—¿Y eso qué significa?
—Significa que es un puñetero idiota.
Csongor, un poco sorprendido al advertir que James y Yuxia estaban flirteando, sintió que retrocedía a la periferia de la relevancia.
—Lo aprecio como a un hermano —dijo ella—. Pero...
Y alzó la mano, los dedos separados, y los agitó en el aire.
—Entendido —dijo James, mirándola fascinado. Pero entonces pareció recordar sus modales, y su mirada se volvió hacia Csongor—. ¿Cuál es tu historia, grandullón? Un pez fuera del agua, ¿eh?
Aunque no era inmune al encanto indiferente de James, Csongor solo podía pensar en Zula, así que desvió la mirada y se puso a contemplar la ventana de un modo que debió de parecer melancólico. Advirtió que estaba tamborileando los dedos en el mostrador, cada una de sus yemas callosas y resecas por el sol golpeando la formica como un martillo de bola.
—Le disparé a la cabeza —dijo por fin.
Se volvió a mirar a James, que para variar se había callado.
—Le. Disparé. A. La. Cabeza.
—Espera un momento, ¿estás hablando de Jones?
—Sí. Pero fue solo... ¿cómo se dice? —Csongor hizo la mímica de una bala rozando el lado de la cabeza.
—Un rasguño —dijo James—. Lo odio —reflexionó unos instantes—. Le disparaste a Abdalá Jones a la cabeza.
—Sí. Con esto —Csongor palpó la pesada pistola que llevaba en el bolsillo.
—¿A qué distancia?
—Demasiado cerca.
Y relató la historia. Tardó un rato. Tuvo la impresión de que fue el lapso de tiempo que «James» se pasó sin decir nada desde que aprendió a hablar de niño.
Pero antes de que pudiera comentar ninguna de las notables características de la historia (que era algo que claramente quería hacer de la peor forma), fueron interrumpidos por una brusca exclamación por parte de Marlon.
—¡Aiyaa!
Era la primera vez desde que todo esto había empezado que Marlon expresaba siquiera una leve preocupación por algo. Pero se trataba de algo más: era una expresión de consternación. Había apartado las dos manos del teclado (algo que no tenía precedentes) y se las llevó a las sienes. Miraba la pantalla lleno de asombro.
Su cara estaba iluminada por la fluctuante luz blanca.
James se puso en pie. Corrió para poder ver la pantalla.
—La leche jodida —exclamó—. Esto solo puede ser un hechizo. Pero no creo que se haya utilizado nunca antes.
—Una vez —dijo Marlon—. Para matar a una dinastía entera de titanes.
—¿Quién lo usó?
—Egdod.
—Voy a arrebatarte —dijo James, corriendo al terminal donde todavía tenía abierta su sesión de T’Rain.
—Tengo emplazados guardas y deflectores —le advirtió Marlon—. No puedes arrebatarme.
—Desconéctalos y déjame hacerlo. Mi nombre es Thorakks.
Csongor y Yuxia se habían acercado al espacio que James había dejado vacío un segundo antes y estaban mirando por encima del hombro de Marlon, que había retirado todas sus ventanitas de chat y sus indicadores de estatus a la periferia de su pantalla, de modo que veían el mundo de T’Rain por encima del hombro de Reamde, lo que quería decir que estaban mirando por encima de dos hombros, el de Marlon y el del Troll. Este último estaba de pie en un terreno despejado en la cuenca de un río, con el final de una cordillera visible a la derecha que daba paso a llanuras de campos verdes moteadas de aldeas. En otras palabras, casi había llegado al pie de las montañas de Torgai y parecía a punto de alcanzar un lugar habitado donde podría encontrar servicios como cambistas e intersecciones de líneas ley. Csongor, que había aprendido ya a entender la interfaz de usuario, observó que Reamde llevaba encima nueve piezas de oríndigo, 767 piezas de oro azul, 32.198 piezas de oro rojo y 198.564 piezas de oro amarillo: números que aturdían la mente t’raniana, ya que incluso unos cientos de piezas de oro amarillo se consideraban una fortuna apreciable por la que merecía la pena luchar. Tenía que ser la mayor cantidad de dinero que un solo jugador de T’Rain había llevado jamás encima. Un cálculo rápido le indicó que debía de superar el millón de dólares en dinero real, probablemente rondando los dos millones.
Por tanto, Reamde iba rodeado por una falange de otros personajes, demasiado numerosos para que Csongor pudiera contarlos o incluso verlos. La formación entera cruzaba el llano en bloque, tan bien coordinada en sus maniobras que Csongor pensó que debían de estar unidas por algún tipo de algoritmo informático; los otros jugadores debían de haber coordinado a sus personajes con los movimientos de Reamde y retirado las manos de los controles, permitiendo que Marlon dirigiera a la formación entera.
Nada más que esto (la enorme cantidad de dinero en juego, el tamaño colosal de la formación) habría absorbido la atención de los más experimentados y recalcitrantes jugadores de T’Rain. Y sin embargo la escena era dominada visualmente por algo aún más enorme y que llamaba más la atención: la llegada de un cometa. En su centro brillaba con toda la capacidad que podía mostrar la pantalla del ordenador de Marlon, y su fulgor lo iluminaba todo con un espectral brillo blanco mientras lo sumía todo en una sombra impenetrable. Aquí había un interesante fenómeno psicológico en juego, relacionado con la percepción de la luz y el color. Estaban mirando una pantalla en una sala tenuemente iluminada. El monitor era una placa de plástico negro con unos tubos fluorescentes detrás y una pantalla cubriendo su parte delantera. La ventana estaba grabada con unos cuantos millones de válvulas de luces electrónicas, hechas de cristales líquidos, que podían conectarse y desconectarse, o asumir diversas gradaciones intermedias. Si cada una de esas válvulas se abriera para dejar entrar el cien por cien de luz, entonces simplemente estarían mirando una placa con unos tubos fluorescentes detrás, y no sería tan brillante. Sería como mirar un tubo de luz en el techo de una oficina: una amplia cantidad de iluminación, ciertamente, pero nada comparado con la cantidad de luz que el sol proyectaba sobre el suelo, incluso en el día más nublado. Todo el que entrara y mirara esa placa de luz a toda potencia no la percibiría como un brillo. Tal vez ni siquiera supieran si estaba encendida o no.
Y sin embargo Marlon, Csongor y Yuxia estaban todos entornando los ojos y desviando la mirada e incluso llevándose las manos a la cara para proteger sus retinas de la luz del cometa imaginario que aparecía en la pantalla del ordenador. Lo percibían como intolerablemente brillante. Cierto, en parte era debido a que se hallaban en una habitación oscura y tenían las pupilas dilatadas. Pero aparte de eso, había un factor psicológico en juego. Se habían acostumbrado a desviar la mirada de los objetos extremadamente brillantes que hacían lo que estaba haciendo la luz de esta escena ficticia, es decir, brillar en el cielo y proyectar profundas sombras sobre el suelo, y estos instintos entraban en funcionamiento a medida que el cometa se acercaba. Aún más, el subwoofer conectado al ordenador de Marlon había entrado en una especie de sobrecarga y causaba un visible nerviosismo entre la clientela que veía porno en el café, que posiblemente conocía que había montones de terremotos, erupciones volcánicas y tsunamis en Filipinas. Uno de ellos incluso se levantó de un salto y echó a correr hacia la puerta, temiendo quedar enterrado de un momento a otro en un río de barro y cenizas volcánicas. Csongor, saliendo de aquel trance, dio un paso al frente y giró un dial en el altavoz, reduciendo los graves a un tono más soportable.
Eso hizo posible oír a James, que aullaba desde el otro lado del café.
—Tío, es el Jinete del Cometa. Y va a por tu culo. Vas a morir. Déjame que te arranque.
Las manos de Marlon se movían como llamas sobre el teclado, cambiando algunos de los parámetros de la interfaz. Csongor estaba familiarizado con lo que hacía, ya que se había visto obligado a aprender trucos similares para percibir todos los hechizos protectores que se instalaban continuamente en torno al pozo comercial del Cambalache de Carthinias. Estos se hicieron visibles de pronto, aunque mal definidos por la luz del cometa, en torno a Reamde y su falange: al menos una docena de capas concéntricas de campos de fuerza de colores, algunos en forma de cúpula, otros cónicos, algunos cilindros abiertos por arriba, todos mostrados con tonos diversos y titilando con diferentes texturas. Hechizos para desviar proyectiles, para detener bolas de fuego mágicas, para hacer visibles a personajes ocultos, y para infligir automáticamente daño a cualquier enemigo que intentara penetrar hasta el centro.
Y para impedir que el beneficiario fuera arrebatado. El arrebato era un hechizo, normalmente empleado con intenciones hostiles, que secuestraba al personaje y lo absorbía a través del espacio a una velocidad impensable y lo depositaba a los pies de quien había lanzado el hechizo.
Marlon empezó a dejar caer las cortinas de hechizos protectores. Al hacerlo, se exponía junto con los miembros de su ejército a ser atacado; pero su ejército se disolvía de todas formas, huyendo en una amalgama de monturas aladas de cuatro patas o de seis patas, alfombras mágicas, motocicletas numinosas, y corrientes mágicas de aire, intentando poner tanto espacio posible entre ellos y aquel a quien el cometa iba inconfundiblemente dirigido.
Justo cuando la pantalla se volvía completamente blanca y el subwoofer parecía a punto de reventar, una imagen transparente de Thorakks apareció en el centro, extendiendo hacia él un puño enguantado de malla. La pantalla se volvió considerablemente más oscura, y contemplaron una animación que hizo parecer que estaban siendo vomitados por un esófago de humo de extraños colores y tentáculos retorcidos.
Y entonces aparecieron en el saliente rocoso de una ladera en alguna parte, mirando a Thorakks, que estaba iluminado de blanco cegador por un lado y completamente oscuro por el otro.
Marlon giró el punto de vista para que todos miraran en la misma dirección que Thorakks, es decir, hacia el valle. Una bola de fuego del tamaño de Staten Island acababa de estrellarse contra el suelo. Marlon tuvo que apagar por completo el altavoz.
Permanecieron allí durante un minuto solo para disfrutar del espectáculo: una onda de choque que se extendía desde el centro como una onda en un estanque, hasta que se congeló creando el borde de un cráter. Columnas de vapor se alzaron del río vaporizado. Empezaron a llover rocas y árboles (tanto Thorakks como Reamde lanzaron hechizos protectores para evitar ser aplastados por los escombros). La enorme burbuja de luz y humo se convirtió gradualmente en una columna, la columna se convirtió en una figura bípeda: un hombre de larga barba blanca, contemplando el cráter y sus inmediaciones como quien acaba de encender la luz de su despensa y busca cucarachas. Pues (como Csongor comprendió ahora) ese ser había viajado literalmente en el cometa, como un niño que baja por una cuesta en la tapa de un cubo de basura.
—Egdod —dijo Marlon con una interesante combinación de reverencia, incredulidad y miedo de mearse en los pantalones.
—Nunca pensé que lo vería en el juego —dijo James claramente desde el otro lado de la sala. Un momento después las palabras se repitieron, en áspero tono metálico, y con acento diferente, por parte de Thorakks.
Marlon estaba ocupado invocando nuevos hechizos, tratando de reconstruir las defensas que había bajado para permitir ser arrebatado y, sospechó Csongor, intentando hacerse invisible. Al advertirlo, Thorakks dijo, levemente divertido:
—¿En serio? ¿Vas a pelear?
—Sí.
—Vas a esconderte de Egdod.
—No tengo más remedio.
—¿Sabes quién es ese jugador?
—Claro que lo sé.
—¿Sabes que es el tío de vuestra amiga Zula?
Marlon se detuvo un instante, y Csongor imaginó que, mentalmente, Marlon veía la imagen que les había descrito durante el viaje: un momento, justo después de que Ivanov recibiera el disparo y Csongor cayera, cuando la cara de Zula se encontró con la de Marlon a través de una ventana sucia, y sus ojos conectaron durante unos instantes.
Entonces sus ojos volvieron a centrarse en la pantalla.
—Hablaré con el tío de Zula cuando tenga el dinero —dijo Marlon—, y se lo haya dado a mis amigos. Su casa explotó y están huyendo de la policía y de todo el mundo, y dependen de mí para finalizar esto.
—Entonces vamos a patear culos —sugirió James.
Marlon colocó los dedos sobre el teclado, luego miró a Csongor.
—¿Estás preparado?
—Lo estaré cuando llegues allí.
—Eh, Pies Grandes —dijo Corvallis—. Estás rehaciendo el planeta más rápido de lo que nuestros servidores pueden ponerse al día.
—Eso es bueno para ti —murmuró Richard—. Di que es una prueba de tensión y sigue adelante.
—No ayuda mucho que lo estés haciendo a la una de la mañana cuando la mayor parte de nuestro personal veterano está durmiendo.
—Es sábado. Están de marcha. ¿Para qué crees que son los teléfonos?
—Intentaré contactar con ellos, pero...
—Antes de hacerlo, dime dónde está el pequeño cabrón.
—¿Entonces ahora vuelve a ser el pequeño cabrón?
—Hay un montón de restos aplastados e incinerados... pero debería haber sobrevivido. Lancé un hechizo protector sobre él justo antes del impacto.
Tras mucho teclear, C-plus respondió:
—No está allí. Fue arrebatado justo a tiempo por un tal Thorakks. Puedo darte las coordenadas generales, pero se mueven rápido y la base de datos se quedará atrás.
—Dame un lugar por donde empezar a seguirlos —dijo Richard, hablando cada vez más como si fuera Egdod—. No, anula eso.
—¿Cómo dices?
—Tienen que dirigirse a una ILL —dijo Richard, usando la jerga del juego para indicar la intersección de línea ley—. Solo hay un sitio donde puedan mover esta cantidad de oro.
Mientras estuviera entretenida limpiando los restos de la cena, Zula podía impedir pensar en llaves y candados. Habían comido en platos de plástico desechables, que recogió y apiló, tras echar los residuos en una bolsa de basura. Metió la pila de platos en una segunda bolsa. Lavó las ollas usando agua que había calentado en el hornillo portátil. Las puso a secar. La cadena, naturalmente, la confinaba a un área circular, y ya había decidido que dormiría lo más lejos posible del lugar donde había dejado la basura, por si se acercaban alimañas o algo peor. Por ahora, metió las bolsas (que todavía no abultaban demasiado) en una nevera, para mantenerlas a salvo de ratoncillos y similares. Pensó en explicarles a los hombres que deberían colgar su comida de las ramas de los árboles, pero luego se lo pensó mejor. En cambio, arrastró la nevera lo más lejos posible en la dirección donde estaban las tiendas donde dormían los hombres y la dejó allí. Que trataran con la vida salvaje local. En el peor de los casos, le produciría algo de diversión; en el mejor, podría cubrir su huida. Moviéndose lo más rápido que pudo en la dirección opuesta, ciento ochenta grados en torno al círculo de la basura, empezó a arreglar su pequeño campamento, que consistía en un diminuto refugio para una sola persona donde apenas cabía un saco de dormir.