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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (53 page)

BOOK: Reamde
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Justo a tiempo de ver la furgoneta marcharse. Como un caballo soltando un mojón, soltó un gran pedazo de hormigón mientras aceleraba.

Tenía poco sentido preguntarse ahora cómo había conseguido la muchachita china arrancar el motor. Sokolov volvió la cabeza a derecha e izquierda, comprobando la acera, y luego se retiró al vestíbulo para volver a considerar sus opciones. Varias personas se habían refugiado bajo el andamio, y todos estaban demasiado interesados en lo que ocurría al otro lado de la calle para reparar en él. Incluso así, prefería no estar al descubierto más tiempo del necesario.

Pero había visto algo. A la derecha.

Empujó con el pie la puerta de la izquierda. La ventana estaba rota, pero aguantaba en el marco. Al principio pudo ver su propio reflejo en ella, pero cuando la abrió del todo el ángulo cambió y el reflejo revoloteó. Cuando la abrió unos cuarenta y cinco grados pudo ver la acera a su derecha y comprobar lo que había advertido un momento antes: en la esquina del edificio, uno de esos tipos que tiraban de carros se había refugiado bajo el mismo extremo del andamio. Sokolov pudo leerle prácticamente la mente. Se había visto pillado en mitad del desastre y había echado a correr a un lugar donde encontrar refugio. Ahora lo peor había pasado, los vehículos de policía y de bomberos convergían rápida y velozmente a la zona, y se olió la oportunidad de ganar dinero. Porque iba a haber que quitar de allí un montón de mierda.

Sokolov subió al primer piso, irrumpió en una oficina vacía, se dirigió a una ventana y despejó a patadas los cristales rotos, lo que le proporcionó una salida fácil al andamio. Lanzó la bolsa de basura a la plataforma y luego salió a los tablones. Una lona azul, muy gastada, colgaba allí. Sokolov llevaba un buen suministro de cuchillos y usó uno de ellos para soltar una lona con unos cuantos golpes rápidos. En vez de dedicarle tiempo a doblarla o incluso hacer una bola, se la echó sobre los hombros como si fuera una capa. Recogió la bolsa de basura y empezó a correr hacia la esquina donde había visto al carretero.

Cuando llegó al extremo del andamio, soltó la bolsa de basura, se agarró a la barandilla de bambú, saltó por encima y buscó asidero para los pies. Tras asomarse y mirar hacia abajo, pudo ver apenas el borde del sombrero cónico de paja del carretero, a unos pocos palmos bajo él. Sokolov cogió la bolsa de basura, la arrastró desde el extremo de la plataforma, y la dejó caer en la calle lateral, más o menos a un metro del carretero.

El hombre entró en la calle para investigar. Sokolov solo podía ver la punta de su sombrero.

Cuando el carretero alzó la cabeza para ver de dónde había salido la misteriosa bolsa, Sokolov le golpeó en la frente con un fajo de billetes de dos pulgadas de grosor. El fajo le alcanzó en la nariz, rebotó en su barbilla, y acabó atrapado entre sus manos y su flaco vientre.

El carretero tardó unos instantes en dar crédito a sus ojos. Sokolov no tenía ni idea de cuánto dinero ganaba un carretero, y solo una vaga noción del valor de aquel fajo de billetes, pero supuso que la disparidad entre las dos cifras era notable.

Cuando el carretero volvió a alzar la cabeza, se encontró mirando el cañón de la pistola de Sokolov.

Sokolov señaló el carro y luego hizo un gesto indicándole al hombre que lo acercara a la calle lateral.

El carretero hizo un movimiento a medio camino entre el asentimiento y la reverencia, se escabulló bajo la plataforma un momento, y luego atrajo el carro hasta dejarlo directamente debajo de Sokolov, quien saltó a él. Con el mismo movimiento, se echó por encima la lona azul. Echó mano a la bolsa de basura, pero el carretero, comprendiendo sus intenciones, ya la había cogido. Sokolov la metió bajo la lona. El carretero y él se estaban mirando ahora a través del túnel que Sokolov había hecho en la lona, más o menos del tamaño de su mano. Sokolov indicó con la cabeza la calle lateral, marcando la dirección por la que quería que siguiera el carretero.

El carro empezó a moverse. Sokolov descorrió la cremallera de otro bolsillo, sacó su teléfono, buscó la aplicación de fotos y fue pasando imágenes hasta que encontró la foto de uno de los grandes hoteles estilo occidental que había a lo largo de la costa, uno de esos sitios donde era posible ser blanco sin atraer tu propio Stonehenge personal de mirones catalépticos y boquiabiertos. Llamó la atención del carretero con un fuerte «psst» y le mostró la imagen. El carretero tardó un instante en concentrarse en ella (tal vez su vista no era muy buena), pero luego pareció comprender. Cambió de rumbo y llevó a Sokolov a una calle más grande que estaba aún más histéricamente abarrotada que de costumbre. Vehículos policiales y de socorro venían hacia ellos en oleadas. Sokolov tiró hacia dentro de los bordes de la lona y apoyó en ellos su peso para que su refugio no volara con algún capricho del viento o la mano de un niño curioso. La luz azul se filtraba a través de la lona. Hacía calor allí debajo, pero tendría que soportarlo. Su corazón latía a unas 180 pulsaciones por minuto, lo que significaba que su cuerpo estaba generando una enorme cantidad de calor. Apoyó la cabeza sobre su brazo y cerró los ojos y empezó a hacer un esfuerzo consciente por refrenar su respiración. Tenía agua en la mochila CamelBak que llevaba a la espalda. Se echó un poco en el pelo para que pudiera evaporarse y enfriarle la cabeza, y luego se metió en la boca el extremo del tubo y empezó a dar pequeños sorbos cada diez segundos o así. El carro dio un respingo y se detuvo, giró y se abrió paso entre la turba. Sokolov estaba vivo, y ponía distancia entre el epicentro y él.

—Culpa mía —decía Yuxia una y otra vez, mientras la furgoneta subía la rampa que desembocaba en la carretera de circunvalación, persiguiendo al taxi cubierto de polvo donde iba Zula—. Culpa mía, culpa mía, culpa mía.

—No es tu culpa —dijo Csongor. Tuvo que gritar para hacerse oír ya que, mientras aceleraban hacia la autopista, el viento empezó a ulular por entre la grieta del techo de la furgoneta—. No hiciste nada malo.

—Pero la vi —insistió Yuxia—. ¡Pasó por mi lado! Toqué el claxon pero no miró atrás. ¡Aiyaa!

Parecía que el tráfico era muy intenso. Marlon, sentado junto a Csongor en la segunda fila de asientos, directamente detrás de Yuxia, se inclinó hacia delante e hizo una brusca observación. Yuxia miró el velocímetro por primera vez desde que comenzó el viaje, y retiró la bota azul del acelerador.

Y justo a tiempo, ya que casi pasaron de largo un taxi cubierto de polvo en el carril derecho. Yuxia dejó que les ganara distancia, y luego pasó al carril derecho, atrajeron las estentóreas protestas de coche y camiones.

—Bien —dijo Csongor, aunque en realidad no tenía ni idea de lo que estaba pasando—. Zula pasó ante ti. Le tocaste el claxon. Te ignoró. ¿Se metió en un taxi...?

—La metieron.

—¿Quién? ¿De qué estás hablando?

Ella abrió la boca y sacudió desesperada la cabeza.

—¿El negro alto? —dedujo Marlon.

—No, el blanco alto.

Marlon y Csongor se miraron el uno al otro.

—Blanco como el papel —continuó Yuxia. Se lamió un dedo, limpió una veta de polvo de hormigón de su mejilla y se lo mostró a los dos para que lo vieran—. De este color, básicamente.

—Si hubieras intentado hacer algo, ese tipo te habría matado —dijo Marlon. Pero esto provocó en Yuxia otro paroxismo de golpes en el volante.

—Estaba mareado —dijo Csongor—. No vi nada con claridad. Pero después de que Ivanov me golpeara, alguien más entró en el sótano... ¿El mismo hombre del que estáis hablando?

—Sí, el mismo —confirmó Marlon—. Le pegó un tiro al hombre que te golpeó y...

Al recordar lo que ocurrió, Marlon sacudió la cabeza con una combinación de incredulidad y náusea. Csongor, que no hablaba nada de chino, se sintió impresionado por la habilidad que tenía Marlon para hablar el inglés universal de las películas de acción y los chats.

Recorrían un enorme cruce donde la carretera de circunvalación conectaba con un colosal puente de aspecto flamante tendido sobre un estrecho hasta lo que Csongor dedujo que era tierra firme: una zona recuperada al mar con inmensos complejos de apartamentos todavía en construcción, y postes igualmente altos para sostener los cables de energía sobre el agua.

—Todo el que mate a Ivanov es mi amigo del alma —observó Yuxia.

Csongor tuvo la fuerte impresión de que el asesino de Ivanov sería un terrible amigo del alma. Se volvió a mirar a Marlon.

Una figura humana, fuera del coche, llamó su atención. A través del parabrisas manchado de polvo vio a un policía uniformado de pie en la mediana, al lado de la carretera, frente al tráfico. Con las dos manos por delante.

Apuntando con un arma.

Justo a ellos.

Csongor se volvió tan bruscamente que de una patada metió el bolso de Ivanov bajo el asiento de pasajeros. Pero a medida que el policía se acercaba, percibió que en realidad era un maniquí, plantado en una base de hormigón, y que lo que empuñaba era la imitación de una pistola radar. Se llevó las manos a la cara y se echó hacia atrás y trató de recuperarse.

Lo primero era lo primero.

—¿Tienes un teléfono? —preguntó.

Marlon no había visto al maniquí. Estaba observando con curiosidad las extrañas reacciones y movimientos de Csongor. Asintió, se irguió, sacó un teléfono y le quitó la batería. Csongor sintió una oleada de buenos sentimientos. Marlon no solo le había sacado del infierno, sino que era de esa clase de tipos a los que no había que decirle cómo convertir su teléfono en silencioso e ilocalizable.

—¿Yuxia?

—¡No! El Doctor Maligno se lo llevó.

—Entonces estará probablemente en el bolso del Doctor Maligno —dijo Csongor. Lo sacó de debajo del asiento de pasajeros, se lo puso en el regazo y empezó a abrir la cremallera. El rosa inconfundiblemente chillón del dinero chino brilló en la abertura, y se lo pensó mejor antes de abrirlo del todo, así que lo hizo lo suficiente para poder meter la mano y empezar a palpar. Lo hizo despacio, ya que no podía ver lo que hacía. Marlon observó con una mezcla de curiosidad y nerviosismo.

—¿Quién era ese tipo? —preguntó Csongor, intentando hacer que Marlon pensara en otra cosa—. ¿Ese negro?

Marlon apartó los ojos del bolso para mirar a Csongor.

—¿Y quién coño eres tú? —exigió.

Entonces Marlon y Yuxia empezaron a discutir. Csongor tuvo la impresión de que Yuxia le estaba echando la bronca por sus malos modales.

—No te preocupes —dijo Csongor—. Es una pregunta razonable.

Sonrió, intentando demostrar que no se sentía ofendido. Sin embargo, cualquier tipo de expresión facial pronunciada hacía que le doliera la cabeza.

Quizá como respuesta a algo que había dicho Marlon, Yuxia adoptó una expresión interesada y se volvió a observar a Csongor. Entonces sus ojos se posaron en el bolso de mano.

Marlon le dio un golpecito en el hombro y señaló el parabrisas, tratando de devolver su atención a la carretera, ya que ella se había pasado al carril izquierdo y estaba adelantando a un montón de coches.

—Marlon tiene razón —concluyó, dándose la vuelta y reduciendo la velocidad—. ¿Quién coño eres tú?

Estaba claro que la conducta de Csongor con el bolso los había puesto nerviosos. Así que lo dejó caer al suelo de la furgoneta, en mitad del espacio entre Yuxia y Marlon y él mismo. Lo abrió del todo y retiró la solapa superior para mostrar todo su contenido.

Tenía una especie de refuerzo interno que lo mantenía abierto en forma de caja. Su cavidad central principal estaba llena de dinero: una docena de fajos sujetos con gomillas que, junto con los cargadores de munición y la pistola aturdidora eléctrica, flotaban en un guiso de billetes sueltos y paquetes de diez. Cosidos a las paredes internas del bolso había varios bolsillos de malla, llenos de cosas diversas. Csongor, al reconocer el tono azul purpúreo de un pasaporte húngaro, abrió uno de esos bolsillos y sacó una bolsa de plástico transparente que contenía su pasaporte, su teléfono y la mayoría de los contenidos de su cartera. Le quitó la batería al teléfono y puso las demás cosas en el asiento a su lado. Tras seguir explorando los otros bolsillos, encontró otras dos bolsas de plástico, una con las cosas de Peter y otra con las de Zula. Se aseguró de que sus teléfonos estuvieran desactivados.

Sin embargo, en otro de los bolsillos había un teléfono más, un modelo chino. Csongor lo sacó y lo mostró.

—¿Este es el tuyo? —preguntó, quitándole la batería.

Yuxia no respondió, y Csongor alzó por primera vez la mirada para descubrir que Marlon y ella miraban el bolso con silencioso asombro. Yuxia, al menos, tenía la suficiente presencia de ánimo para mirar la carretera de vez en cuando.

—Este bolso es de Ivanov —dijo Csongor—. ¿Lo comprendéis? No es mío.

—Ahora lo es —respondió Marlon.

—¿Eso son balas? —preguntó Yuxia.

Csongor dejó el teléfono de Yuxia y su batería en el portavasos junto a su codo, y luego rebuscó en el bolso y sacó uno de los cargadores. Las dos balas superiores eran claramente visibles en su parte superior.

—Sí.

—¿Tienes un arma?

Su tono de voz no era: «Sería muy guai y muy útil si tuvieras un arma», sino más bien: «Si tienes un arma, estamos metidos todavía en más líos de lo que pensaba.»

—No. Solo esto. Tal vez el otro tipo se llevó la pistola de Ivanov.

—¿Qué hay en el fondo? —preguntó Marlon, mirando un compartimento separado al fondo del bolso, lo bastante grande para albergar un par de libros de bolsillo. Algo abultaba allí dentro. Csongor descorrió la cremallera, metió la mano, y, para su propia sorpresa, sacó una pistola. Era más pequeña que la que llevaba Ivanov, con cachas de madera. La reconoció: era la pistola básica que habían llevado siempre el ejército soviético y el ruso. No podía creer que tuviera una en la mano.

—Oh, Dios santo —dijo Marlon.

En Hungría, Csongor había tenido muy poco acceso a las armas. Pero en un viaje a una conferencia de hackers en Las Vegas hacía dos años, se pasó un par de tardes en un campo de tiro que atendía a visitantes extranjeros, y había aprendido unas cuantas cosas básicas. Descubrió cómo sacar el cargador de esa arma, y luego lo acercó a la luz que entraba por el agujero del techo y echó atrás la corredera para asegurarse de que no había balas en la recámara. Luego buscó el seguro y lo abrió y lo cerró varias veces hasta asegurarse de cuándo estaba puesto y cuándo no. Una vez que estuvo seguro de que el arma no contenía ningún cartucho y que era inofensiva, la dejó en el asiento a su lado, y luego rebuscó en el bolsillo del bolso para ver qué otros tesoros podía contener. Encontró un cargador para la pistola, lleno de balas. Luego sacó un par de pesados cilindros con anillas de acero en lo alto.

BOOK: Reamde
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