Authors: Mike Shepherd
—Longknife, mueva el culo hasta aquí en quince minutos o asuma las consecuencias.
—Comprendo, coronel. Nos vemos en quince minutos. —Kris apagó el localizador y extendió el brazo para alcanzar el segundo bocado.
—Podemos estar ahí en cinco minutos —comentó Tommy mientras tragaba.
—¿Y sumar el estrés a nuestros problemas? No, pienso comer despacio y masticando bien.
—¿Como una Longknife?
Kris estudió su bandeja mientras masticaba aquella inidentificable y probablemente indigerible comida.
—No lo sé. Puede que me esté dejando llevar demasiado por un par de historias del abuelo Peligro sobre el mar. Pero, Tom, cuando te toca vivir en el infierno, puedes correr con los demonios o hacia ellos. ¿Tú qué opinas?
—Que quien combate contra demonios necesita un dragón a su lado.
—¿Es un viejo dicho irlandés?
—No, es mío, basado en pasar demasiado tiempo a tu lado.
Kris tocó la puerta del coronel Hancock exactamente quince minutos después de colgar el localizador. Estaba sentado, con los pies sobre la mesa, observando un lector. Ella y Tommy se presentaron y se situaron ante sus botas. Él levantó la vista, echó un vistazo a un reloj de pared y devolvió la atención a su lector.
—Se han tomado su tiempo.
—Sí, señor —contestó Kris.
—El almacén es un caos —dijo el coronel, sin apartar la mirada del dispositivo—. Ordénenlo. Por algún motivo, solo estamos distribuyendo sacos de arroz y judías. Tiene que haber algo mejor que comer en ese almacén. Encuéntrenlo.
—Sí, señor —dijo Kris. Esperó. No pasó nada más.
Saludó a las botas del coronel; Tom la imitó. El coronel Hancock les lanzó otro gesto desganado. Ella y Tom mantuvieron una expresión pétrea y se marcharon de la oficina.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Tom, repitiendo la pregunta que ya había formulado aquella tarde.
—Es una competición —dijo Kris.
—¿Y sabes el resultado?
—Creo que vamos ganando —opinó Kris—. ¿Dónde está el almacén? —Nelly no tenía la respuesta a esa pregunta, así que Kris se puso a buscar por la sección. Al final del pasillo en el que se encontraba la oficina del coronel encontraron un lugar que podría ser el que buscaban... Dos individuos dormían en sus respectivas sillas, tras el mostrador—. ¿Dónde está el almacén? —preguntó Kris. Dos veces.
Uno se despertó, miró a su alrededor, vio a Kris, cogió una hoja de papel y la tiró hacia ella. Kris la observó: mostraba la distribución de las calles. Rotó la hoja lentamente, intentando que la orientación de las calles reales encajase con la situación del plano. Finalmente, la mejor posición del mapa resultó al girarlo unos treinta grados.
—Parece que está a dos calles de aquí —concluyó Kris.
—¿Vais a ir allí esta noche? —preguntó el único «bello durmiente» que se había despertado, acomodándose en su silla.
—Eso tenemos previsto —contestó Kris.
—Llevad vuestras pistolas.
Kris dejó a ambos dormidos.
—Panda de incompetentes. ¿Crees que deberíamos haberlos despertado? —preguntó Tom.
—Si se sienten a salvo durmiendo en el pasillo del coronel, ¿crees que un par de alféreces novatos van a preocuparlos lo más mínimo?
—¿Qué clase de Marina es esta?
—Pensé que la reconocerías, alférez Lien. Esta es la Marina de la que hablaban vuestros predicadores. Es la Marina del infierno. —Kris se detuvo ante su taquilla para coger su M-6. Tuvo que recordarle a Tom cómo cargar y descargar su arma. Juntos, con los fusiles sobre el hombro y el cañón hacia abajo para que no les entrase agua de lluvia, recorrieron las dos calles que los separaban del almacén. Un guardia civil custodiaba la puerta; su cañón también apuntaba hacia abajo.
—¿Quiénes sois? —les preguntó.
—Alféreces Longknife y Lien. Estoy al mando de las instalaciones de almacenamiento aquí en Puerto Atenas. He venido a inspeccionarlas.
—No puedes. Está oscuro.
—Ya me he fijado —dijo Kris mientras se dirigía al almacén. La zona estaba bañada de luz, varios camiones se encontraban en el área de carga—. Pero parece bien iluminado.
—Escucha, no sé quiénes sois o qué creéis que estáis haciendo aquí, pero este no es vuestro sitio. Largaos ahora que podéis o... —El fusil empezó a orientarse hacia Kris.
Kris dudó que pudiese esquivar una bala, pero en aquel instante, el fusil parecía a su alcance. Sin dudarlo un instante, lo agarró del cañón. Sus manos envolvieron aquella fría arma de metal, provocándole un escalofrío.
Estás loca, mujer.
Sin embargo, parecía la clase de cosa que haría Peligro. El guardia parecía tan impactado al ver una mano en su arma como ella. Forcejeó durante un instante, pero ella consiguió arrebatarle el fusil de las manos y situó la culata sobre la barbilla de su antiguo portador.
—Parece que tendremos que mantener una pequeña charla —gruñó Kris. De cerca, bajo la luz, Kris pudo observar al guardia por primera vez: un chaval de unos trece años contemplaba el fusil en sus manos, atónito—. ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kris. Se había metido en algunos buenos líos cuando apoyó la campaña de su hermano Honovi.
Por supuesto, la mayor parte de los miembros de la campaña de Honovi no llevaban armas y parecían mucho menos hambrientos. A modo de respuesta, el chaval empezó a gritar nombres. Entonces Kris le propinó un fuerte golpe en la mandíbula con la culata de su arma, tal y como se le había instruido en los vídeos y, para su sorpresa, este puso los ojos en blanco y se desplomó sobre un charco de barro. Al mismo tiempo, de los camiones y puertas cercanos empezaron a asomar cabezas. Kris había llamado la atención de entre veinte y treinta personas. Hora de pronunciar un discurso de campaña.
—Estáis entrando sin permiso en una propiedad del Gobierno —gritó, y se agachó en cuanto un fusil apuntó en su dirección. La bala pasó demasiado alto, pero Kris se dio cuenta de que no había ningún lugar en el que ponerse a cubierto. Agachada, apuntó con su M-6 y disparó una salva de tres balas, por encima de donde suponía que se encontraban las cabezas de sus objetivos. La gente abandonó los almacenes y ocupó los camiones. Se encendieron varios motores.
—¿Hay algún otro modo de salir de este almacén? —preguntó Tom, en guardia, desde el fondo del socavón más profundo que había podido encontrar.
—No lo creo.
—¿Significa eso que van a pasarnos por encima? —gimió.
—Dios mío —suspiró Kris. Pero no tenía de qué preocuparse.
Los camiones se alejaron de ella y, con unos cuantos disparos más sobre su cabeza, abrieron un agujero en la valla del lado opuesto a la salida. Kris se puso en pie cuando el último camión hubo desaparecido. Miró hacia abajo, hacia el muchacho.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó el chico, aterrado.
—Enviar un mensaje —dijo Kris, indicando al chaval que se levantase con el cañón de su M-6. Parecía famélico. Sus ropas necesitaban un remiendo—. ¿Quién te ha contratado?
—No voy a decirte nada.
—¿Cuánto te pagan por esto?
—Un saco de arroz. Mi madre, mis hermanos y mi hermana están hambrientos.
—Ven al almacén mañana. Ahora trabajas para mí, así que me aseguraré de que los tuyos coman bien. Y diles a los que acaban de irse que si vuelven aquí mañana, veré qué trabajos puedo encontrarles. Pero si vienen mañana por la noche, habrá marines armados recorriendo el perímetro. Diles que ahora en este almacén mandan otros. Pueden cambiar y comer, o pueden seguir como antes y morirse de hambre.
El rostro del chico cambió mientras ella hablaba. El terror desapareció. El abatimiento y la sorpresa permanecieron allí un rato más, junto con una persistente sombra de duda. Pero cuando la alférez puso fin a su discurso, el chaval asentía con la cabeza, y empezó a retroceder con precaución. Kris lo observó hasta que desapareció entre las sombras.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Tom.
—Bueno, a menos que quieras pasarte el resto de la noche vigilando la valla, yo propongo que regresemos a nuestras habitaciones y descansemos. Sospecho que mañana vamos a tener otro día de mierda.
—Pero la valla tiene un pedazo de agujero.
—Ya me he fijado. Y seguirá así hasta que alguien la repare. Tal y como está, parece como si invitase a cualquiera a pasar. Mujeres hambrientas, niños, a todos. Pero te digo una cosa, Tommy: estamos aquí para dar de comer a la gente, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, pues si un puñado de personas quiere ayudarme a distribuir la comida, me parece bien.
—¿Entonces por qué disparaste a los camiones?
—Porque tenían armas. ¿Cuánta comida crees que estaban dispuestos a repartir?
—Cierto —bufó él—. Los políticos siempre se preocupan más por el modo que por la acción en sí.
Kris pensó que solo estaba siendo práctica. Se encogió de hombros, se volvió y regresó al complejo principal llevando dos fusiles consigo.
—¿Qué otra cosa puedes hacer, Tommy? Nueve veces de cada diez, la perspectiva influye más en el resultado final que cualquier otra cosa.
Una vez en la base, Kris se detuvo bajo la lluvia. La ventana de la oficina del coronel seguía encendida; la única luz de todo el edificio de administración.
—Pero ¿a ese hombre qué le pasa? —preguntó Tommy mientras negaba con la cabeza.
—Hubo problemas en un planeta, Infratinieblas —explicó Kris—. Los granjeros no consideraban justa la parte que estaban recibiendo de sus cosechas. Ocurre de vez en cuando. Hancock envió a un batallón de marines para que mantuviesen el orden. Algunos informes dicen que se movió por motivos económicos. Otros dicen que desplegó a un puñado de veteranos que tenía disponible. En cualquier caso, los métodos estándar de control de masas no parecían funcionar y alguien pensó que sería mejor utilizar ametralladoras. Hubo muchas protestas. Hancock fue juzgado, pero el tribunal marcial lo encontró no culpable.
—Así que es ese Hancock. Sí, hemos oído hablar de él hasta en Santa María. Los medios se pusieron como locos. ¿Cómo puede declararse no culpable a un hombre que ha matado a cien granjeros desarmados?
—¿Conoces a muchos granjeros en Santa María? —preguntó Kris.
—A unos pocos.
—Yo conozco a unos cuantos generales. Pensaban que Hancock había hecho su trabajo. Había parado los pies a un puñado de anarquistas que querían asesinar, violar y saquear las calles.
—¿Estás de acuerdo con ellos?
—No, pero entiendo su postura. También me pregunto si la Marina hubiese enviado dos o tres batallones a Infratinieblas si la gente no hubiese optado por volver a sus casas antes de que la situación se descontrolase aún más. En cualquier caso, Hancock fue absuelto por el tribunal, y ya ves qué misión le asignaron a continuación.
—Sí, pero no lo entiendo.
—Los peces gordos no van a colgarlo porque así lo quieran los civiles. Pero tampoco quieren que otro oficial cometa el error de pensar que puede permitirse esa clase de errores. Dado que no escogió la opción más honorable, dimitir, está aquí, para que se entere de su fracaso.
Tom echó un vistazo alrededor del complejo.
—Desde luego, este lugar es un desastre.
—Y sospecho que va a ir a peor. Cuando estaba en la universidad, leí un ensayo sobre liderazgo escrito por el abuelo Peligro. Tenía mucho que decir, pero lo que más me llamó la atención era que su idea del liderazgo dependía de las creencias, incluso de la ilusión.
—¿Creencias? ¿Ilusión? —Tom no parecía convencido—. Como comandante, tienes que creer que eres la persona más apta para liderar, que puedes llevar a cabo la misión con el menor número de bajas, con menos sufrimiento y mejor que cualquier otro. Y tus soldados deben creer lo mismo. Incluso aunque no sea así, todos tienen que creerlo. —Negó con la cabeza—. Y aquí nadie se cree nada.
—Cierto —convino Kris—. Y eso es lo que hace que este lugar sea un infierno, no la lluvia.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé —dijo Kris lentamente—. Bueno, sí, sí que lo sé. Vamos a asegurarnos de que esta gente no pase hambre. Aparte de eso, tendremos que esperar a ver.
—¿Por qué será que me da miedo esperar a ver qué nos tiene reservado la alférez Longknife?
—Oh, no sabes tú bien cuánto te vas a asustar, Tommy, querido. Bueno, ¿te parece si nos guarecemos de esta lluvia?
De regreso a su dormitorio, Kris llevó a cabo una rápida inspección. Las instalaciones eran las típicas de un hotel: un baño con una ducha, un dormitorio con armario, una silla, un escritorio y una preciosa cama. Mientras los sistemas autónomos de energía, agua y alcantarillado del hotel siguiesen funcionando, Kris podría atender sus asuntos personales. Su petate estaba tirado sobre una alfombra empapada de agua. Lo arrastró hasta el baño; casi todo su contenido estaba calado. Por un momento, consideró la posibilidad de dejarlo en manos del personal de lavandería. Sin embargo, un vistazo al moho que crecía en las baldosas sugería que el personal no estaba dispuesto a hacer gran cosa, independientemente de la propina.
Con una débil sonrisa, Kris llevó su traje a la lavadora, la secadora y la estación de planchado, todo ello ubicado en el baño. Se preguntó cuántas muchachas de Bastión sabrían hacer la colada, pero tenía cosas que hacer mientras sus manos estaban ocupadas. Tener que pedir un mapa para encontrar su propio almacén era ridículo.
—Nelly, ¿te entregó Sam alguna nueva rutina antes de marcharnos?
—Varias.
—¿Puedes sincronizarte con el sistema militar?
—Tengo varios modos de hacerlo.
—A ver si puedes colarte en la red militar local.
—Buscando. —Nelly respondió con obediencia y quizá con una pizca de entusiasmo, si Kris había interpretado bien su entonación de inteligencia artificial. Para cuando Kris tuvo su ropa interior color caqui y el traje blanco listos para tender, mientras se preguntaba por qué no había seguido el consejo del oficial y lo había dejado en casa, el sistema de planchado se había sobrecalentado y amenazaba con quemarle los dedos. Nelly escogió el momento adecuado para responder—. Ya tengo acceso.
—Nelly, ¿puedes apagar las luces del almacén?
—Sí.
Kris caviló durante un instante.
—A las ocho de la tarde, hora local, apaga las luces del almacén. Eso debería dar a la gente del lugar el tiempo necesario. ¿Puedes apagar los sistemas de cierre? —Kris se tomó un instante para quitarse su empapado uniforme y colgarlo en la ducha junto a las anegadas botas. Bajó la humedad de la estancia al mínimo. Se quitó de encima a Nelly y la depositó cuidadosamente sobre el escritorio.