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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (136 page)

BOOK: Reamde
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Las granjas contaban con una irregular red de carreteras rurales. Una de ellas conducía a un puente sobre un río. Se dirigieron hacia allí y cruzaron el arrollo, enfilando ahora directamente hacia la pared montañosa. Olivia vio ahora la sabiduría de intentar hacer un buen promedio, ya que el sol iba a ponerse al menos una hora antes, ya que caía tras la alta cordillera de las Selkirk.

El puente conectaba con una carretera de sur a norte justo en la linde del bosque, a una altitud donde no quedaría inundada por las riadas estacionales. Olivia consultaba cada vez más un mapa que había dibujado a mano en una servilleta de Starbucks, pues Jake Forthrast le había dado unas coordenadas generales, pero no parecía tener una dirección per se, o si lo hacía, negaba la autoridad del gobierno de Estados Unidos para hacer semejantes asignaciones. No tuvieron que llegar muy lejos para encontrar un cruce con una carretera de asfalto que descendía hacia el oeste. Parecía corresponder con una que Olivia había dibujado en la servilleta, así que metieron marchas más bajas y empezaron a recorrerla. Altos árboles flanqueaban cada lado. Un kilómetro más tarde la carretera se hizo de grava. Al mismo tiempo, se volvió considerablemente menos empinada, ya que seguía el curso de un afluente que bajaba de las montañas hacia el gran y perezoso río.

Olivia continuaba siendo bastante sensible, o eso imaginaba, a la Locura que imaginaba debía de acechar en esos lugares. La frontera canadiense se había convertido en su mente en algo parecido al fin del mundo, un escarpado y recto acantilado que conducía directamente al pozo de Abadón; mientras se acercaban dando vueltas, la escena debía de volverse más y más apocalíptica y la gente que decidía vivir allí, más extraña. Cosa que era, claro, completamente ridícula, ya que lo que había al otro lado de aquella línea imaginaria era Columbia Británica, un lugar próspero y bien regulado de medicina socializada, señales en dos lenguas y policías montados.

Y sin embargo la línea estaba allí, trazada en todos los mapas. O más bien, en el borde superior de todos los mapas, sin nada más allá. Como la gente (al menos antes de que apareciera Google Earth) no podía flotar kilómetros sobre el terreno y ver el mundo como lo veían los pájaros y los dioses, tenían que apañárselas con mapas, que sustituían a ver las cosas; y, de esa manera, los productos de la imaginación de los topógrafos y las convenciones de los cartógrafos podían volverse tan reales como las rocas y los ríos. Quizás aún más, ya que podías mirar el mapa cuando quisieras, mientras que mirar la frontera física implicaba un montón de esfuerzo. Así que tal vez bien podría ser el fin del mundo, en lo referido a alguno de los lugareños, y podía afectar a su manera de pensar.

Pero mientras subían aquellas montañas, Olivia descubrió que los seres humanos, y lo que pensaban y hacían y construían, eran lo menos importante del lugar. No importaba lo extraños que fueran los lugareños cuando había tan pocos, dispersos sobre tanto espacio que era difícil moverse por él.

Eventuales señales de tráfico, acribilladas a disparos de escopeta y el ocasional cartucho de caza, insistían en que estaban en territorio del Servicio Nacional de Bosques y que la misma agencia era responsable de esas carreteras. Y de hecho frecuentemente veían empinadas rampas de grava que conducían a las laderas de montañas que estaban siendo taladas o lo habían sido en el pasado reciente. Pero de un lugar a otro entraban en un tramo de carretera que atravesaba un territorio relativamente llano y manejable, frecuentemente cerca de puentes. En esos sitios había ranchos pequeños, y a veces varias viviendas juntas en una especie de aldea dispersa entre pinos y cedros. No estaban lo bastante cerca para considerarlas barrios, pero seguía habiendo una sensación de lugar, aunque no tuvieran nombre ni aparecieran en los mapas. Algunas de las viviendas reflejaban un estado de pobreza que Olivia asoció con los Apalaches, o incluso Afganistán. Pero a medida que se internaban en el valle, esos lugares se fueron haciendo menos frecuentes; o tal vez los elementos los habían destruido ya. Porque estaba claro que, aunque no hacía falta ser rico, ni siquiera acomodado, para sobrevivir en ese entorno, era necesario tener algunas de las cualidades que permitían serlo cuando se aplicaban a lugares más poblados. Los montones de madera ordenadamente apiñados bajo tejados corrugados, todavía abundantes aunque estaban al final de un largo invierno en las montañas, y muchos otros detalles, le dijeron a Olivia que la misma gente, trasplantada a Spokane, pronto estaría dirigiendo pequeños negocios y presidiendo organizaciones cívicas.

Pedalearon hacia el oeste y su avance por el valle fue bloqueado por un par de perros grandes que los catalogaron como intrusos. Cada uno de aquellos animales pesaba probablemente más que Olivia. Uno parecía tener parte de labrador, pero ella pudo convencerse fácilmente de que el otro era en gran parte lobo, si no en la totalidad. Pero ambos tenían collares, y ambos estaban bien alimentados.

—No los mires a los ojos —sugirió Sokolov, desmontando y colocando la bici entre los animales y él—. Dale la vuelta a tu bici y márchate si las cosas se ponen feas.

Olivia, que no tenía ningunas ganas de comportarse heroicamente, invirtió la dirección de su bicicleta y mantuvo una pierna por encima del sillín. Sokolov aguantó. Ella sabía que podía acabar con esos animales pegándoles un tiro en el cerebro con la pistola que llevaba en alguna parte, y que se abstenía de hacerlo solo por el deseo de no ofender a sus dueños.

Los ladridos de los perros acabaron por llamar la atención de un hombre que vino en un todoterreno desde un complejo cercano. Lo hizo, sospechó Olivia, porque era demasiado pesado para moverse con comodidad. Iba armado con (al menos) una gran navaja y una pistola semiautomática que llevaba en una sobaquera. Empezó a gritarles a los perros mientras se acercaba, pero le resultó difícil calmarlos, así que tuvo que recurrir a un montón de gritos y competición entre machos alfa antes de poder lograr que se sentaran y se callaran. No dejó de vigilar a Sokolov y, en menor grado, a Olivia en todo el tiempo.

Ella no tenía ni idea de lo que pensaba esa gente de las razas. Había visto ese día muchos más nativos americanos que asiáticos y suponía que podrían creer que era miembro de alguna de las tribus locales. Pero no parecía haber problema con aquel tipo; o al menos no hizo que fuera más receloso y hostil que al principio.

Cómo reaccionaría ante un hombre con un marcado acento ruso era imposible de adivinar.

Olivia dejó su bicicleta en mitad de la carretera, se acercó a Sokolov, y se colocó bajo su brazo. Una mujer que hubiera sido reclamada por un hombre de aspecto dominante era un organismo completamente distinto al de una mujer que parecía estar a disposición del primero que llegara. Acortando las vocales y tratando de parecer lo más americana posible, dijo:

—Estamos buscando la casa de Jake Forthrast. Nos invitó a venir a hacerle una visita.

Eso lo cambió todo. El hombre, que ahora se presentó como Daniel («como en El libro de»), no quiso oír hablar de que terminaran el viaje en bici; regresó a su complejo y regresó unos momentos más tarde conduciendo una enorme camioneta. Sokolov metió las bicicletas en la parte trasera y viajó con ellas mientras Olivia ocupaba el asiento de pasajeros con Daniel. Por la forma en que había hablado, se esperaba un viaje largo, pero la distancia cubierta, desde allí, apenas era de unos pocos kilómetros. Unos kilómetros algo aventurados, ya que la carretera se volvía cada vez más empinada y en peor estado, produciendo en Olivia la impresión de que en efecto se dirigían al Fin del Mundo. Pero luego penetraron una estrecha grieta entre un gigantesco acantilado de granito todavía cubierto de nieve y un furioso río y entraron en una pequeña hondonada de poco más de un kilómetro de anchura donde habían construido cuatro casas distintas alrededor de un pequeño cuerpo de agua que Olivia supuso que estaba aquí debido a los castores. Directamente al otro lado del agua, y reflejada en ella, había una montaña solitaria, tan cerca que podía decirse que estaban en su cara sur.

La laguna estaba rodeada por un camino de tierra del que partía otra carretera que se extendía entre dos casas y se perdía en los bosques que crecían en el flanco sureste de la montaña. Daniel la siguió, avanzando despacio y asegurándose de intercambiar saludos amistosos con los niños, los perros y los propietarios que habían reparado en ellos.

El paisaje cambió ahora dramáticamente, haciéndose más húmedo y más frío, con olor a cedro. Cien metros carretera arriba llegaron a una verja, atornillada a enormes maderos, que bloqueaba por completo el paso. En ella había varios documentos, preservados bajo plástico transparente. Olivia les echó un vistazo mientras se acercaba, soltaba el pestillo y abría la verja. Daniel le había asegurado que podía hacerlo. Uno de los documentos era la Constitución norteamericana, con varios artículos subrayados. Otro era una especie de manifiesto, al parecer colocado allí para ilustrar a los agentes federales que pudieran venir a recaudar impuestos o recopilar datos para el censo. Había también algunos pasajes favoritos de la Biblia, y una página del Código Estatal de Idaho explicando exactamente qué podía y qué no podía hacerle un ciudadano a un intruso en defensa de su propia morada.

Todo lo cual resultaba bastante intimidatorio, y probablemente habría impedido que Olivia entrara en el lugar, si hubiera venido sin un guía local; pero Daniel parecía pensar que podía franquear las defensas de Jake tocando mucho el claxon. Los perros vinieron corriendo. Olivia cerró la verja tras la camioneta y saltó al guardabarros trasero; Sokolov la ayudó a subir antes de que llegara la escolta canina. Continuaron viaje durante unos minutos, ya que al parecer Jake no veía ninguna ventaja en tener la verja delantera cerca del lugar donde vivía. La carretera rodeó un peñasco, y entonces pudieron ver una casa: alta y estrecha para tratarse de una cabaña de troncos, encaramada al otro lado de un arroyo que cruzaba un puente de troncos y tablones. La camioneta lo cruzó y se detuvo en la parte trasera. Junto a la cabaña había un espacio llano, parcialmente despejado, embrollado con corrales, jardines y cobertizos. Se extendía durante varios acres de terreno hasta la base de una ladera boscosa.

Un chico con un hacha salía de un cobertizo. Una mujer con un vestido largo se asomó a un balcón. Jacob y John Forthrast rodearon la esquina del edificio limpiándose las manos de grasa negra.

—He encontrado a un par de vagabundos —bromeó Daniel, señalando hacia atrás con el pulgar. Olivia se levantó, ya que la camioneta se había detenido. La firma térmica de la camioneta había disparado unas luces automáticas que iluminaron su rostro. Estaba a punto de recordarles quién era cuando oyó a Jake explicar:

—Es Olivia.

Suponía, tal vez, que la vista de John no era tan buena como para reconocerla bajo la súbita luz. Le resultó extraño que esta familia la llamara por su nombre de pila.

—¡Oh, hola de nuevo, Olivia! —exclamó John—. ¿Quién es tu amigo?

—Es una larga historia... pero ha venido porque quiere ayudar a Zula.

—Entonces es amigo nuestro —dijo Jake—. Bienvenido a Arroyo Prohibición.

DÍA 21

Richard se quedó dormido con tanta facilidad que cuando despertó un par de horas más tarde se sintió mal por haberlo hecho. Después de varios días de ausencia, las Musas Furiosas lo habían localizado en ese lugar remoto y venían a por él con saña. La tienda se quedó muy pequeña.

Los yidahistas podrían matarlo por la mañana. Pero parecía improbable. Si ese hubiera sido el plan, lo habrían hecho ya y se habrían ahorrado todas aquellas correíllas de plástico.

Si no iban a matarlo, entonces por la mañana lo obligarían a guiarlos por el viejo sendero de los contrabandistas hasta Monte Abandono y Arroyo Prohibición. Para que eso funcionara tendrían que quitarle las trabas. Entonces tendría la opción de salir corriendo. Parecía probable que eso acabara en persecución, captura y decapitación ceremonial.

Así que iba a tener que buscar un sitio donde pudiera desaparecer de forma súbita, fuera del alcance de los rifles, de un modo que les resultara difícil seguirlo.

Un héroe del cine habría saltado el día anterior desde lo alto del acantilado a las Cataratas Americanas. Después de unos momentos de tensión, su cabeza habría asomado en la superficie del río a cierta distancia corriente abajo. Richard sabía que eso no era una buena estrategia. Pero podría haber partes del río que tal vez pudiera utilizar de un modo similar, para deslizarse por los rápidos.

El problema era que su ruta no seguía realmente ese río. El río fluía al suroeste. Su destino estaba más al este, y por eso su plan de hoy era recorrer la orilla izquierda durante un par de kilómetros y luego subir por una ladera interminable hasta asomar por encima de la línea de los árboles y llegar a un macizo rocoso que sobresalía de la montaña. Desde allí atravesarían un escarpe que constituía la falda oriental del pico y finalmente llegarían al valle de Arroyo Prohibición. La única forma de poder escapar rápidamente en este tipo de paisaje era dejar que la gravedad interviniera y resbalar o deslizarse por una pendiente. Cosa que podría haber sido divertida, o al menos factible, en un campo de dunas o de nieve, pero este territorio tan solo conducía a una muerte lenta con los huesos rotos y los órganos destrozados.

Con todo, siguió reflexionando al respecto durante las largas horas de la noche, ya que era la única forma de quitarse de encima a las Musas Furiosas. Rápidamente estuvo de acuerdo con su premisa básica, que era que, puesto que estaba a punto de guiar a una banda de terroristas armados hasta los dientes a la casa donde varios parientes cercanos vivían tranquilamente, sus vidas estaban en juego también.

La decisión obvia era guiarlos a otra parte. Pero había límites respecto a cómo podía despistarlos: Jones había hecho obviamente sus deberes, interrogando a Zula con considerable detalle, examinando el artículo sobre Richard en la Wikipedia, imprimiendo páginas de Google Maps, e incluso escrituras reales del archivo del catastro del condado. Tenía una idea muy clara de adónde iban. En realidad, podía encontrar él solo el camino hasta Pocatello sin ninguna ayuda, lo que hizo que Richard sospechara que ahora lo mantenían con vida no como guía, sino como rehén y posible sujeto de una horrible ejecución por webcam. Ya podía ver la página en YouTube, Dodge arrodillado en una alfombra con la cabeza cubierta por un saco, Jones tras él con el cuchillo y bajo la ventanita del vídeo, el primero de muchos miles de comentarios en letras mayúsculas enviados por todos los gilipollas inútiles del mundo.

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