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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (114 page)

BOOK: Reamde
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O al menos esa pareció ser la teoría más razonable durante el primer par de días en que advirtieron su desaparición. Desde entonces se habían organizado búsquedas por toda la región con aviones, buscando un vehículo siniestrado o una bengala de socorro, y escudriñando las frecuencias de radio en las que pudieran enviar una señal de auxilio. La cobertura telefónica en la mayor parte de la región quedaba descartada, pero el Suburban tenía una radio de banda ciudadana, y presumiblemente la conectarían y pedirían ayuda en cuanto vieran a un avión. U oyeran uno.

«Oír» era lo más probable, ya que el tiempo había estado encapotado. Los pilotos no estaban convencidos de haber realizado una búsqueda adecuada en la zona. Por tanto, la investigación había quedado paralizada durante los últimos días. Las familias (que habían volado a Columbia Británica y que ahora parecían estar dirigiendo una especie de centro de crisis desde un hotel de Prince George, la población más cercana que parecía aunque fuera remotamente una ciudad) insistían en que algo malo debía de haber sucedido y estaban peligrosamente cerca de decir cosas desagradables sobre el modo de llevar la investigación por parte de la RPMC.

Leyendo entre líneas, era bastante fácil comprender lo que pasaba. La policía, aunque ni soñaban expresarlo a las claras, estaba casi segura de que los cazadores y guías estaban muertos, probablemente tras haberse despeñado por un precipicio en medio de la niebla. Si estuvieran simplemente atascados, habrían hecho saber su situación con la radio, o habrían ido andando hasta una carretera, algo para lo que estaban más que equipados. Pero la policía no podía ir y decirlo. Así que tenían que manejar la situación expresando su confianza en que la búsqueda aérea revelaría algo tarde o temprano. Por otro lado, había poco que pudieran hacer aparte de ruiditos consoladores y reafirmantes cuando los abordaban los periodistas o las inquietas esposas.

Olivia, no hacía falta decirlo, tenía una teoría completamente distinta. Era difícil imaginar algo que sonara más descabellado que decir que un grupo de terroristas internacionales había secuestrado un avión privado en Xiamen, lo había estrellado en las montañas de Columbia Británica, asesinado a los ocupantes de un Suburban que habían salido a cazar osos, y luego se habían dirigido a la frontera.

Sin embargo, en la parte positiva, debería ser una hipótesis bastante fácil de investigar. El Suburban podía ser un cuatro por cuatro, pero era improbable que Jones y compañía se hubieran mantenido apartados de las carreteras durante mil kilómetros. Habrían tenido que seguir el camino más fácil.

De hecho, reflexionó Olivia mientras buscaba en Google un mapa de Columbia Británica, no era solo el camino más fácil. Era «el camino». Esta región no tenía red de carreteras. Solo tenía una. A menos que hubieran seguido una ruta enormemente larga siguiendo los senderos de las montañas (cosa improbable, en esta época del año), o se hubieran desviado hacia el este, hacia el norte de Alberta, se habrían dirigido al sur por la Autopista 97.

¿Y por qué no? Si Jones había conseguido secuestrar el Suburban en mitad de ninguna parte, habría comprendido perfectamente que solo tenían unos cuantos días (quizá solo unas pocas horas) para hacer algo útil con el vehículo antes de que se produjera algún tipo de alerta. Se habría encaminado directamente a la frontera norteamericana siguiendo la Autopista 97, a través de Prince George (justo delante del hotel donde las familias de sus víctimas tenían su campamento base), para luego bajar por el sistema más ramificado de carreteras que se extendían por el sur de Columbia Británica. Si no cruzaba la frontera inmediatamente, buscaría un modo de deshacerse del Suburban donde no lo vieran, y se buscaría otro vehículo.

Y entonces pensaría un modo de cruzar la frontera, posiblemente por el centro de ninguna parte. Algo que fuera difícil impedir aunque supieran que iba a suceder y tuvieran una caza del hombre en marcha.

No necesitarían comprar comida, ya que podrían comer las raciones de campamento robadas a los cazadores. Demonios, incluso podían pasar hambre un día: no sería la primera vez.

Lo único que necesitarían sería combustible. Gasolina.

Otra mirada al mapa.

Si se habían hecho con el Suburban en la región donde estaban efectuando la búsqueda, y si el depósito estaba razonablemente lleno, habrían podido llegar hasta Prince George sin tener que repostar. Naturalmente, había otras gasolineras esparcidas por la carretera situada al norte (la gente tenía que comprar gasolina en alguna parte), pero Jones las habría evitado instintivamente, pues no querría causar ninguna impresión memorable a los propietarios, que podrían reconocer el Suburban como perteneciente a un servicio de guía local. No, lo habría llevado hasta el relativo anonimato de Prince George y luego habría comprado gasolina en la más grande e impersonal estación de servicio que hubiera podido encontrar.

Al día siguiente, Olivia se dirigiría a Prince George. En algún lugar de esa población debía de haber una cámara de vigilancia que hubiera capturado la imagen que necesitaba. Y si podía convencer a sus propietarios para que le dieran una copia de esa imagen, entonces podría usarla como una especie de esclusa para desviar buena parte de la energía mal invertida en la caza de Jones hacia un canal más beneficioso.

Esta noche, sin embargo, tenía que dormir. De hecho, estaba durmiendo.

La mayor parte del tiempo que Csongor permaneció en T’Rain lo pasó dando tumbos en un estado de desventurada confusión. El juego tenía procedimientos para aliviar el camino del recién llegado. Podías jugar en «modo diversión», que ocultaba tres cuartas partes de las características avanzadas, y los nuevos personajes eran inicialmente dirigidos a distritos controlados del mundo donde los peligros eran pocos y se podía jugar sin tener conocimientos enciclopédicos del mundo. Al hacerse con Lottery Dizcountz, un personaje de nivel comparativamente alto, Csongor había dejado atrás todas estas precauciones y por tanto se había expuesto al mundo en su plena complejidad, peligros y caprichos. Solo su larga experiencia como administrador de sistemas, enfrentándose a bizantinas instalaciones de software, había impedido que se hundiera en la desesperación y renunciara sin más. No es que los conocimientos y habilidades como administrador de sistemas fueran aplicables aquí. Lo importante era la pose psicológica: la fe implícita, un poco ingenua y un poco atrevida, de que al chocar de cabeza contra el problema durante el tiempo suficiente acabaría por abrirse paso. Los avances que había hecho para comprender el Cambalache de Carthinias lo habían animado un poco. Por otro lado, ver a Marlon dirigir una pequeña guerra estaba aplastando su moral. El inmenso poder del personaje de Marlon, su inventario de hechizos, armas y artilugios mágicos, el tamaño de su ejército y su facilidad para extraer datos relevantes del mareante montón de ventanas e interfaces de su pantalla y actuar inmediatamente siguiendo esa información, todo indicaba muchos años de experiencia jugando y dejaba claro que Csongor estaba tan fuera de lugar aquí como en el terreno de juego de un partido de fútbol de la Champions. Sin embargo, el obstinado administrador de sistemas que había en él no admitía la derrota y seguía mirando estúpidamente por encima del hombro de Marlon, tratando de encontrar sentido a lo que estaba sucediendo y captar unos cuantos indicios para poder mejorar el uso del cruelmente limitado conjunto de poderes de Lottery Discountz.

Por ese motivo se sintió completamente sorprendido y falto de preparación cuando Qian Yuxia cruzó el cibercafé y arrojó un vaso de agua a la cara del hombre que llevaba sentado frente a ella una media hora.

—¡No soy ninguna puñetera T-bird! —exclamó.

Y entonces lo dijo de nuevo.

—¡Si quieres una T-bird, vete a otra parte!

Csongor nunca había oído esa expresión antes, pero Yuxia la había murmurado ya tres veces, así que estaba seguro de que la había oído bien. No tenía ni idea de lo que significaba.

La víctima del ataque era un hombre blanco alto y delgado, de barba rubia y ojos verdes que parecía alerta y más divertido que furioso. Le sorprendió el agua en la cara, pero después se puso en pie de un salto y se volvió para enfrentarse a su atacante. No de modo amenazador (tuvo cuidado de marcar cierta distancia), sino de un modo que dejaba claro que estaba dispuesto a replicar si Yuxia decidía volver a atacarlo. La miraba con interés y no tenía ni miedo ni vergüenza. Pero en el momento en que Csongor se puso en movimiento, el tipo lo advirtió y cambió de postura, como preparándose para cualquier amenaza desde ese flanco. Los ojos verdes escrutaron rápidamente a Csongor de arriba abajo y se centraron de inmediato en el bolsillo delantero derecho de sus pantalones, donde estaba la Makarov cargada. De algún modo, se había dado cuenta de que la llevaba en el bolsillo. Y este hecho lo cambiaba todo. El hombre le mostró las dos palmas, un gesto que decía: «Mira, estoy desarmado» y «Quédate donde estás». Csongor vaciló, no tanto por obediencia sino por sorpresa ante la actitud del desconocido.

—Sería buena cosa para todos —dijo el hombre en un inglés de extraño acento— si pudieras mantener las manos por encima del ombligo, como verás que estoy haciendo yo, y mantener un poco de distancia. Luego podremos tener una conversación productiva. Hasta entonces, será lo que llevemos encima. Y como eres nuevo en esto, déjame decirte que no querrás meterte en esos berenjenales.

Si Csongor había oído correctamente, el hombre acababa de amenazarlo con sacar una pistola y dispararle.

Como para confirmar que esta interpretación era correcta, los otros dos clientes del café se marcharon a toda prisa, dejando solos a Csongor, Yuxia, Marlon y el recién llegado.

Aunque se tomó la amenaza bastante en serio, Csongor no se sintió tan intimidado como lo habría estado antes de los acontecimientos en Xiamen.

—Ya me he metido en bastantes berenjenales, así que no tengo miedo de volver a hacerlo si causas problemas a mi amiga —dijo.

Yuxia, notando que la situación no era lo que había creído al principio, había retrocedido un par de pasos para acercarse un poco más a Csongor. Mientras tanto, el filipino que dirigía la tienda había asomado la cabeza para investigar. Los ojos de Csongor se dirigieron hacia él. El hombre rubio, al advertirlo, giró hacia esa dirección, relajando las manos, y pronunció una frase en lo que Csongor supuso que era filipino. Parecía bastante alegre y animado. Lo que dijo suavizó la aprensiva expresión del rostro del encargado, que asintió y le devolvió una sonrisa.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Yuxia.

—Como no te gusta que te confundan con una T-bird, probablemente no debería decírtelo —respondió el hombre—. Pero le dije que tú y yo teníamos una pequeña pelea, una disputa común en un lugar como este, y que la habíamos zanjado.

—¿Qué es una T-bird? —preguntó Csongor.

—Una marimacho —dijo el hombre—. En este contexto, una lesbiana real o falsa que atiende a los putañeros que se ponen con esas cosas.

Lejos de querer sacar la pistola y dispararle al hombre, Csongor quiso ahora hacerle todo tipo de preguntas. Era un placer estar con alguien que sabía qué demonios pasaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Yuxia.

—James O’Donnell —decidió él.

—¿Eres un putañero?

—No. Pero por favor, no se lo digas a nadie.

Yuxia se echó a reír.

—¿Por qué? ¿Temes no ser un pervertido repugnante?

—¿Porque ese es el único motivo para estar aquí? —dedujo Csongor.

El hombre que decía llamarse James asintió.

—Todo varón occidental en esta ciudad que no sea un turista sexual solo levantará recelos y curiosidad. Me da la impresión de que los lugareños están fascinados con él —y asintió hacia Marlon, que había levantado la cabeza del ordenador una o dos veces, pero que, al ver que no había disparos, no había considerado adecuado interrumpir su trabajo.

—Deberías hablar —dijo Yuxia, mirando el monitor de James, que también estaba jugando a T’Rain. Csongor advirtió con interés que el personaje de James parecía estar moviéndose en un entorno muy similar a las montañas de Torgai. De hecho, el pico del fondo parecía horriblemente familiar: el personaje de James estaba a pocos kilómetros del de Marlon.

—Nos estás siguiendo en dos mundos al mismo tiempo —dijo.

James asintió.

—No sé mentir. Llevo haciéndolo unas cuantas horas.

—¿Quieres parte del oro? —preguntó Yuxia.

—A la mierda el oro —dijo James—. Quiero saber todo lo que podáis saber sobre Abdalá Jones.

—Me pediste que te avisara cuando superara el millón de dólares —mencionó Trébol—, y creo que acaba de pasar.

—¿«Crees»?

—Fluctúa arriba y abajo según los grupos de saqueadores le roban dinero. Tiene un montón de grupos que van tras él ahora mismo.

—¿Algo importante?

—No, nada tan grande como el grupo que montamos nosotros. No ha habido tiempo. Pero diría que se está corriendo la voz de que algo importante está pasando en las Torgai. Dentro de una hora espero ver partidas bien organizadas de cien hombres cargando hacia él.

—Creo que eso es buena cosa —dijo Egdod, después de pensar un rato. Richard llevaba jugando a T’Rain unas catorce horas consecutivas, y sus habilidades conversadoras no eran todo lo que podían ser—. Creo que eso le da más incentivos para acabar. Ha desOcultado un millón de pavos en oro...

—Un millón cien mil —le corrigió Trébol—. Acaba de superarlo.

—El tema es que re-Ocultarlo, con tanta gente observándolo, será difícil. Es más sencillo dar el golpe esta noche.

—¿Y eso qué significa para nosotros? ¿O para ti, ya que yo soy tan poderoso como las bacterias que viven en las entrañas de Chuck Norris?

—Significa que ha llegado el momento.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Llevas puestos auriculares?

—Sí.

—Te sugiero que te los quites.

—Esperaba solo a un chico chino que crea virus —dijo el hombre que se hacía llamar James, indicando a Marlon con la cabeza—. No pensaba que fuera a tener una novia y un guardaespaldas húngaro con una pistola en el bolsillo.

Se habían retirado a un rincón del cibercafé donde podían hablar en privado y buscar cosas en Google. El lugar se llenaba de clientes.

—No soy su novia —dijo Yuxia—. No creo que le gusten las marimachos.


De gustibus non est disputandem
—dijo el hombre.

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