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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (109 page)

BOOK: Reamde
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Csongor siempre había pensado mejor mientras caminaba irritado de un lado a otro: una tendencia que probablemente explicaba por qué no había desarrollado su pleno potencial en ambientes tradicionales académicos. Ahora le venía bien. Lo que Marlon hacía era fascinante. Más por su complicación, y por la feroz atención de Marlon a sus microscópicos detalles, que por lo que sucedía realmente en la pantalla. Pues Reamde no se había movido más que unos pocos pasos virtuales de la salida de la cueva. En cierto sentido, Csongor no podía dejar de mirarlo, pero tampoco podía soportar estar allí más de un minuto o dos, y esto le llevaba a caminar.

El otro ordenador, el de la instalación Linux nueva y la conexión anónima, estaba a cinco pasos de distancia. Csongor no dejaba de dirigirse hacia allí. Yuxia parecía haber establecido algún tipo de conexión a través de un chat con alguien que conocía en China e intercambiaba esporádicamente mensajes, con lo que alivió la enorme carga emocional que soportaba desde el principio de su aventura. Pero había mucho tiempo intermedio en el que podía navegar por la red en busca de información sobre Abdalá Jones y (a medida que su investigación continuaba e iba encontrando pistas) Zula Forthrast y, ya puestos, el propio Csongor y el hermano que Csongor tenía en Los Ángeles. Probablemente nunca había utilizado una conexión a Internet que no estuviera capada por el Gran Cortafuegos, y ya le resultaba adictivo.

Csongor casi tuvo que mostrarse maleducado para conseguir utilizar el ordenador durante unos minutos. Entonces hizo algunas búsquedas en Google, buscando páginas que contuvieran «Zula» y «Abdalá Jones». Encontró unas cuantas páginas sobre terrorismo en el Cuerno de África, haciendo referencia a la bahía del mar Rojo y el puerto de Eritrea de los que Zula llevaba el nombre, pero nada sobre Zula Forthrast.

Así que no había sucedido nada. No había llegado ninguna información todavía a la esfera pública que estableciera ninguna relación entre esos dos nombres. Probó el nombre de Jones en conexión con Xiamen y no encontró nada. Con la ayuda de Yuxia pudo encontrar algunas noticias en los medios chinos que trataban de una explosión de gas y un ataque terrorista chino que había tenido lugar en Xiamen la mañana en cuestión, pero ninguno hacía referencia a Jones ni a Zula ni a ninguna de las demás personas que Csongor sabía que habían estado implicadas. Así que se había producido una especie de mordaza totalmente efectiva en las noticias.

—Acaba de encenderse una bengala —dijo una voz familiar al teléfono.

Olivia lo reconoció, tras un momento de desorientación, como «tío Meng», posiblemente llamando desde Londres.

Se sentía desorientada porque había estado hablando con la policía montada de Vancouver y no esperaba la llamada de Londres.

—¿Hola?

—Estoy aquí. Lo siento —dijo Olivia—. ¿Qué tipo de bengala?

—Tenemos un nuevo actor en el GNA—dijo el tío Meng, que había adoptado el acrónimo de Seamus Costello para la lucha en la que todos (MI6, FBI, la policía montada, la familia Forthrast) participaban.

—¿Qué está haciendo el nuevo actor?

—Buscar en Google nombres que relacionen a Zula con Abdalá Jones. Xiamen. Csongor.

—¿Quién demonios es Csongor?

—No tengo ni idea —dijo el tío Meng—, lo cual me hace preguntarme si este nuevo actor se ha identificado inadvertidamente.

—¿Dónde está el nuevo actor?

—Ni idea. Sea quien sea, entiende de seguridad informática, se ha procurado una instalación Linux limpia y bien defendida de cosecha extremadamente reciente, está usando algún tipo de software de hackers para hacer anónimos sus paquetes. Así que no podemos averiguar dónde puede estar.

—¿Aparece algo en los sitios públicos?

—No que hayamos advertido.

—Así que el nuevo actor no está farfullando.

—No. Solo pescando. Mirando alrededor para ver si alguien más sabe lo que él sabe. Y por lo que puedo decir, la respuesta es no.

—¿Hay alguna acción que quiere que emprenda? —preguntó Olivia.

—Ya me ha ayudado al revelarme que no tiene ni idea de quién es Csongor —dijo el tío Meng—. Si necesito algo más, se lo haré saber.

Y colgó, lo cual fue buena cosa, porque llegaba otra llamada de un número que, a juzgar por el prefijo y el código de zona estaba en las oficinas de Vancouver de la Real Policía Montada del Canadá.

Sus actividades telefónicas al otro lado de la frontera habían sido una especie de repetición, en miniatura, de lo que había hecho durante su primer par de días en Estados Unidos: empezar con gente cuyos nombres conocía y cuyos números de teléfono tenía, conseguir otros nombres y números, tantear a ciegas en el laberinto de organizaciones hasta que conseguía entablar relaciones con gente que no pensara que estaba loca y a quienes podía divulgar un poco de información sensible. En contraste con Estados Unidos, con su aparato de seguridad e inteligencia estilo torre de Babel, Canadá ofrecía una posibilidad de acceso directo en forma de la Policía Montada. También había una agencia de inteligencia, el Servicio Canadiense de Seguridad e Inteligencia, pero cuando se enteraron del tipo de preguntas que estaba haciendo Olivia, simplemente la pusieron con los montados, que estaban mejor equipados para responder.

Como esperaba, esta llamada era del inspector Fournier, a quien todos parecían considerar que era el hombre con quien tenía que hablar. Olivia salió de la habitación donde había estado repasando fotos aéreas con los agentes del FBI y se dirigió a una oficina vacía cercana, desde donde se podían ver las aguas azules de la bahía de Elliot, pues era un perfecto día de primavera, el cielo estaba despejado, las montañas se vislumbraban al fondo, y en la bahía, los cargueros que eran guiados por el puerto. Después de intercambiar unos cuantos comentarios amables con el inspector Fournier, pidió y recibió permiso para usar un cuarto de hora de su valioso tiempo y le hizo un resumen de la teoría del GNA y su posible relevancia para su esfera de responsabilidades.

Después de la búsqueda inicial en Google, Csongor se sumió en una profunda sensación de bajada durante un par de horas. Durante el desesperado viaje a bordo del
Szélanya
había imaginado que, si pudiera conseguir un ordenador con conexión a Internet, podría conseguir cosas. En retrospectiva, no había sido una suposición realista. Pero le había dado motivos para seguir adelante a través del ocasional tifón.

Nunca habían desconectado del viaje. Ese era el problema. Si hubieran varado el
Szélanya
en una cala aislada y pasado algún tiempo comiendo cocos y nadando en aguas cristalinas, Csongor podría estar ahora psicológicamente preparado para lo que demonios fuera a sucederles a continuación. Pero cuando el
Szélanya
llegó a tierra, Csongor se había permitido relajarse durante unos treinta segundos... y durante esos treinta segundos le habían robado virtualmente todo el dinero. Desde entonces no habían parado; y en ese momento estaba descubriendo que su precioso Internet era completamente inútil para localizar a Zula.

Lo venció el sueño tan súbita y completamente como si lo hubiera barrido una ola de la cubierta.

Unas cuantas horas después de iniciar la caza del Troll, el auricular con Bluetooth de Richard empezó a entonar unas patéticas advertencias indicando que la batería estaba baja. Cortó la conexión telefónica con Corvallis, que se volvía cada vez menos útil a medida que Richard aceleraba. Inmerso en un complejo de hechizos y disfraces de unas veinte capas, había llegado a las montañas Torgai volando directamente, evitando la abarrotada red de líneas ley, que le habrían obligado a salir en un lugar donde su personaje (o más bien su versión disfrazada) podría ser advertido. Aquí luchaba contra ciertos rasgos ineludibles del sistema. No quería que entendiera que Egdod estaba en marcha, y por eso se disfrazó de Ur’Qat, un mago guerrero k’shetriae de poderes mucho menores, pero lo suficientemente poderoso para sobrevivir solo en las montañas Torgai en guerra.

Otro paso razonable podría ser hacerse invisible. Egdod era capaz de levantar hechizos de invisibilidad que casi nadie más en el juego podía penetrar. Esta era una de las formas de mantener el juego interesante: los personajes de bajo nivel siempre tenían una posibilidad de derrotar a los de alto nivel. Incluso un Egdod podía ser detectado. Era mejor disfrazarse primero del menos poderoso Ur’Qat, y luego hacer que Ur’Qat lanzara un hechizo de invisibilidad. Cualquier hechizo que Ur’Qat lanzara sería mucho menos poderoso y por tanto mucho mas fácil de ser penetrado que uno de Egdod. Así que había buenas posibilidades de que cuando Ur’Qat siguiera la línea ley para llegar a las Torgai, sería advertido, con hechizo de invisibilidad o sin él; y entonces podrían atacarlo al instante o, lo que podría ser peor, seguirlo sin que se diera cuenta mientras rondaba a Reamde. Y tal vez la persona que lo siguiera sería uno de los acólitos de Reamde. Egdod siempre podía llegar a las Torgai a toda prisa, si decidía que esto era lo que hacía falta; pero todas las señales indicaban que Reamde estaba trazando lenta y pacientemente un plan de batalla que iba a extenderse durante muchas horas. Mientras las cosas continuaran así, Egdod se contentaría con volar desde su fortaleza a las Torgai. Incluso moviéndose a velocidad supersónica, tardó un rato. Pero durante el vuelo Richard pudo volver a familiarizarse con ciertos hechizos y artilugios mágicos que pronto podrían resultarle útiles. Y, al menos hasta que el auricular Bluetooth de Richard sonó, había podido recibir información de Corvallis y aprender algo sobre los secuaces que Reamde estaba reuniendo, al parecer de todo el sur de China.

Csongor despertó acuciado por la vaga sensación de que había algo útil que podía estar haciendo y, después de unos instantes, recordó qué era: se suponía que debía estar localizando a un cambista de T’Rain, a ser posible en Suiza, pero potencialmente en cualquier parte del mundo fuera de China. Eran las 3.41 de la madrugada; llevaba durmiendo en una silla casi tres horas. Miró a Marlon y lo descubrió exactamente en la misma postura que antes. Yuxia estaba sentada delante del otro ordenador, pero estaba dormida. Trató de moverse, descubrió que se había lastimado el cuello, dedicó un minuto a desperezarse. Luego se acercó a mirar por encima del hombro de Marlon. Le sorprendió descubrir que el troll Reamde todavía no se había movido de la entrada de la cueva. Pero sería un error suponer que no había sucedido nada todo este tiempo, pues la ventana con la lista de la parte izquierda de la pantalla estaba ahora llena de arriba abajo de retratos de personajes a todo color, cada uno con su indicativo de estatus en perpetuo funcionamiento. Mientras él dormía, Marlon había reclutado a varias docenas de jugadores para que lo ayudaran. Marlon pulsó una tecla de función, y la ventana con la lista se expandió para ocupar casi toda la pantalla, y luego se reorganizó en una especie de diagrama jerárquico con Reamde en el centro.

—¿Tu organigrama? —preguntó Csongor.

—Mis orcos —respondió Marlon.

El inspector Fournier volvió a ponerse en contacto con Olivia a las tres y media de la tarde, para decirle que había hecho una comprobación de los archivos policiales y no había descubierto ningún aterrizaje extraño de aviones privados ni bandas vagabundas de terroristas de Oriente Medio. Lo único que había sido considerado como moderadamente peculiar era que un grupo de cazadores había desaparecido en la zona central de Columbia Británica, hacía unos diez días.

Cuarenta y cinco minutos más tarde (tras hacer una rápida incursión en su hotel para recoger sus cosas y pagar la cuenta) Olivia se dirigió al norte por la Interestatal 5, y casi tuvo que detenerse en seco con el inevitable atasco de la hora punta de los viernes por la tarde. Pero se había puesto en movimiento. Y lo hacía, estaba convencida, en la dirección de Abdalá Jones.

En algunos aspectos, los yihadistas de Abdalá Jones eran tan inútiles que casi («casi») provocaban sentimientos de compasión en el pecho de Zula, descubriendo los pocos instintos maternales que tenía. Pero en ciertas cosas eran muy buenos y se portaban con admirable eficacia. Una de ellas era acampar. Y después de más de una semana de vagar sin rumbo por las carreteras y caminos de Columbia Británica en una caravana, estaban claramente preparados para acampar.

A ella le había agradado que, a medida que se iban acercando al Schloss, la trasladaran a la parte delantera de la caravana para consultarle direcciones. Pero parecía que habían conseguido un GPS en uno de los muchos Walmarts que habían visitado durante su deambular y ahora simplemente lo utilizaban para localizar las coordenadas del lugar donde ella había sacado las fotos de la estructura minera abandonada hacía unas pocas semanas. Cerraron con llave la puerta de su celda para que no fuera una distracción, y por eso se había pasado las últimas horas de viaje en la oscuridad, repasando el programa de ejercicios que había inventado para adivinar dónde estaban a través de las pocas claves sensoriales que penetraban las paredes aisladas del cuarto. Atravesaron una ciudad: supuso que era Elphinstone. Compraron comida: supuso que en Safeway. Luego dejaron atrás la ciudad y empezaron a ascender (los oídos le estallaban) por una carretera serpenteante. Casi con toda certeza era la carretera que subía del valle hacia el Schloss. Alguien les tocó furiosamente el claxon durante un rato, luego los adelantó; como chiste privado, se imaginó que podría ser el tío Richard. Entonces supo de repente con toda certeza que tenía que haber sido el tío Richard.

Llegaron a un lugar donde la carretera era de grava y luego apagaron el motor de la caravana. No sucedió nada, desde su punto de vista, durante una hora; podía sentir la suspensión agitándose mientras los hombres bajaban del vehículo, presumiblemente para explorar. Ante ella pudo oír discusiones apagadas, y descargar cosas. Casi tuvo que reconocer que la caravana estaba tan llena de artículos de acampada que era difícil moverse dentro.

Entonces escuchó el sonido que había estado esperando desde que construyeron la celda y la metieron dentro: el pesado tintineo de la cadena cuando alguien la sacó de dondequiera que la hubiesen metido.

Roces en la puerta. Entonces la abrieron de golpe. Zakir (el grandullón blanduzco de Vancouver) estaba allí de pie, las gafas levemente torcidas, la cadena en los brazos. Bañarse y afeitarse no había sido para él una prioridad esos últimos días.

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