Seguían titubeando en lo que se suponía que estaban haciendo, y Sharjeel seguía exhortándolos a que movieran el culo e hicieran progresos. A lo largo de una hora llenaron varias mochilas con cuanto fue posible, y amarraron y se colgaron más cosas, y metieron todavía más cosas en las bolsas de basura y las neveras de plástico que llevaban en brazos, y luego se dispersaron por el bosque, siguiendo un sendero que uno de los miembros más ágiles del grupo había explorado antes. Esto los llevó a las inmediaciones de las ruinas. Avanzaron muy despacio debido a lo empinado del terreno, la maleza y el barro. Pero tal vez media hora más tarde (aunque pareció más tiempo) llegaron, sudorosos, a una zona de terreno relativamente llano del tamaño de una cancha de bádminton, apenas ocupada por árboles grandes y viejos que, al ser de hoja perenne, les proporcionarían cierta cobertura para no ser vistos desde el aire, pero lo bastante llano y despejado para que pudieran colocar las tiendas y toldos y extender los sacos de dormir. Lo primero que hizo Zakir fue pasar el extremo libre de la cadena de Zula alrededor de un gran árbol en el centro de este espacio y cerrar el candado. Esto le permitió tumbarse de espaldas en una colchoneta azul hasta que Abdul-Wahaab lo reprendió por su pereza. Se levantó y se puso a trabajar. Zula cogió su colchón y se sentó. Hasta ahora había intentado prestar la menor atención posible a los candados de la cadena, ya que temía que si mostraba demasiado interés en ellos podría traicionarse. Era mucho más fácil fingir apatía desesperanzada. Peo nadie le prestaba mucha atención ahora, así que paseó la mirada por la cadena hasta el tronco del árbol donde estaba sujeta. Había dos candados en el universo de Zula. Uno era grande, pesado y de bronce, hecho para soportar los elementos, que habían cogido del campamento minero. El otro lo habían sacado de la caja de las herramientas de la camioneta; era más pequeño, de acero, con una anilla de goma azul en la base para impedir que chocara y resonara cuando movían la caja. Zula tenía una llave de ese. Durante un tiempo lo había guardado simplemente en el bolsillo, pero cuando quedó claro que algo estaba a punto de suceder, no podía dormir por las noches preocupada por la posibilidad de que pudieran registrarla y confiscársela. Había empapado un tampón en agua hasta que se hinchó, y luego metió la llave en el centro y se lo metió en el culo. Estaba allí ahora.
El candado que sujetaba la cadena al árbol era el grande. No podía ver el que tenía al cuello, pero sí explorar con los dedos y palpar la anilla de goma alrededor de su base. Este era el candado que podía abrir.
Cuando los da O Shou creaban un nuevo personaje de T’Rain para la posible reventa a un rico occidental perezoso, no querían perder mucho tiempo pensando un nombre bonito, así que solo unían algunos fragmentos de palabras sacadas de búsquedas aleatorias en Google y spam; o al menos eso era lo que imaginaba Csongor mientras deambulaba por T’Rain con la guisa de un grueso mercader llamado Lottery Discountz. Era posible cambiar el nombre (además de resolver la gordura), por un precio módico, pero le daba la impresión de que si sucumbía a la tentación de empezar a juguetear con esas trivialidades demasiado pronto, pasarían horas sin hacer nada. Tenía las manos llenas solo con aprender cómo mover al personaje.
Había cobrado existencia en una habitación alquilada en el piso superior de una taberna situada en una importante encrucijada ante la puerta suroccidental de Carthinias, que, como había aprendido en un espasmo de consultar a Google y la Wikipedia, era una de las cinco ciudades más grandes de T’Rain. Solían dejarla tranquila durante las guerras, ya que sus mercados eran útiles para todo el mundo, y nunca se posicionaba: era un lugar demasiado quisquilloso para llegar a un firme consenso político sobre ningún tema, y el último gobernante que había intentado implicarla en intrigas extranjeras fue defenestrado y depuesto por una turba bien organizada de...
Ahí estaba de nuevo, enredado en detalles seductores. Nada de esto importaba. El tema era que Carthinias era un centro comercial. Era el mejor lugar para contactar con los cambistas. Esto sucedería en un lugar llamado el Cambalache. Solo unos minutos después de salir de la posada, Lottery Discountz atravesó la puerta de la ciudad con el paso vacilante que lo señalaba como un claro recién llegado, y desde entonces había estado dando tumbos por sus estrechas calles, tratando de encontrar ese Cambalache. O más bien tratando de decidir cómo funcionaba la interfaz de usuario para navegar, que era lo mismo.
Por lo que había oído de ese tipo de juegos, Csongor se sorprendió de que no lo hubieran atacado y matado en el acto. Desde luego, había personajes en las calles que parecían capaces de ello. Lo ignoraban. De vez en cuando otro mercader, o algún personaje de estatus inferior como un chico de los recados, lo saludaba, se quitaba el sombrero y murmuraba una especie de saludo amable. Parecía que Lottery Discountz tenía estatus. Una de las formas en que se manifestaba en el juego era que los personajes de tipo no violento lo saludaban con respeto. Tal vez también explicaba por qué nadie lo había apuñalado todavía en la calle. Pero le dio la impresión de que cada vez disfrutaba de menos respeto cuanto más deambulaba, así que después de comprobar otra vez en la Wiki y levantar piedras en su interfaz de usuario, descubrió que en efecto su nivel general de respetabilidad había estado menguando firmemente desde el momento en que salió de su habitación en la posada. Al parecer era debido a que no saludaba y se quitaba el sombrero como respuesta. La gente a la que había despreciado sin saberlo había estado enviando informes negativos sobre él. Así que aprendió cómo saludar y quitarse el sombrero (era una sencilla combinación de teclas comando) y recorrió la calle arriba y abajo durante un rato siendo extremadamente amable con todos los que encontraba y reconstruyendo su reputación antes de que lo mataran.
Cosa que sucedió de todas formas. Eso lo obligó a aprender el procedimiento para sacar a un personaje del Limbo y volver al mundo de los vivos. Pero después de eso, en muy poco tiempo, pudo llegar al Cambalache de Carthinias y recorrer sus columnas doradas, saludando y quitándose el sombrero, y prestando atención a los casi totalmente incomprensibles fragmentos de conversación entre sus habitantes. Todo se expresaba en una jerga comprimida, optimizada para hablantes no nativos del inglés a quienes les gustaba teclear con la tecla de mayúsculas conectada. Era, comprendió, el equivalente en T’Rain de las crípticas señales manuales empleadas por los brokers que necesitaban comunicar instrucciones concisas en un parqué estentóreo.
Estar en un mundo virtual, naturalmente, requería cierta habilidad para suspender tu incredulidad y entrar en una alucinación consensuada. Hasta ahora Csongor solo lo había experimentado durante unos instantes, sobre todo durante actividades sencillas como chocar con las paredes de la habitación en la posada o caminar por la calle. En este lugar le resultaba completamente imposible, en parte porque no podía seguir lo que estaba pasando y en parte porque, de todos los lugares de T’Rain, la premisa ficticia era aquí más débil. El sentido de este mercado era mover dinero entre la economía virtual de T’Rain y la del mundo real. Cuando el dinero salía, tenía que ser destruido, de manera permanente e irrevocable. Se hacía sacrificándolo a los dioses. La cantidad de oro a transferir se llevaba a uno de los diversos templos que se alzaban en una escarpada acrópolis que rodeaba los límites de la ciudad y se entregaba a los sacerdotes y sacerdotisas que ejecutaban algún tipo de ritual para que dejara de existir: en algunos casos, lo lanzaban a grietas en el terreno para que lo desintegraran fuerzas sobrenaturales; en otros, lo acumulaban en elevados altares al cielo donde, después de que se entonaran los encantamientos adecuados, simplemente desaparecían. Consternado y rechazado por los mercaderes que hablaban en jerga en el Cambalache, Csongor se dirigió a aquellas colinas rocosas y observó algunos de los ritos. Lo hacían todo al aire libre, a la vista de galerías de observación apenas ocupadas, probablemente para dejar claro que todo era legal y que ninguno de los sacerdotes se guardaba un poco de oro en los bolsillos de la toga. En el curso de un cuarto de hora de observación, Csongor vio algo así como medio millón de piezas de oro que dejaban de existir en uno de esos altares, y teniendo en cuenta que era solo uno de media docena de establecimientos semejantes, y que parecía que trabajaba sin interrupción, unos cuantos cálculos mentales le sugirieron que cada año salían de T’Rain unos diez mil millones de dólares.
Diez mil millones al año.
Marlon tenía que sacar dos millones.
Csongor se llevó las manos a la cara, que era lo que hacía siempre cuando trataba de concentrarse. En el hotel, se había tomado la molestia de afeitarse, y le resultó extraño sentir las mejillas lampiñas. Este cálculo no era tan difícil, pero estaba cansado y desorientado.
Diez mil millones al año equivalían a algo así como un millón de dólares por hora. Así que iban a tener que monopolizar el Cambalache de Carthinias durante dos horas enteras. Eso, o sacar el dinero en cantidades más pequeñas durante más tiempo.
Comprendió que eso era lo que los mercaderes que ocupaban la columnata hacían para ganarse la vida: agregando transacciones diminutas a las más grandes, o cogiendo otras incómodamente grandes y dividiéndolas en porciones de tamaños más convenientes, para que los sagrados hornos de dinero pudieran funcionar a ritmo continuo día y noche.
Entender esto le ayudó a salir del estado de desesperanza en el que se había sumergido tras sus tropiezos iniciales. Lottery Discountz estaba, por el momento, sano y salvo sentado en un banco de mármol en la galería de un templo donde el oro era tragado, digerido y cagado por un gigantesco escarabajo mutante como si fuera abono sin valor. Podía alejarse del teclado unos minutos.
Csongor se levantó y se puso a caminar para estirar las piernas. Yuxia estaba encaramada en una silla en posición fetal, durmiendo. Marlon seguía exactamente igual que hacía tantas horas. Pero cuando Csongor se colocó tras él para mirar la pantalla, vio que el organigrama de orcos se había ramificado tanto como un arce de doscientos años de edad. Marlon había movilizado un ejército. Con solo mirarlo, Csongor dedujo que no podía tener menos de mil miembros.
Al notar un extraño resplandor que asomaba por un extremo del café, Csongor se volvió a mirar y advirtió, tras unos instantes de desorientación, que estaba saliendo el sol.
Al inspector Fournier le sobresaltó, y quizá le irritó levemente, que Olivia hubiera tomado la decisión de poner rumbo a Vancouver sin mencionárselo siquiera. Ella notaba que deseaba que las políticas de inmigración de la Commonwealth pudieran tensarse un poco, para dificultar a los inquisitivos espías británicos el salto entre naciones. Que hubiera sucedido en viernes no ayudaba; presumiblemente Fournier tenía planes para la noche, quizás incluso para todo el fin de semana, y ahora estaba aprendiendo que estaría obligado a actuar al menos nominalmente como anfitrión de la mujer.
—¿Dónde está ahora? —preguntó.
—Esperando en cola en el cruce fronterizo.
Los carteles electrónicos decían que pasaría dentro de otros diez minutos, lo que se le antojó pesimista. De ahí pasaría directamente al extrarradio de Vancouver; estaría en el centro de la ciudad dentro de una hora. Eso la avergonzaba. Había tardado unos quince segundos tras su primera conversación con Fournier en darse cuenta de que tenía que ir a Canadá inmediatamente, y se había puesto en marcha sin explicarle a nadie (ni siquiera a sus anfitriones del FBI) lo que estaba haciendo. Tardaría demasiado en explicarles los detalles a todos. Los llamaría por teléfono mientras conducía y se lo explicaría. Pero luego acabó discutiendo del tema con Richard y el tío Meng, con Seamus del misterioso Csongor, y se había olvidado de llamar. No era extraño que Fournier estuviera molesto. Habían pasado ya un par de horas desde el horario normal de cierre de los negocios, estaba en su oficina, retrasando su cena y pensando en tomarse una copa de vino, y le había hecho una llamada de cortesía para informarle de lo que estaba pasando... solo para descubrir que estaba intentando cruzar su frontera en este mismo momento.
—Escuche —dijo ella—. Solo quiero estar en Vancouver para así poder seguir esta pista en la próxima oportunidad.
—En realidad no es una pista —señaló él—, y la próxima oportunidad será el lunes, porque,
voilà,
empieza el fin de semana.
Ella decidió no insistir por ahora.
—¿Hay algo nuevo?
—Había una partida de cazadores de osos, dos guías y tres cazadores y todo el equipo que pueda imaginar, viajando en un todoterreno. Partieron hace once días. Supuestamente iban a estar fuera una semana. Así que ahora llevan cuatro días más sin que se sepa nada de ellos, desaparecidos sin dejar rastro.
—La primera vez que hablamos creí que me había dicho que llevaban diez días desaparecidos.
—Quizá se haya enterado de algo así, pero no se lo he contado yo. El problema puede haber empezado hace once días o hace cuatro.
—Porque consideran que el avión que estoy buscando habría aterrizado hace trece días.
—Así que las fechas no cuadran —señaló él.
—Pero si aterrizaron y se escondieron en algún sitio un par de días...
—¿Dónde? ¿Por qué no hay ningún rastro del aterrizaje? ¿De que se escondieran en alguna parte?
Silencio. Olivia avanzó otro tramo con su coche, se detuvo ante el semáforo en rojo. Solo tenía ya un coche por delante para cruzar la frontera.
¿Qué haría Jones? Si se encontraba atrapado al norte de esta línea imaginaria en el mapa?
¿Si tenía una caravana llena de equipo para ir de acampada?
Había vivido en los desiertos de Afganistán durante años. Comparado con eso, un paseo por las Cataratas sería coser y cantar.
—Está ahí arriba —insistió—. Si no ha cruzado ya la frontera, claro está.
Fournier suspiró.
—Si piensa que puede haber cruzado la frontera, ¿por qué no se queda allí en el sur?
—Porque todo lo que puedo hacer es seguir su pista —dijo ella—, y voy a hacerlo en Canadá.
Silencio. Ella lo imaginó quitándose las gafas, frotándose los ojos cansados, pensando en aquella copa de vino.
El semáforo se puso en verde, el coche que tenía delante entró en otro país.