desde luego, aquel escenario no estaba contemplado en los libros que leyó en la EAO.
—Sargento, va a tener que romper las ventanas antes de que los cristales revienten en mil pedazos.
—Sí, señora.
Mientras su equipo recorría la casa a toda velocidad, Kris se hizo con varias mantas y envolvió a Edith con ellas.
—Ahora va a sonar un ruido muy fuerte. No te preocupes. Voy a cuidar de ti. Ahora nada puede hacerte daño.
La niña miró a Kris con sus ojos grandes y confiados y se abrazó con más fuerza a ella, si es que aquello era posible.
Kris se quedó cerca de una ventana para ver cómo iban las cosas dentro y fuera. El rugido del exterior pasó de alto a doloroso; Kris bajó el visor de su casco. Como un pájaro sacado de una pesadilla, la Tifón apuntó hacia el terreno que se extendía ante la cabaña desde una distancia de unos cuatrocientos kilómetros. La mitad de sus motores apuntaban hacia abajo. La presión que se disponía a desatar iba a ser infernal. Kris abrazó firmemente a Edith contra el muro, asumiendo que su temerario capitán había calculado el impacto que causaría en la casa el aterrizaje de la nave sobre las minas. Pero ¿y si no lo había hecho? Kris imaginó los grandes troncos que constituían la cabaña reducidos a astillas y rezó por que el capitán supiese lo que estaba haciendo.
—¿Ves? ¿Qué te decía? —observó uno de los marines—. ¿A que parece un ave de presa klingon? Como recién sacada del cómic.
La Tifón aún no se encontraba ni a cien metros de altura cuando la primera mina explotó. La detonación hubiese pasado desapercibida a causa del estruendo producido por la nave, pero Kris observó que la corriente de aire nacida de los motores de la Tifón traía agua y barro consigo. Después otra mina, y otra más, se sumaron al coro. Agua, barro, pedazos de vegetación y rocas salieron disparados por todas partes, alejados de la Tifón por el chorro de aire. Kris ya había visto bastante.
—Todo el mundo al suelo.
Los marines obedecieron a regañadientes. Con la espalda contra la pared hecha de troncos, lo único en lo que Kris podía pensar era en el daño que estaban causando las altas temperaturas a la tundra. El verano había reblandecido los primeros doce centímetros de superficie, más o menos; en aquel momento, el calor de los cohetes estaba derritiendo dos y hasta tres metros de tierra helada, fundiéndolo todo a su alrededor, convirtiendo el lugar en un lodazal y salpicando barro en todas las direcciones.
Kris deseó que al dueño del lugar no le molestase el estropicio. Como a alguien se le ocurriese hacer una investigación sobre impacto medioambiental y daños al ecosistema, Kris tenía la certeza de que el capitán Thorpe tendría mucho de lo que responder.
En el exterior, los gritos de los cohetes cambiaron hasta convertirse en un continuo gemido; Kris se arriesgó a echar un vistazo. El terreno hervía y humeaba mientras la Tifón aterrizaba sobre doce gruesas ruedas, a una buena distancia de la última mina. Los helicópteros de la policía aterrizarían a continuación. Kris se volvió hacia su equipo.
—Sargento, que los técnicos vigilen la zona. Si todavía quedan minas, que las detonen. Que empiecen por los alrededores del porche.
Los dos especialistas sacaron sus respectivos dispositivos y comprobaron la puerta antes de abrirla.
—Aquí hay una.
—Aquí hay otra —escuchó antes de que hubiesen dado dos pasos.
—Soldados —dijo a los marines—, vamos a reunimos en la habitación trasera para rezar mientras nuestros compañeros aplican la extremaunción a esas minas.
—Sí —aceptó el cabo con una sonrisa—, es una pena desperdiciar una mina.
—Como siga por ese camino, estos prisioneros van a demandarnos por brutalidad.
—¿Dónde está mi mamá? —preguntó Edith.
—Ya viene, cariño. Espera unos minutos más. —Kris sentó a Edith en la encimera de la cocina mientras el sargento mantenía a los prisioneros en otra habitación. Kris extrajo su ración de comida y hurgó en ella hasta dar con una chocolatina, que extendió a la niña.
Edith la estudió y su boca dibujó una mueca que reflejaba su conflicto interior.
—Mi mamá me dijo que nunca aceptase dulces de un desconocido.
—Cariño, yo no soy una desconocida. —Kris rió—. Soy una marine.
—Como policías, pero más duros —matizó el cabo Li.
—Así se habla —dijeron los tiradores.
Edith no estaba interesada en hablar, precisamente; en vez de eso, se abalanzó sobre la chocolatina con voracidad. Kris revolvió el interior del morral, donde guardaba el resto de la comida, buscando algo más que pudiese gustarle a la niña, una tarea que se vio acompañada por explosiones mientras las minas descubiertas eran detonadas. Kris recibió varias llamadas de los helicópteros de la policía, que preguntaban cuándo tendrían lista una plataforma sobre la que aterrizar.
Ninguno de los ochenta miembros de la tripulación de la Tifón era experto en explosivos, de modo que, para indignación del capitán Thorpe, no pudieron echar una mano a los dos marines, así que tuvieron que esperar mientras los especialistas al mando de Kris trabajaban.
A medida que los estallidos se alejaban de la casa, Kris llevó a Edith a la habitación más próxima a la puerta frontal y juntas observaron, desde el umbral, la labor de los marines. Olfatearon el aire, en el que el aroma acre de las explosiones se mezclaba con el tenue olor del vapor y los gases de combustión. Fuera, los marines colocaban cargas sobre las minas expuestas, se retiraban y las hacían detonar; la explosión resultante solía bastar para que la mina reventase. Las que no respondían a aquella medida eran marcadas y reservadas para las manos expertas de los artificieros. Aquel informal procedimiento para limpiar el terreno consiguió finalmente despejar una superficie lo bastante grande, por lo que Kris ordenó a uno de los especialistas que se apartase y que armase un transpondedor para el primer helicóptero.
Dos minutos después, tres hélices giraban sobre aquella sección y Kris detuvo la caza de minas. Un helicóptero hizo una rápida pasada a escasa distancia del suelo para desplegar a unos artificieros en la zona antes de ganar altura de nuevo: aquellos hombres, voluntarios de un consorcio minero local, ofrecieron su ayuda a los marines. En cuanto hubieron despejado la plataforma de aterrizaje, un segundo helicóptero empezó a maniobrar para el aterrizaje sin pedir permiso.
No cabía duda de quién iba en su interior. Un hombre y una mujer abandonaron la aeronave como una exhalación. Al verlos, Edith dejó escapar un grito tan repentino que Kris estuvo a punto de soltarla. Sin embargo, y pese a revolverse con un vigor que asombró a Kris (sorprendida de lo fuerte que podía llegar a ser una criatura de seis años si se lo proponía), esta no la dejó escapar de sus brazos. La mujer a la que Edith identificó con gritos de «¡Mamá, mamá!» corrió a través del terreno, resbalando y cayendo hasta quedar cubierta de barro, y subió a saltos los escalones que conducían a la cabaña mientras el hombre la seguía a escasos dos pasos de distancia. La niña, que hacía un instante parecía soldada a la cadera de Kris, echó a correr hacia su madre. Hubo lágrimas y abrazos mezclados con toda clase de sollozos mientras los tres se fundían en un abrazo.