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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (54 page)

BOOK: Reamde
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Miró a Marlon a los ojos. Ninguno de ellos había visto jamás algo parecido fuera de los videojuegos, pero Csongor estaba bastante seguro, y la expresión de Marlon lo confirmó, de que eran granadas.

—Haz algún ruido si estás vivo —dijo Yuxia. El tráfico se había vuelto complejo, y cambiaba continuamente de carril.

—Ahora tenemos una pistola y un par de granadas de mano —anunció Csongor.

Marlon había cogido una de las granadas y la estaba examinando. Los lados del cilindro estaban perforados por grandes agujeros, revelando la estructura interna.

—No son granadas de verdad —anunció—. Mira. No hay metralla. Solo agujeros.

—¿Granadas aturdidoras? —aventuró Csongor.

—O de humo o lacrimógenas.

Marlon y Csongor podían comunicarse muy claramente mientras se ciñeran al vocabulario de los videojuegos.

Yuxia intervino.

—Csongor iba a decirnos quién es —le recordó a Marlon—. Las granadas pueden esperar.

—Os diré quién soy —prometió Csongor—. Pero por favor, contadme primero qué ha pasado. ¿Qué sabéis de ese negro alto?

Marlon lo miraba fijamente. Csongor advirtió que lo había insultado, o más probablemente lo había asustado, al dar por hecho que podía saber algo importante sobre quién era aquel tipo. Lo miró a los ojos.

—Podría ser importante —suplicó.

—Vivía en el piso de arriba con tipos del lejano oeste —dijo Marlon—. Solo lo vimos un par de veces.

—¿Sabías que esos tipos del lejano oeste tenían AK-47?

—¿Por quién me tomas, tío?

—Vale, lo siento.

Csongor se echó hacia atrás en su asiento, esperando que esto aliviara su dolor de cabeza. Se produjo un silencio significativo: la forma que tenían de recordarle que todavía tenía que explicarse.

—Muy bien —dijo—. ¿Sabéis algo de Hungría?

Ninguno de los dos sabía. Pero tampoco lo admitieron, quizá preocupados por ser maleducados. Marlon, sorprendentemente, hizo una referencia al equipo olímpico de waterpolo de 1956. Pero ahí era donde empezaba y terminaba su conocimiento de Hungría.

Cada vez que Csongor se encontraba en un aeropuerto, iba a los kioscos de prensa y repasaba las interminables filas de lustrosas revistas en inglés y alemán, divertido por el fenómeno de culturas que eran lo bastante grandes para tener publicaciones mensuales donde la gente se preocupaba por los detalles más mínimos sobre el maquillaje, las motocicletas de alta fama y los modelos de trenes. Los húngaros aprendían esos idiomas para poder fingir ser parte de ese mundo cuando les venía bien. Pero su aislamiento y pequeñez no eran nada con lo que habrían sido si Hungría hubiera formado parte de China. Aquí, si los húngaros hubieran sobrevivido, los sacarían una vez al año para bailar danzas folklóricas, simplemente para demostrarle al resto del mundo que no habían sido exterminados Csongor nunca había oído hablar de la minoría étnica de Yuxia, los hakka, y sin embargo no tenía que buscarlos en la Wikipedia para saber que probablemente había diez veces más hakka que húngaros en el mundo.

¿Por donde empezar entonces?

—Es una larga historia. Podría empezar con la Batalla de Stalingrado y continuar a partir de ahí. Pero...

Se detuvo, suspiró y lo consideró.

—Antes que nada, soy un gilipollas que ha tomado un montón de decisiones equivocadas.

Hungría era un sistema integrado. Era costumbre soñar con lo que podría ser, con todas las nobles y valientes decisiones que los húngaros habrían tomado, si hubiera sido mil veces más grande y estuviera rodeada de un foso de agua salada. Se detuvo a descansar.

Yuxia lo miró por el retrovisor.

Marlon le dirigió una mirada algo incrédula, como diciendo: «Si tú eres un gilipollas que ha tomado un montón de decisiones equivocadas, ¿qué soy yo?»

Csongor no pudo evitar reírse. De algún modo, para su asombro, el rostro de Marlon le devolvió una sonrisa. Fría, dura, conocedora del mundo, pero incuestionablemente una sonrisa. Se volvió hacia la ventanilla para ocultarla.

—Y debido a ciertos restos de meteduras de pata del pasado, de las que ahora nos estamos deshaciendo —continuó Csongor—, me siguió resultando fácil y sencillo tomar más decisiones equivocadas. Sin embargo —comprobó su reloj, y descubrió que el cristal se había roto y las manecillas estaban paradas—, hace algo así como media hora, tomé una decisión correcta e hice lo adecuado. Mira dónde estoy ahora.

Otra nerviosa mirada por el retrovisor por parte de Yuxia. Csongor advirtió que sería mejor explicar esa observación.

—En un coche con dos personas agradables —dijo.

Eso estaba mejor, pero seguía metiendo sus grandes pies en los lugares equivocados. Para Csongor, Marlon siempre sería el tipo que arriesgó la vida entrando en un edificio que se desplomaba para llevar a un desconocido a lugar seguro. Pero le daba la impresión de que Marlon no quería ser considerado así. Tenía la fría despreocupación de los skaters que ejecutaban sus saltos que desafiaban a la muerte en Erszébet Tér, que los hackers que alardeaban de sus últimas hazañas en la DefCon de Las Vegas.

—O al menos con una persona agradable —se corrigió Csongor.

Marlon se volvió para sonreírle de nuevo, y extendió la mano derecha. Se produjo a continuación un complejo apretón de manos estilo jugador de baloncesto. Csongor estaba seguro de que había hecho mal su parte: los jugadores de hockey centroeuropeos no practicaban esas cosas. Pero ya no tenía aquella horrible sensación que experimentaba cuando intentaba patinar hacia atrás, así que lo dejó correr.

El señor Jones no dijo nada más en inglés hasta que llevaban ya una hora de viaje, cuando miró a Zula y dijo:

—Me rindo.

A esas alturas ya habían recorrido un par de veces la carretera de circunvalación que se extendía por toda la costa de la isla. Contrariamente a la primera instrucción dada, no habían ido al aeropuerto. Zula se sintió confundida por esto hasta que comprendió que su compañero (si esa era la palabra adecuada) no hablaba una palabra de chino, y que por eso había gritado la única palabra en inglés que tenían que conocer todos los taxistas del mundo. Bastó para que se pusiera en marcha. Cuando el taxista se abrió paso entre el caos que rodeaba al edificio derruido, el señor Jones sacó un teléfono, marcó un número, y habló en árabe. Zula supo que era árabe porque había oído bastante esa lengua cuando vivía en un campamento de refugiados en Sudán. Tras un breve intercambio de noticias, que Zula pudo ver que sorprendía enormemente a la persona al otro lado de la línea (pues el señor Jones pronto se cansó de insistir que cuanto decía era verdad), él le tendió el teléfono al taxista, que escuchó unas instrucciones, asintió vigorosamente, y dijo algo que debía significar «Sí» o «Lo haré».

El señor Jones intercambió entonces unas cuantas frases en árabe con su interlocutor y colgó. Y el taxista empezó a dar vueltas por la carretera de circunvalación.

Zula tenía apoyado el codo libre en el marco de la ventanilla del taxi, volviendo la mano hacia fuera, de vez en cuando, para apretar las yemas de los dedos contra el cristal tintado. Había algo en el entorno fabricado de un coche que potenciaba una sensación de seguridad completamente falsa.

Cuando el señor Jones dijo aquellas palabras, «me rindo», Zula abrió los ojos y se sobresaltó un poco. ¿Podía ser cierto que se había quedado dormida? Parecía un momento extraño para echar una cabezada. Pero el cuerpo reaccionaba de formas extrañas al estrés. Y cuando salieron a la carretera de circunvalación, ya no hubo explosiones ni disparos que exigieran su atención. El agotamiento había podido con ella.

—Era ruso, ¿no? ¿El grandullón?

—¿El hombre que usted... mató? —Zula no podía creer que frases como aquella salieran de su boca.

Sorprendentemente, el atisbo de una sonrisa asomó en el rostro del pistolero.

—Sí.

—Sí. Ruso.

—Los otros también. Los de arriba. Spetsnaz.

Zula nunca había oído la palabra «Spetsnaz» hasta hacía un par de días, pero ahora ya sabía lo que significaba. Asintió.

—Pero había otros tres... diferentes —alzó la mano esposada, arrastrando la de ella consigo, y mostró el pulgar—. Usted —el índice—. El que ese ruso grandote mató en la escalera. Creo que era americano —el dedo corazón—. Y el del sótano que intentó protegerla.

—Hizo más que intentarlo.

—Tal vez era ruso también... ¿pero algo distinto a los demás?

—Húngaro.

—El grandullón... ¿era del crimen organizado?

—Más bien desorganizado —respondió Zula—. Creemos que huía de su propia organización. Metió la pata a lo grande. Intentaba taparlo. Enmendarlo.

—Dice «creemos». ¿Quiénes?

Ella giró la mano esposada e imitó su gesto de contar con los dedos.

—Ustedes tres —dijo él.

El señor Jones lo pensó un momento. Su estado de ánimo parecía estar mejorando, pero no perdió la cautela.

—Aceptaré lo que dice. Pero esto no es lo que asumí al principio.

—¿Qué asumió?

—Una operación especial encubierta, naturalmente.

La frase era lo bastante familiar, tras haber aparecido en incontables artículos y argumentos de películas veraniegas, pero él la pronunció con un énfasis, una inflexión que Zula nunca había oído antes, como quien conoce esas cosas de primera mano y ha visto a sus amigos morir en ellas.

—Pero si esto es realmente lo que dice... —parpadeó y sacudió la cabeza, como un hombre que intenta librarse de los efectos de una droga hipnótica—. Imposible. Estúpido. Era claramente un trabajo de operaciones especiales. Disfrazados.

—¿Disfrazados?

—Lo que llamaríamos una fiesta de disfraces —replicó él, parodiando el acento del Medio Oeste—. Para negarlo —volvió a su habitual acento británico, el que ella no era capaz de situar—. Porque sería un caos diplomático enviar a un equipo militar a China. Sin embargo, de esta forma, pueden encogerse de hombros: «Son esos locos de la mafia rusa, no tenemos control sobre ellos, no pudimos hacer nada.»

Parecía tan convincente que Zula misma estaba empezando a creérselo.

—¿Cuál es su papel? —preguntó él.

Zula se echó a reír.

Él abrió un poco los ojos. Entonces también se echó a reír.

—Los tres —dijo, haciendo de nuevo el gesto con la mano—. ¿Por qué un comando infiltrado ruso tiene que ir a remolque de los tres? ¿Y esposarlos a tuberías y dispararles a la cabeza?

Al recordar que Peter estaba muerto, el rostro de Zula se ensombreció y sintió un momentáneo retortijón de horror por haberse estado riendo tan solo unos instantes antes. Permanecieron en silencio durante un rato.

—¿Entonces ustedes se dedican al negocio de crear virus? —probó a decir.

Y entonces descubrió qué cara ponía Jones cuando estaba completamente aturdido. Habría sido un placer si Zula no hubiera estado igual de confundida.

—Los rusos —explicó—. Por eso ellos... nosotros, fuimos a ese edificio. Par encontrar a alguien que había escrito un virus.

—Un virus informático —dijo Jones, expresando la pregunta como si fuera un hecho.

Zula asintió y se quedó con la inquietante idea de que el grupo de Jones tal vez estaba trabajando con otro tipo de virus.

—No tenemos nada que ver con virus informáticos —anunció Jones—. Aunque ahora que lo pienso, podría ser una buena empresa a la que dedicarse —entonces su mente lo captó—. Oh. Esa gente de abajo. Los chicos de los ordenadores. Siempre me pregunté qué estaban haciendo.

Zula deglutió con dificultad y no dijo nada. Acababa de recordar una imagen fugaz antes de que empezara el tiroteo: la moneda metida en el interruptor, una media luna y una estrella. Alguien (tal vez el propio Jones) la había puesto allí cuando invadieron el piso vacío y lo ocuparon.

Todo era culpa suya. ¿Qué haría Jones cuando se enterara?

—Así que el ruso grande...

—Ivanov.

—Tenía un buen cabreo con esos chavales.

—Podríamos decir que sí.

—¿Cómo te implicaste?

—Es una larga historia.

Jones echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—Mírame —dijo—. Tu amigo Ivanov me ha obligado a cancelar ciertos acuerdos. A hacer otros planes. Tengo tiempo de sobra. Y a menos que esté equivocado, tú tienes aún más tiempo en las manos que yo. ¿Así que por qué demonios iba a ponerle pegas a una historia larga en esta situación?

Zula miró a través de la ventanilla del taxi.

—Es tu única salida posible —dijo Jones.

La nariz de Zula empezó a moquear, anunciando el llanto. No porque su situación fuera mala. Ya lo era desde hacía mucho tiempo. Y no podía empeorar más que con Ivanov. Era porque no podía contar la historia sin mencionar a Peter.

Tomó aire, lentamente. Si podía pronunciar su nombre sin desmoronarse, el resto saldría sin problemas.

—Peter —dijo, y su voz se estremeció como un coche al pasar por un badén, y sus ojos se humedecieron un poco—. El hombre de la escalera.

Miró a Jones hasta que comprendió.

—¿Tu novio?

—Ya no.

—Lo siento —dijo Jones. No lo sentía en lo más mínimo. Solo cumplía con las formalidades apropiadas.

—No, quiero decir... no es porque esté muerto —Ya. Lo había dicho—. No porque Peter esté muerto.

Tanteó las palabras, como si pisara una fina capa de hielo en el estanque de una granja, preguntándose hasta dónde podía llegar sin que se resquebrajara bajo su peso—. Habíamos roto antes. El día en que todo se volvió loco.

—Entonces tal vez me enteraría mejor si pudieras rebobinar hasta el día en que todo se volvió loco, ya que parece un día interesante —sugirió Jones.

—Estuvimos haciendo snowboard.

—¿Vives en una zona de montaña?

—En Seattle. En realidad, estuvimos a varias horas de Seattle, en Columbia Británica.

—¿Cómo decide una chica del Cuerno de África practicar snowboard? —preguntó, pues el hecho de que Zula era del África oriental estaba escrito claramente en su rostro para que un hombre como Jones lo leyera.

—No lo practiqué. Me dediqué a descansar.

—¿Tu novio te arrastra a las montañas para poder practicar snowboard mientras tú no haces nada?

—No, no he dicho que no hiciera nada.

—Creo que es lo que acabas de decirme.

—Tenía muchas cosas que hacer.

—¿Qué? ¿Ir de compras?

Ella negó con la cabeza.

—No soy de esas. —Todavía no había contestado a la pregunta—. Mi tío vive allí, así que fue una oportunidad para visitar a la familia. Y pude trabajar: me llevé mi portátil.

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