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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (67 page)

BOOK: Reamde
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La atravesó con una voltereta, se agazapó, el arma en alto, y se volvió a mirar a ambos lados. Nada. Pero...

Se dio un susto de muerte. En el suelo había tendido un hombre a no más de tres metros de distancia.

Pero estaba inmóvil, las manos sujetas a la espalda por unas correíllas de plástico. Y estaba desnudo.

No, no exactamente inmóvil. Todavía se estremecía. Una gran mancha se extendía cerca de su cabeza, que estaba doblada en un ángulo extraño. Le habían cortado la garganta.

Sokolov recuperó su cargador y otros artículos del caos disperso ahora por la mesa, pero se detuvo al salir de la
suite
para iluminar con la linterna la cara del muerto. Era chino.

¿Por qué le habían quitado la ropa?

Porque les resultaba útil para algo.

Un uniforme. El tipo era policía, o guardia de seguridad.


Ni yao gao de tamen ji quan bu ning
.

Para Marlon era fácil decirlo. Para Yuxia era difícil cumplirlo, encerrada como estaba en un camarote de paredes de acero donde todo lo importante parecía estar soldado. Aquí había poco que una persona pudiera aplastar o romper. Había intentado romper el cristal de la portilla y casi se rompió la mano. Pero había una silla de madera que no estaba clavada, y descubrió que podía levantarla y emplearla para golpear. Sus primeros intentos fueron salvajes y golpeó la puerta de acero, tan fuerte que la silla misma empezó a desintegrarse y a enviar fragmentos de madera seca rota de vuelta contra su cara. Se quitó las astillas del pelo, luego cogió con las dos manos la parte más grande de la silla que todavía quedaba de una pieza y volvió a ponerse a trabajar, empezando por golpear el cristal de la portilla. El cristal no se inmutó. Golpeó con más fuerza. Nada. De algún modo esto la irritó más que el engaño de Ivanov, ser esposada al volante, el secuestro de Zula o que la metieran de cabeza en agua salada.

No gritaba lo suficiente. Empezó a soltar un profundo gruñido desde el vientre con cada golpe. Como esa tenista americana, la negra grande, que gritaba cada vez que golpeaba la bola. Además, gritar era parte de liarla parda, ¿no? Se encogió como un jugador de béisbol y golpeó lo que rápidamente quedaba reducido a un palo corto de madera y gritó con todas sus fuerzas y descargó un golpe sañudo contra la portilla, aunque falló. Esto la enfureció aún más, así que tomó aliento y soltó otro grito y descargó otro golpe salvaje que volvió a fallar. Empezó a mezclar sus gritos con maldiciones que había aprendido de las mujeres de su aldea cuando estaban muy enfadadas con los hombres de sus vidas, y finalmente dio un golpe tan fuerte contra la portilla de cristal que la resquebrajó. Los hombres del barco habían cubierto la portilla con periódicos y alguien al otro lado los quitó y se asomó al cristal roto justo a tiempo de ver otro ataque con la pata de la silla directo contra su cara. Se apartó mientras trozos de cristal volaban de la fractura cada vez mayor, y cuando volvió a asomarse, le gritó.

Unos cuantos golpes más y una cuña de cristal saltó. Tres hombres más se reunieron con el primero. ¡Cuatro! Solo había seis hombres en todo el barco. Yuxia agarró la pata de la silla como si fuera la mano de un mortero y empezó a usar lo que quedaba de cristal como almirez, atacándolo con golpes cortos. Era, más que nada, una forma de recuperar el aliento. Vio moverse el picaporte de la puerta y supo que venían; se apartó de la puerta, tomó todo el aire que pudo, y recibió al primer hombre en entrar con una andanada de insultos que, si hubiera comprendido el dialecto que empleaba, sus genitales se habrían encogido hasta convertirse en algo parecido a pasas. Otros hombres siguieron al primero a través de la estrecha escotilla y se desplegaron por los laterales, contra las paredes, fuera del alcance de la pata de la silla. La expresión de sus rostros era de auténtico miedo. Yuxia se había convertido en una loca, una bruja. Porque solo una loca o una bruja se comportaría de esa manera cuando estaba totalmente en manos de un grupo de hombres que podían violarla y matarla cuando se les antojase.

Un hombre entró en el camarote con tanta fuerza que prácticamente derribó a los otros. Era el capitán del barco. La odiaba. Se fue directo hacia ella. Yuxia instintivamente lo atacó con la pata de la silla, pero él debía de saber artes marciales porque la cazó al vuelo y se la arrancó de la mano y la arrojó despectivo al suelo y luego al mar.

Yuxia rebuscó en su bota y sacó el teléfono y lo alzó para que todos lo vieran.

—¡He llamado a la policía! —anunció—. Estáis todos muertos.

Esto era quizá lo único que podría haber detenido al capitán. Se quedó absolutamente inmóvil durante tres segundos.

Un objeto pequeño y cilíndrico rebotó en el umbral del camarote y aterrizó en mitad del suelo. No era la primera vez que Yuxia veía uno. Antes, ese mismo día, Marlon y Csongor habían descubierto un par de ellos entre los efectos personales de Ivanov, y habían hecho algunos comentarios, usando una terminología en inglés que ella apenas reconocía. Palabras no usadas comúnmente pero que había oído antes. «Granada» y «aturdidora». Por las películas, entendía bastante bien el concepto granada. La cosa que había en el suelo no se parecía a las granadas de las películas y por eso no la habría reconocido si no hubiera sido por la afortunada coincidencia de la charla en la furgoneta unas cuantas horas antes.

O tal vez no fuera tanta coincidencia.

Vio que a la granada le faltaba la anilla.

Yuxia se apartó, cerrando los ojos, y se llevó las manos a ambos lados de la cabeza.

Zula no podía recordar una época en que no hubiera sentido que llamaba la atención. Sentada sola en el bar del Hyatt con ropa mojada y rota, no se sentía más fuera de lugar que de costumbre. Se había habituado a ello. La miraban varios hombres de negocios que, suponía, se preguntaban cómo una puta adicta al crack había conseguido llegar a Xiamen.

Los únicos hombres presentes que no la estaban mirando eran una pareja sentada en la mesa de al lado: un par de tipos de Oriente Medio/Sudeste Asiático con gruesos chaquetones impermeables. Sin embargo, incluso ellos miraban a Zula por el rabillo del ojo, por si tuviera la intención de echar a correr.

De todas formas, no tuvo que esperar mucho a que los dos pilotos bajaran. Uniformados y todo. Llevaban sus maletines especiales de piloto y arrastraban tras de sí sus maletas con ruedas como si fueran perros cúbicos. Estaban preparados. Zula había hablado con ellos con el teléfono de Jones. Llamó a la operadora del hotel, pidió que la pusieran con los dos rusos que se habían registrado al mismo tiempo hacía tres días. Tardaron un rato en encontrar las habitaciones, pero el primero de los pilotos que llamó, Pavel, cogió el teléfono a la primera llamada. Contrariamente a lo que pensaba Jones, no estaba tirado viendo pornografía y bebiendo. Estaba esperando.

Naturalmente, lo que esperaba era la voz de Ivanov, hablando en ruso. Zula hablando en inglés fue una clara sorpresa. Pero ella pudo convencerlo de que, sí, era la chica que vino en el vuelo esta semana. Que algo había salido mal con el plan. Y que sería mejor que bajara y se reuniera con ella en el bar del hotel.

Pavel y el otro piloto, Sergei, se acercaron con cautela, mirándola de arriba abajo. Como haría cualquier otra persona cuerda.

—Por favor —dijo ella con un gesto—. Siéntense.

Incluso eso requirió cierta persuasión.

Pero no pasaba nada. No tenía que persuadir a Pavel y Sergei de nada más. Solo de que se sentaran a la mesa.

En cuanto ocuparon sus asientos, los dos hombres de los chaquetones impermeables se levantaron y trajeron sus aguas minerales y se reunieron con ellos. Cinco entonces a la mesa. Pavel y Sergei se sorprendieron aún más que al principio. Pero la situación quedó interrumpida cuando una camarera se acercó a tomar la comanda. Zula notó con aprobación que ambos pilotos pedían bebidas no alcohólicas.

Uno de los hombres con chaquetón (Khalid) anunció:

—Esta noche volarán a Islamabad.

Entonces sonrió dulcemente mientras Pavel y Sergei estallaban en una risa nerviosa.

—¿Dónde está Ivanov? —quiso saber Pavel. Lo había preguntado varias veces durante la llamada telefónica. Pero Zula no había contestado directamente hasta ahora.

—Muerto —dijo, y miró significativamente a Khalid.

Pavel y Sergei no se lo creyeron. Pero solo durante un instante.

—¿Quién es este hombre? —le preguntó Pavel.

Khalid soltó su bebida, extendió la mano, agarró la cremallera de su chaquetón y la bajó hasta su vientre. El atuendo se separó para descubrir una especie de chaleco, cosido con lona, que albergaba una fila de largos y finos bolsillos verticales en torno al torso. Cada bolsillo estaba lleno. En la parte superior de cada uno de ellos sobresalía un cilindro de plástico transparente, como una pieza de papel de cocina enrollada en torno a un tubo aplastado, del tamaño de un burrito gigante, de amorfa materia amarillenta, un poco como una pasta que no ha sido amasada todavía. De la parte superior de cada tubo de pasta emergían cables eléctricos. Todos estaban conectados y corrían hasta el hombro de Khalid y bajaban por la manga del chaquetón. Khalid tenía la mano en el regazo, pero en ese momento la mostró tímidamente a Pavel y Sergei, permitiéndoles ver un objeto negro de plástico rematado por un botón rojo.

Pavel y Sergei no pudieron encontrarle sentido durante unos instantes. Naturalmente, estaba claro que era un chaleco con explosivos. Sin embargo, ver uno allí mismo, en el cuerpo de una persona, era tan sorprendente que la mente no podía aceptarlo al principio. Era como si hubieras encontrado a Hitler en tu cocina.

—Me han ordenado que les diga que pasan cosas desagradables cuando eso estalla —dijo Zula—. ¿Hace falta? Quiero decir, el fondo de esta cuestión es que no solo nos matará a nosotros sino que básicamente volará medio edificio.

Ni Pavel ni Sergei tuvieron nada que decir.

La cremallera volvió a cerrarse.

La camarera les trajo las bebidas. Zula pidió la cuenta.

—También me han ordenado que les diga que hay dos taxis esperando fuera. Pavel irá en el primero, Sergei en el segundo. Uno de estos tipos con los chalecos irá en cada taxi, para mantener, supongo, la amenaza. Iremos directamente al aeropuerto y partiremos para Islamabad en cuanto obtengan el permiso de despegue. ¿Hay alguna pregunta?

No hubo ninguna.

Al guiar a los cuatro hombres por el vestíbulo hacia la salida, Zula se sintió como una terrorista.

Era emocionante.

No es que corriera peligro de sumarse a estos tipos. La obligación del burka, la lapidación y todo eso lo descartaban. Pero se había sentido carente de poder durante tanto tiempo (y sin embargo no había pasado tanto tiempo, menos de una semana), que salir del Hyatt con suficientes explosivos a su estela para derribar el edificio le proporcionaba una extraña sensación subrogada de poder; el cansado hombre de negocios que se registraba en el hotel seguía dirigiéndole la misma mirada de arriba abajo y sin embargo a ella ya no le importaba lo que pudieran decir. Había llegado mucho más allá, era parte de una realidad mucho más grande y más intensa que nada de lo que ellos pudieran imaginar. Ellos y sus opiniones hacia ella eran irrelevantes. Insignificantes.

¿Ser un hombre que había estado indefenso toda su vida? ¿Y tener este poder? ¿Ser capaz de acceder a esta sensación que estaba saboreando ahora mismo? Debía de ser la droga más poderosa del mundo.

Cuando se sentó en el asiento trasero del taxi, pudo ver por la expresión de Jones que también él estaba colocado con esa droga.

—Quiero dar media vuelta y volver a la ciudad —observó. Jugueteaba con la pantalla de su teléfono.

—¿Por qué?

—Encontramos a Sokolov.

De repente ella dejó de sentirse colocada. Esperó que no se notara demasiado en su rostro.

—O, al menos, sabemos adónde fue. A una casa en Gulangyu.

«¿Entonces qué va a pasar ahora?», quiso preguntar. Pero no deseaba meterse en problemas por meter la nariz donde no debía.

Él la miraba como si pudiera leerle la mente. Quería decírselo. Quería que ella preguntara.

Se negó a darle esa satisfacción.

—Van a ir allí ahora —dijo—, y se encargarán de él.

Si su experiencia como creador de REAMDE le había enseñado algo a Marlon, era que siempre había alguna cosa que salía estrepitosamente mal en cualquier plan, y nunca sabías qué era hasta que sucedía. En este caso, fue que Csongor remaba con demasiada fuerza. Marlon había encontrado al húngaro en circunstancias extremadamente caóticas, y durante la mayor parte de su relación había estado demasiado distraído para prestar mucha atención a la presencia física del hombre. Con metro noventa de altura, Marlon se consideraba a sí mismo inusitadamente alto. Pero al mirar a Csongor, tenía la desacostumbrada experiencia de ver a alguien que era más alto aún. Y casi podría jurar que Csongor lo doblaba en peso, aunque sabía que eso no podía ser posible. Tenía cierta protuberancia en el torso, pero no lo que podríamos llamar grasa acumulada; su cabeza era grande y ancha, pero no tenía papada de más. La potencia con la que impulsaba los remos producía en Marlon la nerviosa sensación de que la barca se sacudía bajo él, y eso era solo remar de manera normal. Durante el último minuto o así antes de su colisión con el barco de pesca, a Csongor por fin se le había metido en la cabeza que estaba remando por su vida, y posiblemente por la de Zula, y había empezado a manejar los remos con tanta energía que Marlon se agachó por instinto y se agarró con una mano a cada borda.

Csongor, naturalmente, no podía ver adónde iba y por eso en los últimos momentos Marlon, que no confiaba en su capacidad para comunicarse en inglés, empezó a señalar a un lado y a otro, diciéndole hacia dónde dirigirse. No había contado con la ola que dejaba el barco a su estela, lo que hizo que su proa se alzara bruscamente casi al final; entonces uno de los neumáticos colgados en su costado los golpeó y volcó la barca en un instante. Marlon, que lo vio venir, dio un salto mientras la barquita giraba bajo él y consiguió agarrarse al borde de un neumático con una mano. La otra mano la siguió un instante después, y menos mal, porque de lo contrario habría perdido su asidero. El barco de pesca se movía más rápido de lo que había calculado, y tiró de él hacia delante. Esto requirió toda su atención durante un momento, pero entonces miró hacia atrás y vio la barca volcada que quedaba rápidamente a popa, y ni rastro de Csongor.

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