Parecían estar a sotavento de Kinmen. Las olas no eran tan poderosas, pero llegaban de muchas direcciones y entrechocaban con súbitas pirámides de agua que se colapsaban con la misma rapidez. Ella intentó no perder de vista la luna y siguió nadando con todas sus fuerzas. Lo que más le preocupaba era que alguna corriente invisible la arrastrara mar adentro, y de hecho cuando sacó la cabeza para mirar las luces de la isla, tuvo la impresión de que se movían de lado al menos tan rápido como avanzaban. No era una persona de mar, pero sí lo bastante británica para haber absorbido, por ósmosis, cierta terminología como «remanso de agua», y estaba segura de que esto era lo que experimentaba en este momento: la marea estaba baja, ni subía ni bajaba, y el agua no se movía mucho. Pero ríos enormes desembocaban en Xiamen y su caudal tenía que desviarse en torno a estas islas, y debía de haber corrientes asociadas con eso.
Después de experimentar unos cuantos bandazos emocionales, llegó a comprender que simplemente no llevaba tanto tiempo en el agua, que no podía rendirse, y que tenía que seguir nadando. Sokolov y ella recurrían a nadar de espaldas y a estilo perrito cuando se fatigaban. En la primera posición, Olivia vio un helicóptero que pasaba varias veces sobre las aguas más cerca de Kinmen que de Xiang’an, sondeando los mares con un reflector, y pensó que la lancha debía de haber sido detectada en algún radar. Era natural sentirse vulnerable y obvia y expuesta. Pero trató de imaginar cómo sería estar sentada en la cabina de aquel helicóptero con muchos kilómetros cuadrados de aguas oscuras debajo y solo un rayito de luz fino como una aguja. Si fuera un marinero naufragado, anhelante por ser visto y rescatado, desesperaría pensando que no iban a encontrarlo jamás. ¿Por qué preocuparse ahora?
Sokolov se quitó el salvavidas y desapareció bajo el agua durante quizá medio minuto, luego volvió a salir a tomar aire.
—Tal vez tres metros —dijo, al parecer haciendo una estimación de la profundidad del agua. A ella le gustó cómo sonaba aquello.
Media hora más tarde, algo rozó la yema de sus dedos durante una brazada, y Olivia advirtió que podía ponerse en pie. Probablemente podría haberlo hecho hacía un rato.
Un momento después estaba contemplando el rostro atónito de Sokolov, que nadaba de espaldas. Pisó el fondo, y luego hizo un gesto con una mano de un modo que claramente significaba: «¡Agáchate, idiota!»
Se agacharon, dejando solamente la cabeza fuera del agua y escrutaron la costa que tenían delante lo mejor que pudieron a la débil luz de la luna. Olivia tenía la impresión de que miraba entre los dientes rotos de un peine viejo.
—Trampas para tanques —dijo Sokolov—. Para impedir los desembarcos anfibios. No son problema para nosotros. Mientras nos mantengamos apartados de los tanques.
Humor. Ella estaba demasiado agotada para apreciarlo. Cuando regresó al apartamento tras el tiroteo y la explosión, con una venda improvisada en la cabeza, tenía planeado meterse en la cama y no levantarse en mucho tiempo. Con algún esfuerzo, y con la ayuda de Sokolov, se había obligado a hacer un viaje al
wangba
para enviar una llamada de socorro. La adrenalina la había impulsado durante los acontecimientos de la última hora. Pero en cuanto sintió tierra bajo sus pies y dejó de sentirse en estado de nada-o-muere, ya no pudo más. Cayó a cuatro patas en las aguas poco profundas, no como forma de agachar la cabeza, sino porque no se consideraba capaz de seguir en pie. Como un pez prehistórico que se arrastraba a la playa con sus aletas vestigiales, siguió a Sokolov hasta aguas cada vez menos profundas y finalmente hasta una playa arenosa protegida por enormes obras defensivas: una doble línea de pinchos que apuntaban hacia tierra. Como quedó claro a medida que se acercaban, cada pincho era una vía de ferrocarril que había sido plantada en una enorme maceta de hormigón y cortada en ángulo para que fuera afilada. Un grueso perno de arillo se proyectaba desde lo alto de cada bloque de cemento: al parecer era así como los habían colocado, uno a uno, desde una barcaza, durante alguna olvidada construcción defensiva de la Guerra Fría. El óxido había devorado el acero, los percebes lo habían recubierto. Los bloques habían caído en diversos ángulos. Sokolov tenía razón y no eran ningún impedimento para ellos.
Un par de metros más allá de las trampas para tanques encontraron una región de bloques hexagonales hundidos en la arena, al parecer para impedir la erosión de la playa: formaban una franja de pavimento salvajemente irregular de diez metros de ancho que se extendía hasta donde podían ver (que no era muy lejos) en cada dirección.
Aparte de eso, era una playa como cualquier otra. Viva, sin embargo, bajo sus manos, pues miles de diminutos cangrejos, no más grandes que escarabajos, correteaban y entraban y salían de agujeritos del tamaño de lápices en la arena.
Sokolov le siseó, y Olivia advirtió que había llegado demasiado lejos. Se aplastó contra la arena, alegre por tener una oportunidad para tumbarse y dejar de moverse, aunque estuviera mojada y tuviera frío. Él estaba a unos metros por detrás, tendido en los oscuros bloques hexagonales, invisible incluso para ella, que sabía dónde estaba.
Permanecieron allí tendidos durante unos minutos, esperando y observando. Olivia había empezado a tiritar al salir del agua y ahora lo hacía de manera convulsiva. Sus dientes castañetearon literalmente por primera vez desde que tenía cuatro años. Abrió más la boca para evitar el ruido.
La luz de la luna y una larga y cuidadosa observación revelaron que la playa daba, sobre ellos, a un largo glacis de lo que solo podía suponer que era suelo arenoso, retenido por una vegetación baja, salpicada de flores amarillas. Por encima se alzaba una fila de burdas estructuras cuadradas que estaban completamente oscuras. A unos cuantos cientos de metros a la izquierda había una pequeña casamata blanca alzaba sobre la playa, con un puñado de antenas y luces. Pero las luces no apuntaban en su dirección, no parecía probable que fueran visibles, suponiendo que alguien los estuviera buscando.
Cuando quedó satisfecho, Sokolov se deslizó desde el puñado de bloques hexagonales y se arrastró sobre los codos hasta que llegó al límite entre la arena pelada y la alfombra de flores amarillas. Olivia lo siguió mientras pasaba por debajo de un cable de acero tendido entre una fila de postes.
—Quédate atrás —dijo él. Ella se detuvo antes de llegar al cable.
Hizo una flexión, atrajo las rodillas hasta quedar en cuclillas, sacó el cuchillo y lo clavó en la arena. Después de unos instantes, lo sacó, avanzó, lo volvió a clavar. Luego otra vez. Y otra.
—Sigue mis pasos —dijo.
—¿Qué estás haciendo?
—Lee las señales —sugirió él.
Al acuclillarse, ella se encontró directamente ante un triángulo rojo, sujeto por un cable, donde había una calavera y unas tibias y decía PELIGRO MINAS.
Se preguntó si una mina podía detonarse temblando.
Sokolov había estado arrastrando el bolso tras él. Como ninguno de los dos estaba todavía en el campo minado, ella se acercó, lo abrió y sacó un jersey que había metido antes. Estaba húmedo, pero era de lana y sería cálido de todas formas. Se lo puso y de inmediato se sintió algo mejor. Entonces se acercó la bolsa a las rodillas y se arrastró bajo el cable, siguiendo la estela de Sokolov.
Pasaron cerca de una hora cruzando el campo de minas.
—Las minas son muy antiguas —mencionó Sokolov después de un rato.
—Oh, bien —dijo ella.
—No, mal. Son más peligrosas.
Y se acabó la conversación.
Quizá sintiendo el estado de ánimo de Olivia, Sokolov probó a decir:
—¿Quieres hacer una llamada telefónica?
—He perdido el teléfono.
Lo había perdido mientras nadaban.
—Bien.
Ella estuvo de acuerdo. La OSP estaría ya en su apartamento. Allí no encontrarían nada que pudiera incriminarla: solo los efectos personales de Meng Anlan. Pero un poco de investigación dejaría claro que Meng Anlan era una persona inventada. Descubrirían que había contratado un espacio directamente enfrente del epicentro del revuelo de esta mañana, y se convertiría en objeto de intenso interés, y escucharían toda la actividad relacionada con su número de teléfono. No es que importara mucho desde que Sokolov y ella habían llegado a un país diferente, pero lanzar una bengala no parecía el paso más adecuado.
—Mira en la CamelBak —sugirió Sokolov.
Ella no había visto una de esas mochilas antes, pero descubrió cómo se abría y encontró un par de teléfonos dentro.
—¿Cuál uso? —preguntó.
—El pequeño Samsung.
—¿De quién es?
—De nadie. Lo compré ayer. No lo he usado.
Ella lo encendió y observó que la señal era débil. Al parecer había conseguido conectar con un repetidor al otro lado del estrecho, en Xiang’an.
Escribió un breve mensaje de texto y lo envió a un número que había memorizado pero no utilizado nunca antes. Parte de su entrenamiento. Qué hacer cuanto todo se va al garete. No usar ninguno de los números de teléfono ni direcciones de correo electrónico habituales. Enviar un mensaje a este número especial, el número oh mierda, que has memorizado y que tienes que volver a memorizar cada día antes de irte a la cama y cuando te despiertas por la mañana. Usa el número oh mierda una vez y no lo vuelvas a usar nunca más.
El mensaje decía: HE IDO A HAICANG A VISITAR A LA ABUELA. Significaba: «Estoy en Kinmen y mi tapadera ha volado.»
Entonces apagó el teléfono.
Media hora más tarde llegaron al otro lado del campo de minas y entraron en una zona de vegetación más tupida de aloes y cactus en flor que crecían en torno a viejos cuadrados de hormigón medio enterrados que reconoció como búnkers, hechos para resistir la artillería del continente. Los suelos estaban cubiertos de basura militar, pero por lo demás estaban vacíos, con abrazaderas dobladas y oxidadas colgando de las paredes donde habían arrancado los cables. Más allá, el follaje crecía en una pared, completamente salvaje. Sokolov se aventuró en su interior y salió cargando con grandes montones de enredaderas verdes que había cortado y arrancado de las marañas. Las amontonaron en el suelo de hormigón del búnker hasta una altura que les llegaba a la mitad del muslo. Se pusieron toda la ropa que tenían y luego se tendieron el uno al lado del otro y se cubrieron con más follaje para crear una especie de manta. Sokolov abrazó a Olivia y ella enterró la cabeza en su pecho. Entrelazaron las piernas. Un cuarto de hora más tarde, ella dejó de tiritar. Entonces se sumió en un sueño tan profundo que bordeaba la muerte.
Jones no había dicho mucho durante su misteriosa conversación telefónica. Principalmente había escuchado. Fuera lo que fuese, había cambiado su estado de ánimo. No había habido más jactancia desde entonces. En cambio había exigido, de manera malhumorada e insistente, que empezaran a trabajar.
Y este avión había sido diseñado especialmente para eso. La cabina principal podía convertirse en una sala de reuniones; había un proyector de datos oculto en el mamparo de popa y podía proyectar una imagen en una pantalla plegable situada al fondo del pasillo. Así que bajaron todas las persianas de las ventanillas y conectaron el portátil de Pavel al proyector.
Los dos yihadistas que conducían los taxis los retiraron de los aviones y al aparecer los aparcaron en el espacio reservado del FBO y luego subieron a bordo. De modo que ahora había nueve personas en el jet: los pilotos Pavel y Sergei, Abdalá Jones, Zula, Khalid y cuatro más a quienes Zula consideraba soldados: el que había pasado todo el rato conduciendo el taxi robado por Xiamen, el segundo hombre del chaleco explosivo del Hyatt, y dos más que habían recogido recientemente del barco. Estos dos parecían más jóvenes, más inexpertos. Ciertamente, más obsequiosos. En cualquier caso, los cuatro soldados se metieron en la cabina privada al fondo del avión, dejando la cabina principal disponible para la reunión. Zula no estaba invitada, pero tampoco le dijeron que se moviera, y de hecho, a menos que la encerraran en el cuarto de baño, poco más podrían haber hecho.
Y así, poco antes de medianoche, reemprendieron la anterior conversación sobre planes de vuelo y grandes rutas circulares, esta vez con ayuda visual. Pues Pavel tenía un programa informático que podía calcular y trazar esas rutas en un mapa del mundo, y ahora lo usó para dar forma a rumbos diversos desde Islamabad a varias ciudades de Estados Unidos.
El alcance máximo del avión era de 10.700 kilómetros. Los pilotos querían que Jones comprendiera que había que restar cierta distancia a esa cifra por si se producían vientos frontales inesperados y para maniobrar en las cercanías de los aeropuertos a cada extremo del plan de vuelo.
La imagen resultante fue que Islamabad estaba básicamente situada al lado opuesto del mundo con respecto a Denver, y por eso una gran ruta circular trazada directamente a través del Polo Norte llevaría al jet a Mile High City, si tuviera tanto alcance, que no tenía. De hecho, si tuvieran que dirigir allí el avión, tendrían suerte de llegar tan al sur como Regina, Saskatchewan. Lo más probable era que tuvieran que aterrizar en Saskatoon para repostar.
Este tipo de conversación pareció poner a Abdalá Jones de un humor de perros. Después de recorrer airado el pasillo de un extremo a otro, pareció calmarse y les confesó algo a los pilotos. O al menos hizo como que confesaba algo. Zula había visto ya lo suficiente de este hombre y sus manías, a esas alturas, para dudar de que confesara sinceramente nada.
Todo lo que quería, dijo, era cruzar el paralelo 49 y aterrizar en suelo norteamericano. No tenía que ser un aeropuerto grande. De hecho, prefería un destino más pequeño, más rural. El lugar de aterrizaje ideal sería una pista de tierra abandonada en mitad de ninguna parte. Su único objetivo era colar a algunos de sus hermanos en Estados Unidos, donde pudiera desaparecer entre la población general y esperar luego órdenes futuras. Pero si el avión solo podía llegar hasta Saskatoon, no funcionaría.
A continuación se enfrascaron con más mapas y cálculos detallados. La pega de todo ello era que Estados Unidos era el peor sitio al que apuntar. Debido a las matemáticas de los cálculos de gran círculo, resultaba que las esquinas noreste y noroeste de los estados continentales estaban mucho más cerca de Islamabad, tanto, que el avión podría llegar hasta allí sin necesidad de repostar.